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Juego de mentiras, de Ruth Ware - Zenda
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Juego de mentiras, de Ruth Ware

Publicada en más de veinticinco países y situada durante meses en los primeros puestos de las listas de best sellers en Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Italia y España, entre otros, La mujer del camarote 10 afianzó a Ruth Ware como uno de los valores más sólidos del thriller psicológico. La autora inglesa nos ofrece una...

Publicada en más de veinticinco países y situada durante meses en los primeros puestos de las listas de best sellers en Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Italia y España, entre otros, La mujer del camarote 10 afianzó a Ruth Ware como uno de los valores más sólidos del thriller psicológico. La autora inglesa nos ofrece una nueva muestra de su talento para forjar personajes femeninos complejos, atrapar al lector y crear unos ambientes opresivos en Juego de mentiras, novela publicada por Salamandra y traducida por Gemma Rovira Ortega, de la que Zenda publica las primeras páginas.

 

REGLA NÚMERO UNO

Di una mentira

El sonido es una simple alerta de mensaje de texto, un débil «bip, bip» que no llega a despertar a Owen y que a mí tampoco me habría despertado si no hubiese estado ya desvelada, tumbada en la cama, con la mirada fija en la oscuridad y la cría gimiendo en el pecho, sin mamar, pero sin desengancharse tampoco.

Me quedo allí un momento, pensando en el mensaje, preguntándome quién puede ser. ¿Quién me habrá mandado un mensaje a estas horas? Mis amigas no están despiertas tan tarde… a menos que Milly se haya puesto de parto. Pero no, no puede ser ella, ¿no? Prometí quedarme a Noah si los padres de Milly no llegaban a tiempo desde Devon para cuidarlo, pero la verdad es que no pensé…

Desde donde estoy no alcanzo el teléfono y al final hago que Freya me suelte el pezón posándole un dedo en la comisura de la boca, y la tumbo con cuidado boca arriba, saciada de leche; pone los ojos en blanco, como si estuviese drogada. La observo un momento y apoyo suavemente la palma de la mano en su firme cuerpecito, y noto el tamborileo de su corazón contra la jaula de su pecho a medida que se va calmando. Entonces me doy la vuelta y cojo el teléfono; mi corazón también se acelera un poco y mis latidos son el débil eco de los de mi hija.

Mientras introduzco el pin, entornando los ojos deslumbrada por la luz de la pantalla, me digo que no puede ser, que me comporto como una tonta, a Milly todavía le faltan cuatro semanas para salir de cuentas, seguro que sólo es un mensaje basura del estilo: «¿Se ha planteado reclamar un reembolso por su seguro de protección de pagos?»

Pero cuando desbloqueo el teléfono veo que no es Milly. Y el mensaje contiene sólo dos palabras.

«Os necesito.»

 

Son las tres y media de la madrugada y, completamente despierta, me paseo por la fría cocina, mordiéndome las uñas para tratar de calmar las ganas de encender un cigarrillo. Hace casi diez años que no fumo, pero a veces, en momentos de estrés y temor, me asalta la necesidad de hacerlo.

«Os necesito.»

No hace falta que me pregunte qué significa, porque ya lo sé, del mismo modo que sé quién me ha enviado el mensaje, a pesar de que lo ha hecho desde un número que no reconozco.

Kate.

Kate Atagon.

El mero sonido de su nombre basta para devolvérmela y desencadenar una avalancha de imágenes y sensaciones: el perfume del jabón que utilizaba, las pecas en el puente de la nariz, canela sobre aceituna. Kate. Fatima. Thea. Y yo.

Cierro los ojos y me las imagino a las tres mientras el teléfono, todavía caliente en mi bolsillo, espera a que lleguen los mensajes.

Fatima debe de estar durmiendo junto a Ali, acurrucada contra su espalda. Su respuesta llegará hacia las seis de la mañana, cuando se levante para prepararles el desayuno a Nadia y Samir y para vestirlos e ir al colegio.

Thea… a Thea me cuesta más imaginármela. Si ha tenido turno de noche, estará en el casino, donde los empleados tienen prohibido usar el teléfono, que deben dejar en las taquillas hasta que terminan la jornada. Calculo que la suya acabará sobre las… ¿ocho de la mañana? Entonces se tomará una copa con las otras chicas y luego contestará, acelerada ysatisfecha tras otra noche lidiando con clientes, recogiendo fichas y alerta por si aparecen
tramposos o jugadores profesionales.

