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Mar adentro - Zenda
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Mar adentro

Atardecía. Era la hora dorada, ese momento mágico en el que la luz parece más intensa e inunda el ambiente con tonalidades cálidas y áureas; un ambiente que permanecía agradablemente templado a pesar de la brisa que agitaba los cabellos, camisas y blusas del grupo de amigos. Se habían sentado en corro cerca de la...

Atardecía. Era la hora dorada, ese momento mágico en el que la luz parece más intensa e inunda el ambiente con tonalidades cálidas y áureas; un ambiente que permanecía agradablemente templado a pesar de la brisa que agitaba los cabellos, camisas y blusas del grupo de amigos. Se habían sentado en corro cerca de la orilla en aquella cala de arena y guijarros en la que rompían una y otra vez las largas olas atlánticas; las mismas olas que se estrellaban con fuerza y estruendo lejano contra las negras rocas que se alzaban en ambos confines de la cala, cercándola con sus riscos. Los amigos charlaban animadamente, bromeaban, reían mucho, risas alegres, francas. Él se sentía feliz. No era el más hablador, era un tipo discreto y siempre prefería escuchar. Sonreía y sujetaba la mano de su chica en silencio. Ella —también los otros— a veces lo arrastraba a entrar en la conversación y entonces él hablaba, opinaba o contaba la anécdota pedida; a veces se extendía más de lo habitual pero siempre acababa por desviar hábilmente la conversación hacia algún otro, para volver a observar y escuchar en silencio.

—Cuando hablas brillas con luz propia, el mundo se detiene, cautivas a la gente —le susurró ella, y alejó de su oído aquellos labios perfectos que le dedicaban una sonrisa arrebatadora bajo una mirada de un fulgor intenso. Palabras como aquéllas, viniendo de una mujer como aquélla, superior, harían estremecerse a cualquier hombre.

"Con el Sol poniente aún proyectando su estela dorada en la Mar comenzó a alzarse la Luna sobre el horizonte opuesto, una luna llena espléndida, pálida"

Aquella tarde de verano hubo juegos y también hubo canciones; alguien había llevado una guitarra y la rasgaba con habilidad y soltura. Bebieron refrescos, cervezas y vino; y comieron los sándwiches que habían llevado en una cesta mientras charlaban y reían. Era el colofón perfecto a una jornada feliz. Él miró el perfil de su chica, en escorzo, un perfil afilado, delicioso, mientras ella hablaba. Los rayos del Sol del atardecer doraban sus cabellos, tornaban su piel aún más morena y hacían refulgir sus ojos, aquellos ojos llenos de vida. Él fue a sentarse a su espalda, abrazándola por detrás.

Con el Sol poniente aún proyectando su estela dorada en la Mar comenzó a alzarse la Luna sobre el horizonte opuesto, una luna llena espléndida, pálida. Alguien propuso hacer una hoguera y la idea fue acogida por todos con entusiasmo. Uno de los amigos dijo que sería estupendo, así tendría donde calentarse tras el baño. Él replicó que no era buena idea, mientras apuraba el último sorbo de su cerveza. Y se lo dijo muy serio. Él era marino. Y en alguno de aquellos momentos en los que parecía abstraerse de la conversación, con la mirada perdida en la Mar, él estaba viendo cosas que los demás no sabían ver; no por ser más listo, sino por ser esa observación parte de la práctica diaria, constante, de su profesión. Veía, en el modo en el que se levantaban las olas, que la profundidad aumentaba mucho, y rápidamente. Veía en el modo en que rompían las olas que la corriente era muy intensa y oblicua al viento; un viento que refrescaba notablemente más allá del socaire de los riscos que resguardaban la cala. Y veía en los sutiles cambios en el tono de la superficie que no era una, sino varias las corrientes que discurrían allí. Pero no habría necesitado apreciar esos indicios, porque había navegado aquellas aguas y leído los derroteros y sabía de su existencia. Del mismo modo que sabía que estaban en sizigias.

—Oye, no es buena idea…—comenzó a insistir él, pero su amigo ya se había despojado de la camisa y trotaba hacia el agua.

—¡Es una idea estupenda! —contestó el otro, jovial, mientras se adentraba.

Con el agua por la cintura se volvió y saludó, sonriente.

—¡Está buenísima! ¡Vamos! —alentó a los demás.

Y eso animó a otra amiga a bañarse. Se quitó la blusa y el pareo y se metió en el agua hasta las rodillas. Le parecía fría. Otras amigas empezaron a salpicarla desde la orilla, entre risas; ella dio unos pasos más entre grititos, tratando de huir, pero dio un mal pie y cayó en el agua. Todo el mundo rió. Intentó levantarse y no pudo, a pesar de ser aguas someras que no le llegaban a la cintura cuando estaba en pie; una y otra vez luchó por levantarse pero las olas la tumbaban y la resaca la arrastraba. La Mar tiraba de ella.

