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Muerte contrarreloj, en el Tour de Francia con Jorge Zepeda - Zenda
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Muerte contrarreloj, en el Tour de Francia con Jorge Zepeda

Jorge Zepeda convierte el Tour de Francia en un Orient Express, donde los ciclistas son sospechosos de un asesinato, en Muerte contrarreloj, novela publicada por Destino de la que ofrecemos un adelanto. «Me atraía mucho la posibilidad de escribir una trama de suspense en un círculo cerrado en el que unos a otros se miren...

Jorge Zepeda convierte el Tour de Francia en un Orient Express, donde los ciclistas son sospechosos de un asesinato, en Muerte contrarreloj, novela publicada por Destino de la que ofrecemos un adelanto. «Me atraía mucho la posibilidad de escribir una trama de suspense en un círculo cerrado en el que unos a otros se miren las caras y se pregunten cuál es el asesino. Y qué mejor círculo que el pelotón de ciclistas en el Tour, donde las pasiones están desatadas y la épica del sacrificio, la solidaridad y la traición se encuentra al límite», revela el periodista y escritor mexicano.

 

2006

Todos lo odiaron desde que lo vieron, menos yo. Mascaba chicle incesantemente y cada tres segundos se acomodaba un mechón de pelo, como si fuera un bisoñé que temiera perder. Incluso sin esos tics habría despertado la animadversión de todo el grupo: llegó al campamento conduciendo una Land Rover de colección y descargó una bicicleta aerodinámica que los demás sólo le habíamos visto a los profesionales de élite. Tampoco ayudaba que fuera estadounidense, tuviera rostro de actor de Hollywood y ostentara la sonrisa del que siempre logra salirse con la suya. Yo lo recibí con los brazos abiertos, el recién llegado era la única posibilidad de que los otros me dejaran en paz. Desde mi arribo al campo de entrenamiento dos semanas antes, los corredores me habían hecho víctima de las novatadas que la tradición y la frustración por los duros entrenamientos podían inspirar en un campamento donde sobraban la ansiedad y la testosterona; los ciclistas hicieron un purgatorio de mis primeras semanas como profesional —si es que el pago de cincuenta euros por semana me convertía en eso—, así que agradecí la posibilidad de no ser el único blanco del abuso de los demás.

Quizá eso fue lo que nos unió: nos tomamos con filosofía los tormentos a los que nos sometían y los atribuimos a algún ritual de iniciación en contra de los aprendices. O, mejor dicho, él se lo tomó con filosofía y yo terminé por imitarlo.

—No te comas la avena; creo que escupieron en ella —me dijo la primera vez que nos dirigimos la palabra, y me ofreció una barra de proteína. Parecía más divertido que contrariado, como si el hecho de descubrirlos lo hiciera más listo que los demás.

Al pasar los días entendimos que no se trataba de un rito de iniciación: simplemente nos tenían miedo. De los cuarenta y seis corredores que arrancamos el campamento, la organización Ventoux retendría apenas a veintisiete y sólo los nueve mejores participarían en el primer equipo, el que es llevado a las pruebas que verdaderamente importan.

Un mes más tarde, cuando el entrenamiento se hizo más exigente y las jornadas se convirtieron en travesías de ciento sesenta kilómetros e incluyeron parajes escarpados, comprendimos que el miedo que inspirábamos estaba justificado: éramos mejores. Steve Panata rodaba con una cadencia natural y una elegancia como nunca antes había visto ni volví a ver; devoraba kilómetros sin esfuerzo aparente a una velocidad que a otros obligaba a doblarse sobre el manubrio. Yo lo compensaba con una anomalía fisiológica que en otras circunstancias me habría convertido en fenómeno de circo: el adn de mi padre, un nativo de los Alpes franceses, y los genes colombianos de mi madre, de ancestros andinos, debieron habérsela pasado muy bien, porque terminaron por dotarme de un tercer pulmón. No es que lo tuviera, pero los niveles de oxigenación de mi sangre son tales que, para efectos prácticos, me permiten correr dopado.

