Yacen en silencio, esperando que una mano anónima despierte la vida que custodian, latente, en su interior. Los libros se agolpan sobre las mesas dispuestas junto al río. Sus ajadas portadas hablan de tiempos mejores y sus orígenes difieren, pero todos sueñan con otra oportunidad. Paso a su lado y me veo reflejado en ellos, recordando el momento en que abandoné mi país para cambiar de vida: si yo tuve que luchar por mi futuro, ellos solo pueden confiar en la suerte y esperar a que el azar les ponga en el sitio que merecen.
Algunos encontrarán pronto un nuevo dueño, mientras otros se resignarán a ver el tiempo pasar. Reconozco que no es un mal lugar para esperar. Las urnas metálicas salpican el pretil del río Saona, en Lyon, y recuerdan a las que animan las orillas del Sena en París. Los libreros aparcan sus furgonetas junto a la acera para repetir su acostumbrado ritual: despliegan inestables mesas de madera, depositan cada volumen con cuidado y muestran la valiosa mercancía protegida en las urnas. Después ocupan una discreta posición bajo los árboles y esperan. Son libreros de viejo o bouquinistes, una de mis palabras favoritas de la lengua francesa. Bouquin es un término familiar que se utiliza para denominar a un libro y que no tiene traducción en español. Me gusta porque lleva al conjunto de páginas impresas a una dimensión más cercana. Una vez perdida la obligada denominación formal, asumida por el término livre, reencontramos el libro como un apreciado objeto que nos acompaña en nuestra vida cotidiana. Del mismo modo, leer (lire) se transforma en bouquiner: un acto placentero, próximo a la distensión, que también es sinónimo de la búsqueda del libro deseado entre una multitud de ejemplares. El libro usado, cuyas anteriores vidas le otorgan un encanto y misterio inexistentes en el recién impreso, se gana a pulso el apelativo de bouquin y el llamado “marché aux bouquinistes” de Lyon no podría tener un nombre mejor.
Pasear bajo la sombra de los árboles y bouquiner rodeado de semejante espectáculo es todo un placer. El quai de la Pêcherie se llena de variopintos ejemplares: desde vetustas ediciones de grandes formatos y gruesas portadas, hasta pequeños y manidos libros de bolsillo, pasando por antiguos periódicos y curiosos cómics. Los bouquinistes suelen recurrir a socorridas temáticas para agruparlos: grandes clásicos de la literatura francesa y universal, novela policíaca, poesía, ensayo, viajes, arte, arquitectura… Los volúmenes que necesitan más cuidados están protegidos por fundas de plástico, mientras otros exhiben sin tapujos sus vidas usadas. Algunos reposan sobre el pretil de piedra, peligrosamente cerca del río. El precio está escrito a lápiz en la primera página y parece difícil de negociar, pues es bastante razonable y abundan las ofertas: podemos elegir tres libros por el precio de dos e incluso un rincón ofrece volúmenes a un euro.
Me muevo sin prisa entre las mesas, tomando el tiempo necesario para leer los lomos que llaman mi atención. No sé lo que quiero, pero lo reconoceré en cuanto lo vea, así que no pierdo detalle de la cambiante mercancía. A veces cojo un volumen, leo la contraportada, la primera página o un fragmento al azar para ver si la magia opera y confirma el acierto de mi intuición, que me pone frente a libros que nunca habría seleccionado por mí mismo. De vez en cuando descanso la mirada en la otra orilla del río, donde las fachadas ocres del “vieux Lyon”, el casco antiguo de la ciudad, se superponen a la colina de Fourvière, coronada por la basílica del mismo nombre. Las fuertes ráfagas de viento me recuerdan que estoy en un medio hostil al que los libros no están adaptados. Son tan frágiles que me cuesta imaginarlos en este inclemente contexto más allá de una mañana de domingo. Sin duda es un lugar prohibido para las nuevas ediciones y solo los libros usados, curtidos en peores lances, vienen sin miedo al campo de batalla. Saben que no tienen nada que perder y que todo esfuerzo es poco para recuperar la calidez de una sólida estantería y el interés de un inteligente dueño capaz de apreciar su contenido. Antes de dejar esta librería al aire libre, dirijo una última ojeada a los silenciosos candidatos a una nueva vida. Tal vez su rol no sea tan pasivo como pensaba en un principio. Su atrevido desafío al paso del tiempo, sus innumerables párrafos subrayados a lápiz y sus amarillentas hojas dobladas en las esquinas les dotan de una personalidad única: un carácter que les convierte en dueños de sí mismos y de su propio futuro. Ya no tengo tan claro si soy yo quien los elige o si son ellos quienes me eligen a mí.
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