—¡Ay, que no puedo levantarme….! —grito con su voz femenina impregnada de alarma. Las amigas corrieron hacia ella. Pero él no. Su primer instinto, automático, fue mirar hacia el amigo que se había adentrado primero, y antes de haber siquiera mirado en su dirección, ya había comenzado a sentir el pulso acelerado y el pálpito en las venas.

"Ellas empezaron a gritar, con alarma, con horror. Gritaron su nombre, exclamaciones inconexas, era un griterío confuso al que él no prestaba atención"

Miró hacia la última posición conocida del amigo y no lo vio. Recorrió el área con la mirada. Nada. Las amigas arrastraban ya a la bañista hacia la orilla entre risas, chanzas y remojones cuando él corrió alejándose del agua para ganar algo de elevación en la playa. Volvió a recorrer el horizonte con la miraba, utilizando las técnicas aprendidas y tantas veces practicadas en el ejercicio de su oficio. Entonces todavía no sabía que estaba oteando la Mar desde la cubierta del Patna. El grupo de chicas lo vio, en un principio no entendieron, incluso parecían algo ofendidas por su pasividad; pero pronto comprendieron; prácticamente al unísono y sin mediar palabra se giraron hacia el lugar donde habían visto por última vez al otro amigo. Allá donde había saludado con los brazos mientras exclamaba «¡Está buenísima! ¡Vamos!».

Ellas empezaron a gritar, con alarma, con horror. Gritaron su nombre, exclamaciones inconexas, era un griterío confuso al que él no prestaba atención. Intentaba concentrarse y hacer un cálculo. Mentalmente calibraba corrientes, intensidad, marea, tiempo transcurrido; evaluaba y calculaba porque en el fondo ya tenía muy claro lo que iba a hacer. «Hay que joderse», murmuró para sí con resignado fatalismo. Elevó la mirada al cielo. Vio un astro brillante en el cielo crepuscular, un planeta. Nunca supo cuál era. Bajó la mirada a sus pies descalzos, medio hundidos entre la arena y los guijarros. Alzó la mirada mientras respiraba muy hondo y muy despacio, y cuando su vista alcanzó la Mar ya había decidido un rumbo. Y se asombró cuando vio —o quizás sólo creyó ver— una diminuta cabeza entre las olas, muy lejos. Se quitó la camiseta mientras corría a toda velocidad por la arena con absoluta determinación. Sabía que las posibilidades de sacar a su amigo en esas aguas eran casi nulas. Sabía que las posibilidades de reencontrarse con su amigo más allá de la Estigia eran bastante altas. También sabía lo que debía hacer. Hacía mucho que sabía y asumía que algún día, tarde o temprano, iba a morirse. Y tenía claro que hay maneras mejores que otras de morir; y maneras peores que otras de seguir viviendo. En cualquier caso, tenía posibilidades.

Las amigas lo vieron bajar corriendo como un relámpago por la pendiente. El rostro de su chica se desencajó de espanto e incredulidad —él alcanzó a distinguirlo fugazmente— al verlo correr decidido hacia la Mar. Pero ella tuvo reflejos y tiempo para interceptarlo —era una chica muy atlética— y ambos cayeron en la orilla tras un violento impacto. Él comenzó a levantarse y ella gritaba a sus amigas para que le ayudaran a retenerlo.

—¡Qué haces, estúpido! ¡Te vas a matar! ¡No quiero perderte, joder!

"Y en ese preciso instante en el que la mirada de su chica mudó el terror por la dulzura, él comprendió que acababa de saltar por la borda del Patna como lo había hecho Jim"

Él se revolvió bajo ella con la cara sucia de arena, rodando por la orilla donde ya lamían las olas, mojándolos. Sintió sangre caliente que le corría por el rostro, se debía de haber golpeado con una piedra al ser derribado por ella. Se giró, quedando boca arriba, y vio a su chica, que estaba a horcajadas sobre él, sujetándolo. Se miraban a los ojos, jadeando, y él vio en la mirada de ella terror, y vio amor, ternura, vida; y una muda súplica que nunca brotó de sus labios entreabiertos cubiertos de sal. Por una mirada así de una mujer como aquélla merecía la pena quedarse y vivir. Podría haberse desembarazado de ella antes de la llegada de las otras chicas, quizás, y haber nadado hacia allá donde vio —o creyó ver— por un momento una diminuta cabeza. No era mal nadador y en aquellos años dedicaba su carrera profesional a salvar vidas en alta Mar. Tendría una oportunidad; y si no lo lograba y mantenía la sangre fría, tal vez podría aprovechar las corrientes para intentar regresar a algún lugar de la costa sin derrochar energía y agotar fuerzas. Pero no lo intentó. Y en ese preciso instante en el que la mirada de su chica mudó el terror por la dulzura, él comprendió que acababa de saltar por la borda del Patna como lo había hecho Jim.