Una vez en carretera, Steve y yo comenzamos a tomar venganza de las afrentas sufridas: lo hacíamos casi sin proponérnoslo, aunque sin ingenuidad. Él me sonreía malicioso veinte o treinta kilómetros antes de la meta fijada por los instructores y tras un gesto de comlicidad acelerábamos el ritmo, sutilmente al principio, para que los otros no se dieran por vencidos y se exigieran un esfuerzo adicional; diez kilómetros más tarde, cuando percibíamos que el grupo se encontraba al límite, acelerábamos para dejarlos atrás. Pero no antes de que Steve diera la estocada final: comenzaba a relatar en tono tranquilo la última película que había visto, como quien conversa en un bar y no se encuentra subiendo una cuesta que le quita el resuello a todos los demás. Al temor que inspirábamos se sumó el resentimiento. Alguna vez pensé que, encerrados en esos retiros de montaña en Cataluña, entre docenas de aspirantes cargados de encono y decididos a convertirse en profesionales a cualquier costo, nos exponíamos a una golpiza capaz de poner en riesgo nuestras propias carreras. Para todos esos chicos —yo incluido—, superar el corte que harían los entrenadores del Ventoux era lo único que los separaba de un trabajo mediocre y sufrido en una granja o una fábrica; un par de ellos francamente eran carne de presidio. No era el caso de Steve, para quien el ciclismo profesional era una opción más, entre otras, de un futuro necesariamente pródigo y holgado. Una razón más para odiarlo. Y había otras: por ejemplo, que desplegara un encanto irresistible cuando se lo proponía, sobre todo entre mujeres, directivos e instructores. Un encanto que provocó más de una bataola con los parroquianos en las pocas ocasiones en que el grupo se escapó a algún bar de la zona, aunque fuese para tomar una cerveza de raíz; un flirteo descarado o un intercambio de servilletas con números de teléfono garabateados bastaban para desencadenar una reyerta con frecuencia zanjada a golpes.

Para alguien tan proclive a provocar la envidia y el resentimiento en los demás, Steve era notoriamente incapaz de defenderse a sí mismo. Toda la elegancia que exhibía sobre una bicicleta o en una pista de baile se convertía en torpeza al momento en que comenzaba el reparto de bofetadas: logramos salir más o menos indemnes una y otra vez gracias a mi entrenamiento de policía militar y mi experiencia en el ejército bregando con borrachos exaltados en bares de mala muerte.

Con el tiempo conseguimos neutralizar los ataques de nuestros malditos acosadores, aunque no antes de que tuviera que enfrentarme a golpes con el matón del grupo, un tipo de Bretaña duro y rudo, con muslos y cara de bulldog; pesaba diez o doce kilos más que yo, pero él no había crecido en un barrio marginal de Medellín ni pasado tres años en cuarteles de Perpiñán. Yo había desarrollado una estrategia de supervivencia que consistía básicamente en evitar todo tipo de conflicto, algo para lo cual mi temperamento se presta a las mil maravillas: una estrategia que funciona a condición de utilizar toda la violencia posible en las raras veces en que el conflicto resulta inevitable, como en esa ocasión en que tuve que salir en defensa de Steve.

Ivan, el bretón, dañaba una y otra vez las llantas de la bicicleta de mi amigo durante las noches, lo cual nos obligaba a emprender reparaciones frenéticas de último minuto para responder a tiempo al llamado de los instructores. Una mañana descubrimos que la bicicleta había desaparecido; la sonrisa burlona con que nos recibió Ivan dejaba en claro quién era el responsable de la ocurrencia. Asumió, supongo, que esta vez Steve por fin lo encararía: eso lo distrajo, nunca me vio venir. Impulsé mi antebrazo con toda la fuerza de que era capaz y asesté con el codo un golpe sobre su rostro; lo alcancé justo entre la mandíbula y la sien. El imbécil cayó de fea manera mientras sus secuaces contemplaban atónitos la inconcebible agresión. Tampoco se esperaban lo que siguió: agarré a patadas el cuerpo hecho ovillo del matón hasta que reveló el lugar donde había escondido la bicicleta. Tras ese incidente nos dejaron en paz.

Ayudaron también las maneras cortesanas que Steve comenzó a desplegar para con los otros corredores. Repartía con generosidad el contenido de los paquetes que recibía de Estados Unidos, cargados de discos con música, geles y barras de proteína, zapatos de deporte, camisetas; un sutil cohecho que pronto arrojó dividendos. Cuando terminó la temporada de entrenamiento nos trataban como si fuéramos los jodidos dueños de la carretera.

A veces me pregunto si la profunda amistad que terminaría definiendo nuestras vidas se selló con esa alianza inicial basada en la protección mutua; al menos en mi caso así fue. Incluso con lo que sucedió años después, sigo convencido de que había algo genuino y hondo en esa cofradía incondicional y de absoluta lealtad que forjamos desde el primer momento.

En realidad, los dos nos fascinamos mutuamente. Cuando nos conocimos él tenía veintiún años, yo veintitrés. Steve había crecido entre algodones como hijo único y mimado de una pareja de abogados prominentes de Santa Fe, Nuevo México. Sus padres consintieron y apoyaron su obsesión por la bicicleta y lo dotaron de instructores semiprofesionales cuando decidió participar en las competencias juveniles de su país: terminó arrasando en todas ellas, siempre rodeado y protegido por una pequeña troupe financiada primero por su familia y luego por los patrocinadores, atraídos por el potencial que exudaba este chico de oro.

