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Sobre la libertad de expresión (I): ¡A callar! - Zenda
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Sobre la libertad de expresión (I): ¡A callar!

Me acuerdo a menudo de algo que escribió Roland Barthes y que dice más o menos así: “Uno es el que narra, otro el que escribe y otro el que es”. Me alegra mucho haber encontrado un asunto con el que poder airear esta cita. El asunto es la libertad de expresión. Es frecuente que...

Me acuerdo a menudo de algo que escribió Roland Barthes y que dice más o menos así: “Uno es el que narra, otro el que escribe y otro el que es”. Me alegra mucho haber encontrado un asunto con el que poder airear esta cita. El asunto es la libertad de expresión.

Es frecuente que a un escritor se le pregunte sobre la distancia de vida que media entre algo que ha escrito y su propia biografía. ¿Te pasó a ti?, ¿eres tú? Son preguntas incómodas precisamente porque no siempre tiene uno a mano citas de Roland Barthes para salir del paso. Según las palabras del semiólogo francés, el que narra en un texto —incluso en un artículo, si me apuran— no es exactamente el que escribe; y el que escribe, a su vez, no es el que es.

"Sucede casi invariablemente que aquel que escribe con gran belleza es soez cara a cara, que aquella que riega de furia todas sus novelas resulta angelical en persona"

La primera distinción parece bastante obvia. Un autor español de 40 años pone voz en un libro a una niña china de 9. Todo el mundo entiende que esa niña es un personaje. Igualmente, una autora francesa de 30 años pone voz en una novela a un torturador franquista de 50. Si el torturador muestra en el texto su ideología fascista, y denigra a los homosexuales, desprecia a las mujeres o desea la muerte de todos los comunistas, nadie cree que la autora francesa esté difundiendo odio o que vote siquiera a Marine Le Pen.

Parece algo más complejo de entender lo que Barthes quería decir cuando establecía que aquel que está escribiendo tampoco se corresponde con esa persona que tiene su mismo nombre y que, en ocasiones, no escribe, sino que pasea, compra, toma el sol en la playa o discute con un amigo. Sin embargo, todos conocemos y secundamos esa afirmación según la cual no es nada recomendable tratar en persona a los escritores que admiramos. Sucede casi invariablemente que aquel que escribe con gran belleza es soez cara a cara, que aquella que riega de furia todas sus novelas resulta angelical en persona. Cuando alguien me dijo que Fernando Vallejo, que insulta a todo el mundo en todos sus libros y con todas sus fuerzas, era un tipo amabilísimo, me pareció lo más natural: ¡el pobre tiene que darse descanso!

Un escritor, sobre todo si tiene éxito, es una cristalización —una simplificación, incluso— de una personalidad. Ha elegido un camino, a veces su popularidad le obliga de hecho a escribir siempre el mismo libro, a ser Paul Auster o Michel Houellebecq incluso sabiendo que ser Auster o Houellebecq excede a la simple acción de firmar libros con ese nombre. Por eso algunos famosos futbolistas acaban hablando de sí mismos en tercera persona: su propio nombre no les suena a “yo”.

Nada amordaza nuestros labios

El ideal que quiero dibujar en esta primera entrega sobre la libertad de expresión puede completarse con otra cita acreditada: “Nada en absoluto (…) obstruye las cuerdas vocales, nada amordaza nuestros labios, nada desencaja en la lexicalidad o la sintaxis para reprimir la afirmación, voluminosa, elocuente y repetida, si así lo queremos, de que Mozart era incapaz de componer una melodía pasable o de que Cézanne era un pintamonas”. Lo escribe George Steiner en Presencias reales.

Es una idea fascinante. Creíamos que decíamos lo que queríamos, pero hay muchas cosas que no somos capaces de decir, de intentar siquiera decir. Así, hay frases proscritas o imposibles, y nociones sepultadas, y grandes solares en la sintaxis. Miren a ver si habían leído alguna vez esta frase: “Jorge Luis Borges es el peor escritor del siglo XX”. O ésta: “Los tomates son de color morado”. O ésta: “Los ciegos no deberían tener derecho a voto”.