Lord Jim Hotel

Agitó la cabeza intentando alejar aquel recuerdo que siempre volvía, puntual, cada verano. Aunque también reaparecía en momentos y lugares absolutamente inesperados, como aquella fría mañana invernal en Londres cuando, atravesando con paso vivo el barrio de Kensington por una calle no habitual, su mirada errante fue a clavarse en el Lord Jim Hotel. Alzó el cuello de su viejo chaquetón tres cuartos de la Armada, se caló su gorra de piel Stetson y prosiguió su andar.

Había pasado mucho tiempo desde aquella tarde en la que creyó ver una diminuta cabeza muy lejos entre las olas. Había pasado mucho tiempo desde que se enfrentó a aquella mirada definitiva de aquella mujer que lo sujetaba contra la arena; había pasado mucho tiempo y ahora aquella mujer tampoco estaba ya en su vida, como tantas otras mujeres que lo habían amado y también había dejado atrás; a veces reflexionaba y se preguntaba si el haberla dejado atrás no sería en realidad, en cierto modo, una especie de huida hacia Patusán.

"Sabía que no podría soportar la vergüenza de enfrentarse de nuevo a aquellos ojos, en los que vería su propio reflejo"

No era el peor remordimiento de los que le acompañaban en su vida, de hecho era probablemente el más liviano y no pasaba de ser un recuerdo más o menos incómodo. Y el de su amigo no era tampoco el más molesto de los fantasmas que a veces le visitaban; en realidad sólo se trataba de un conocido, amigo de una amiga que también estaba allí aquella tarde, al que apenas había visto en dos o tres ocasiones. Pero sin embargo el recuerdo de aquella cabeza alejándose seguía ahí. Así como el recuerdo de su flaqueza cuando, al quedarse tumbado, saltó por la borda del Patna para, quizás, no redimirse jamás.

Era su conocido, pero hubo veces que no lamentó que no hubiera sobrevivido, del mismo modo que Jim deseaba que el Patna se hubiera ido al fondo. Sabía que no podría soportar la vergüenza de enfrentarse de nuevo a aquellos ojos, en los que vería su propio reflejo. Porque enfrentarse a él sería, en realidad, enfrentarse a lo más profundo de sí mismo, a una faceta de la condición humana a la que no es fácil mirar a la cara.

Nunca volvió a saberse de aquel hombre desaparecido. Y sin embargo, aún a día de hoy, a veces teme encontrárselo a la vuelta de una esquina, como cuando Haddock y Tintín se toparon tan inesperadamente con Alcázar en la primera página de Stock de coque.

"Aquel episodio de su vida lo dejó con la confirmación de la certeza de que a veces una decisión tomada en un instante puede cambiar una vida para siempre"

No era la muerte de aquel hombre engullido por las olas el origen de su remordimiento. En su biografía había estado en contacto con la muerte a su alrededor en unas cuantas ocasiones y hacía tiempo que había comprendido y aceptaba con ecuanimidad que todo el mundo muere —incluido él mismo— y que es fácil, muy fácil, morirse. Es el destino hacia el que todos, sin excepción, marchamos. Es sólo cuestión de tiempo y modo. El remordimiento era por haberse fallado a sí mismo. Por haber sospechado que quizás no fuera exactamente como creía, o quería creer. Como otras veces antes sí había sido, y como volvió a ser otras veces después. No acababa de discernir si el quedarse en la arena había sido sensatez, egoísmo, flaqueza o cobardía.

Aquel episodio de su vida lo dejó con la confirmación de la certeza de que a veces una decisión tomada en un instante puede cambiar una vida para siempre. O varias vidas. Incluso muchas. Para bien o para mal. Y esas decisiones tomadas en un instante son forzosamente impulsivas, pues no hay tiempo para pensar. Nacen del interior, de los instintos, del carácter, de las emociones, del momento; son por tanto, quizás, decisiones más naturales que aquellas en las que hay tiempo para pensar, analizar, razonar.

Su mayor consuelo venía del recuerdo nítido de la mirada de aquella mujer que, a horcajadas sobre él, lo aprisionaba contra la arena. De la intensidad y significación de aquella mirada profunda. Irónicamente, ya nunca volvería a sentir aquella consoladora mirada cargada de significado fija en él. Había sido llevada para siempre, por la resaca de los tiempos, Mar adentro.

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Gonzalo M. Carrasco Lara y Coira.

Marino. Su vínculo con Zenda surge del entrelazado de su vida marinera con una de sus pasiones: Los libros y la literatura. elnavegante.eu@_elnavegante_

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