Pero ahora, en el norte de España, por primera vez en su vida Steve se encontraba en territorio hostil; a su pesar, los suyos habían asumido que nunca llegaría a la cima del ciclismo de ruta sin pasar por el endurecimiento que ofrecían los equipos europeos y sus implacables entrenamientos. Quizá por ello parecía hipnotizado por mi capacidad para sobrevivir en escenarios que le resultaban exóticos y fascinantes, y para mí eran una mierda. Empujado por las circunstancias me convertí en lo que soy, como es el caso de los que no se llaman Panata; terminé siendo ciclista —como otros acaban de oficinistas o vendedores— porque ese fue el tronco al que pude aferrarme cuando simplemente intentaba mantenerme a flote en medio de la corriente. Steve, en cambio, formaba parte de los seres humanos cuyo futuro es consecuencia de un inevitable designio.

Él interpretaba como un derroche de libertad la casi orfandad en la que crecí. Mi padre, un militar francés agregado durante años a diversas embajadas en Latinoamérica, se había separado de mi madre, una bogotana de origen peruano y de familia venida a menos, cuando yo aún no cumplía los nueve. A partir de ese momento pasé los veranos en una cabaña de los Alpes adonde él decidió retirarse, y el resto del año en una casa de ladrillo rojo a las afueras de Medellín. Viví una infancia de abandono por los agotadores turnos de enfermera que cumplía mi madre en dos hospitales diferentes; con el tiempo entendí que simplemente buscaba un pretexto para mantenerse a distancia del hijo de un matrimonio precipitado por un embarazo no deseado. Más tarde, en la adolescencia, estuve convencido de que ella esperaba que un día yo no regresara de alguno de los viajes que emprendía cada verano a Francia, algo en lo que me habría encantado darle gusto si mi padre no hubiera estado igualmente urgido de deshacerse de mí cada vez que lo visitaba: pagar el viaje y recibirme durante cinco semanas era una obligación que el coronel Moreau cumplía con estricto rigor, aunque sin ningún entusiasmo. Es probable que hubiera terminado por ser reclutado por alguna de las bandas de adolescentes que aterrorizaban el barrio, de no haber llegado la bicicleta en mi rescate. Sin proponérselo, mi madre fue la responsable: los turnos extras y un aumento de salario le permitieron mudarnos de San Cristóbal, un pueblo de la periferia, a San Javier, un barrio popular de Medellín. Si bien fue un ascenso social, también fue un descenso orográfico que me condenó a recorrer a pie los casi siete kilómetros cuesta arriba que me separaban de la escuela, por lo que tenía que levantarme a las 4.30 para llegar a tiempo a la primera clase. En algún momento debió de apiadarse de mis desvelos, porque un día apareció con una bicicleta grande y pesada de segunda mano, seguramente robada; una bicicleta que llamábamos «de albañil», pero que cambió mi vida.

Paradójicamente, fue la holgazanería lo que me transformó en escalador. Mi nueva montura me permitió recorrer el despertador a las 5.30; más tarde comencé a cronometrar mis trayectos para prolongar el tiempo de sueño. Terminó convirtiéndose en una obsesión: cada semana intentaba recortar en uno o dos minutos la duración del camino a la escuela. Disminuí el peso de la mochila, aprendí a sacar provecho de cada curva, conté las ocasiones en que aplicaba el freno y las reduje al mínimo indispensable. Algunos de mis compañeros se burlaron de las viejas botas rotas que comencé a usar en la escuela, aunque no me importó: sus gruesas suelas me permitían alcanzar mejor los pedales y reducir en tres minutos el trayecto.

Una maestra se dio cuenta del violento frenado con el que llegaba cada día, seguido de una pausa para consultar la hora y apuntarla en mi libreta; me preguntó el motivo y luego leyó con curiosidad mi tabla de anotaciones. Una semana más tarde me habló de una carrera para ciclistas aficionados, ella era una de las organizadoras. Al principio me pareció absurda la posibilidad de competir, ridícula incluso: mis botas rotas y mi tosca bicicleta no empataban con las imágenes que había visto de los ídolos colombianos enfundados en coloridos atuendos, montados en máquinas aerodinámicas. Pero no había manera de decir que no; la mitad del salón, al menos la parte que ya había cumplido trece años, estaban enamorados de la maestra Carmen. Su entusiasmo infatigable, la sonrisa cálida, los ojos verdes, y sobre todo la manera en que trepidaba su falda al caminar, la convertían en la heroína de nuestros sueños húmedos.