"No sé ni lo que digo, reconocemos a menudo. Y a lo mejor es lo que nos sucede todo el tiempo: no sabemos lo que decimos"

Se me acaban de ocurrir muy fácilmente tomando como contrario el sentido común, oponiéndome desprejuicidamente a los hechos probados y buscando el negativo del canon cultural. “Proust es basura”, “la lluvia sólo moja los jueves”, “hay que fusilar a los enanos”.

Poco a poco vamos llegando a frases que alguien puede encontrar ofensivas. ¿Por qué hay que fusilar a los enanos? ¿Quién ha dicho que haya que fusilar a los enanos? Es sólo una frase. Se ha dicho sola.

Lo importante aquí es asumir que la frase “hay que fusilar a los enanos” (intolerable si se dice en serio, si la dice un político a cámara o un famoso en una entrevista) procede del mismo lugar que la frase “te querré eternamente hasta el jueves” (Jardiel). Es una frase que hemos tenido que ir a buscar, es el fruto de una exploración más allá de los límites del decir. A veces sale ingenio, arte, metáforas o humor; y otras veces sale basura. La pregunta sería: ¿debemos renunciar a esa basura, esto es, podemos permitirnos no explorar por miedo a no encontrar sólo poesía e inteligencia sino también frases que no nos agradan?

Todo se puede decir

El título de un libro —por lo demás, aburridísimo— de Raoul Vaneigem podría servirnos como lema arcádico de la libertad de expresión: Nada es sagrado, todo se puede decir. Así, idealmente, como digo, tendríamos el derecho de decir lo que nos diera la gana sobre cualquier cosa y con las palabras que nos pareciera oportuno sin que nadie viera dañados sus propios derechos. Del mismo modo que todo el mundo entiende que una frase atroz en una novela no resulta lesiva, todo el mundo asumiría que lo dicho por cualquier persona nos enriquece incluso si no nos gusta, no lo entendemos, no tiene sentido o muestra poco respeto por los valores aceptados. Alguien dice y no pasa nada. Tú también puedes decir. Y nadie está diciendo en realidad tantas cosas, sólo estamos poniéndoles voz.

No sé ni lo que digo, reconocemos a menudo. Y a lo mejor es lo que nos sucede todo el tiempo: no sabemos lo que decimos.

"La libertad de expresión se ejerce sobre todo desde la renuncia: no diciendo"

Volviendo a Barthes, concluiríamos que el que dice no es el que es, o no exactamente, o no a todas las horas del día. A fin de cuentas, todos acabamos la semana arrepintiéndonos de algo que hemos dicho, no reconociéndonos en un tuit propio o llamando a un amigo para retirar nuestras palabras de aquella tarde. ¿Quién dice a través de mí?, podemos preguntarnos.

Sin embargo, si casi nadie dice nada interesante nunca se debe a que el freno a la libertad de expresión no lo pone la Ley, sino la reputación. La libertad de expresión se ejerce sobre todo desde la renuncia: no diciendo. Es mucho más lo que dejamos de decir a lo largo del día que lo que sí decidimos decir. Callamos por educación, por interés y por miedo. En aras de la convivencia. Y queremos, por los mismos motivos, que los demás también se callen cosas.

En algunas épocas se calla de más, y algunas personas son sobre todo profesionales del callar. Qué puede decirse artísticamente y qué civilmente es lo que trataremos de sondear desde este espacio.

A lo mejor no nos callamos nada.

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Alberto Olmos

Alberto Olmos (Segovia, 1975) es escritor y columnista. Ha publicado nueve novelas, entre las que destacan Trenes hacia Tokio (2006), Alabanza (2014) o Irene y el aire (2020). Su primer libro de relatos se tituló Guardar las formas (2016), y su primer ensayo, Vidas baratas: elogio de lo cutre (2021). Es premio Ojo Crítico RNE de Narrativa (2009) y I Premio David Gistau de Periodismo (2020). Escribió y locutó el podcast sobre literatura Todo está en los libros (2022). Vive en Madrid.

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