Y Kate. Kate debe de estar despierta, pues ha sido ella quien ha enviado el mensaje. Estará sentada a la mesa de su padre —supon­go que ahora debe de ser suya— junto a la ventana con vistas al Estero, cuyas aguas se tornan gris claro bajo la primera luz del alba y reflejan las nubes y la silueta oscura del molino de marea. Seguro que está fumando, porque siempre ha fumado mucho. Debe de tener la vista fija en las mareas, en el movimiento incesante de las aguas que se arremolinan constantemente, en el paisaje que no cambia nunca y que, sin embargo, nunca es el mismo. Igual que Kate.

Debe de llevar la larga melena apartada de la cara, lo que deja al descubierto sus finas facciones y las arrugas que treinta y dos años de viento y mar han grabado en las comisuras de sus ojos. Tendrá los dedos manchados de pintura al óleo, pintura incrustada en las cutículas, debajo de las uñas, y los ojos de un azul pizarra muy oscuro, profundos e insondables. Estará esperando nuestras respuestas. Pero ya sabe qué vamos a contestar: lo que siempre hemos dicho, cada vez que hemos recibido ese mensaje, una sola palabra.

Voy.

Voy.

Voy.

 

—¡Voy! —grito por la escalera cuando Owen me dice algo desde arriba, por encima de los quejidos adormilados de Freya.

Entro en el dormitorio y lo veo con la niña en brazos, paseándose arriba y abajo; todavía tiene una mejilla un poco roja y las arrugas de la almohada.

—Lo siento —dice, reprimiendo un bostezo—. He intentado calmarla, pero no hay manera. Ya sabes cómo se pone cuando tiene hambre.

Me subo a la cama y me siento con la espalda apoyada en el cabecero, recostada en las almohadas. Owen me pasa a Freya, que, colorada e indignada, me mira como si la hubiera ofendido y arremete contra mi pecho con un gruñido débil de satisfacción.

No se oye nada salvo el ruidito que hace la pequeña glotona al succionar. Owen vuelve a bostezar, se revuelve el pelo y mira la hora, y entonces empieza a ponerse la ropa interior.

—¿Ya te levantas? —le pregunto, sorprendida. Me dice que sí con la cabeza.

—Qué más da. No tiene sentido que vuelva a meterme en la cama si, de todas formas, tengo que levantarme a las siete. Vaya mierda de lunes.

Miro la hora y me sorprendo al ver que ya son las seis. Debo de llevar más rato del que creía paseándome por la cocina.

—¿Cómo es que estabas levantada? —me pregunta Owen—. ¿Te ha despertado el camión de la basura?

—No, es que no podía dormir.

Una mentira. Casi había olvidado esa sensación de tener algo blando e impuro en la lengua. Noto el bulto caliente del teléfono en el bolsillo de la bata. Podría vibrar en cualquier momento.

—Ya veo. —Contiene otro bostezo y se abrocha la camisa—. ¿Tomarás café si preparo para mí?

—Sí, claro —le contesto. Y cuando está saliendo de la habitación, añado—: Owen…

Pero ya se ha marchado y no me oye.

Al cabo de diez minutos regresa con el café y esta vez he tenido tiempo de ensayar mi papel, de preparar lo que voy a decir y el tono más bien despreocupado con el que voy a decirlo. Aun así, trago saliva y me paso la lengua por los labios que los nervios han dejado secos.

—Ayer recibí un mensaje de Kate.

—¿De tu compañera de trabajo? —Deja el café y, sin querer, derrama un poco. Con la manga de la bata seco el charquito para proteger mi libro, y gano de paso un poco de tiempo para contestar.

—No, Kate Atagon. ¿Te acuerdas? Íbamos juntas al colegio.

—Ah, esa Kate. ¿La que se llevó a su perro a esa boda a la que fuimos?

—Exacto. Shadow.

Pienso en él. Shadow: un pastor alemán blanco con el hocico negro y motitas grises en el lomo. Pienso en cómo se planta en el umbral, gruñe a los desconocidos, o se tumba y ofrece la barriga a los que quiere.

—¿Y…? —pregunta Owen, y me doy cuenta de que me he quedado callada y he perdido el hilo.

—Ah, sí. Bueno, me ha invitado a ir unos días a su casa y creo que debería hacerlo.

—Suena bien. ¿Cuándo?

—Pues… ya. Me ha propuesto que vaya ya.

—¿Y Freya? —Me la llevaría.

«Por supuesto», estoy a punto de añadir, pero no lo digo. Freya todavía no ha tomado ningún biberón, a pesar de que tanto Owen como yo lo hemos intentado muchas veces. La única noche que salí para ir a una fiesta, estuvo berreando desde las siete y media de la tarde hasta las doce menos dos minutos de la noche, cuando irrumpí en el piso, abrí una puerta tras otra y se la arranqué a Owen de los brazos cansados y sin fuerzas.

Se produce otro silencio. Freya echa la cabeza hacia atrás y me observa con el ceño ligeramente fruncido, suelta un pequeño eructo y prosigue con la tarea crucial de alimentarse. Por la mente de Owen pasan pensamientos que se reflejan en su cara: que nos echará de menos…, que tendrá toda la cama para él solo…, que podrá dormir hasta tarde…

—Podría aprovechar para preparar el cuarto de la niña —dice por fin.

Asiento con la cabeza, aunque sea la continuación de una larga discusión entre los dos: a Owen le gustaría recuperar el dormitorio, y a mí, y está decidido a que Freya duerma en su habitación a partir de los seis meses. Y yo… no opino igual que él. En parte, ésa es la razón por la que todavía no he encontrado tiempo para vaciar la habitación de invitados, sacar de allí todos los trastos y pintarla de colores adecuados para un bebé.

—Claro —le digo.

—Bueno, pues ve, ¿no? —dice Owen por fin. Se da la vuelta y empieza a escoger una corbata—. ¿Quieres llevarte el coche? —me pregunta.

—No, no lo necesito. Iré en tren. Kate dice que me recogerá en la estación.

—¿Estás segura? Tendrás que cargar con todas las cosas de Freya en el tren. ¿Lo ves bien?

—¿Qué? —En un primer momento no sé qué ha querido decir, y entonces caigo: el nudo de la corbata—. Ah, sí, está recto. No, en serio. No me importa ir en tren. Será más fácil, podré darle el pecho a Freya si se despierta. Meteré sus cosas en la parte de abajo del cochecito.

Owen no dice nada y me doy cuenta de que ya está pensando en la jornada que tiene por delante, repasando mentalmente una lista, como hacía yo hace sólo unos meses, aunque ahora esos momentos parezcan pertenecer a otra vida.

—Bueno, entonces, si te parece bien, me marcharé hoy.

—¿Hoy? —Coge unas monedas de encima de la cómoda y se las mete en el bolsillo, y luego se acerca a mí y se despide con un beso en la coronilla—. ¿Por qué tienes tanta prisa?

—No tengo prisa —miento.

Noto que me sonrojo. Odio mentir. Antes me parecía divertido, hasta que no tuve más remedio que hacerlo. Ya no pienso demasiado en ello, quizá porque lo he hecho durante mucho tiempo, pero siempre está ahí, en el fondo, como una muela que no deja de dolerte y de repente te da una punzada.

Pero sobre todo odio mentirle a Owen. De una forma u otra, siempre me las había ingeniado para mantenerlo apartado de la red, y ahora la red lo está atrapando. Pienso en el mensaje de Kate, que sigue en mi teléfono, y es como si de él saliera un veneno que estuviera filtrándose en la habitación y amenazara con estropearlo todo. —

Kate tiene unos días de descanso entre un proyecto y otro, por lo que es buen momento para ella y… Bueno, dentro de pocos meses empezaré a trabajar otra vez, así que para mí también es un buen momento.

—Vale —dice él, desconcertado, pero sin sospechar nada—. En ese caso, será mejor que me despida de ti con un beso de verdad. Me besa de verdad, con pasión, y hace que me acuerde de por qué lo quiero, de por qué odio engañarlo. Entonces se aparta de mí y besa a Freya. Ella lo mira de reojo, con recelo, y para de mamar un momento; luego sigue succionando con esa determinación firme que yo tanto admiro.

—A ti también te quiero, pequeña vampira —le dice Owen con cariño. Y entonces se dirige de nuevo a mí—: ¿Cuánto tardarás en llegar?

—Unas cuatro horas, más o menos. Depende de cómo vayan las conexiones.

—Vale, pásalo bien y mándame un mensaje cuando llegues allí. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

—No lo sé, unos días —me aventuro—. Volveré antes del fin de semana.

—Otra mentira. No lo sé. No tengo ni idea. Me quedaré el tiempo que Kate me necesite—. Ya lo veré cuando llegue allí.

—Vale —dice Owen otra vez—. Te quiero.

—Yo también te quiero. —Por fin puedo decir algo que es verdad.

—————————————

Autor: Ruth Ware. Título: Juego de mentiras. Editorial: Salamandra. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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