Aun cuando todos los competidores calzaban mejor que yo, me consoló que hubiera otras bicicletas como la mía. Corrí decidido a impresionar a mi maestra: partí veloz desde la meta misma, sorprendido por la facilidad con que dejaba atrás a todos, y ni siquiera hice algo diferente a lo que acostumbraba cada día camino de la escuela. Pronto entendí la razón: los demás corrían para soportar los treinta y dos kilómetros que los separaban de la meta. Yo estaba fundido en el kilómetro diez; pronto comenzaron a rebasarme los primeros. Faltando cinco kilómetros para el final, era el último de la competencia. Fue mi primer contacto con el tormento de la carretera: las piernas convertidas en hilos, cada pedalazo soportado desde el abdomen, donde sentía que alguna víscera se desgarraba. Fue también mi primer contacto con el enemigo que todo ciclista lleva dentro y que le incita a renunciar al suplicio; me decía que ya había hecho lo suficiente, que era el más joven de la carrera, que mejor abandonar que llegar al final, pero me imaginé la decepción de Carmen y decidí que no desertaría y tampoco sería el último. Me concentré en la espalda del corredor que rodaba treinta metros adelante de mí y puse en cada pedal todo lo que tenía, lo alcancé y busqué la siguiente espalda. Pronto olvidé el cansancio. Cuando llegué a la meta vomité y me quedé doblado un rato por el dolor que acuchillaba un costado de mi cuerpo, aunque no me moví de allí: quería contar los corredores que llegaban después de mí. Fueron diez. Antes de retirarme, Carmen me abrazó y me dio un beso en la mejilla. A partir de ese día dediqué las tardes a recorrer las colinas de los alrededores. Diseñé tramos más largos, medí y recorté el tiempo de traslado, leí todo lo que Carmen me dio sobre alimentación y técnicas de competencia, y traté de asimilar y poner en práctica lo que podía dentro de mis limitaciones. Mis piernas crecieron y jubilaron a las botas, aunque tardaría mucho tiempo en ganar una carrera. Me bastaba el entusiasmo de Carmen y darme cuenta de que, al terminar cada competencia y detenerme en la meta, cada vez era mayor el número de corredores que llegaban después de mí.

En aquellos largos entrenamientos por mi cuenta se forjó el corredor que ahora soy. El aprendizaje de las técnicas y las estrategias vendría después, pero allí construí la verdadera sustancia de la que está hecho un ciclista profesional: la capacidad para infligirse dolor, llevarse al límite y continuar. Me exprimía en pendientes imposibles con la convicción de que ese sufrimiento me acercaba a Carmen, me hacía merecedor de su atención y su cariño.

Empero, su desaparición dos años más tarde al ser promovida a una escuela privada de Bogotá sacudió mi pequeño universo y me sumió en la desesperación. Tras algunas semanas atormentadas, quedé convencido de que podría recuperarla por medio de la bicicleta: mi fama como corredor llegaría hasta la capital y terminaría uniéndome a ella. Hice de la bicicleta mi instrumento de tortura y redoblé mis masoquistas sesiones de entrenamiento; el dolor se hizo mi mejor amigo.

Fue en esa época cuando desarrollé la otra manía con la que se me conocería: medir, cronometrar, contar y registrarlo todo. Años después, mis compañeros, comenzando por el propio Steve, se burlarían de mi obsesión con los números y más de uno me llamaría «el contador», con ganas de molestar. Sin embargo, tarde o temprano todos ellos me preguntarían cuántos kilómetros faltaban para llegar a la meta o el lugar que ocupaba en la clasificación un corredor que se desprendía del pelotón y se lanzaba a la fuga. Nunca me molestó ser su jodida Wikipedia en lugares donde nadie puede usar su celular. También fue en las sierras de Medellín donde me di cuenta de que los demás no padecían la extraña relación que mantengo con mi propia transpiración: es una putada ser alérgico al sudor que produce tu cuerpo justo cuando vives de hacerlo sudar. El clima de mi tierra ya se había encargado de sacarme sarpullidos y ponerme a frecuentar polvos y ungüentos en busca de alivio, y no es que lo hubiese descubierto hasta el momento en que subí a una bicicleta, pero hasta entonces había sido una molestia confinada a los días de excesivo calor. Ahora la irritación se convertía en un tatuaje encarnado en zonas del cuerpo de las que un adolescente no debería sentirse avergonzado, o al menos no por esas razones.

Sudando y contando terminé por convertirme en una figura familiar en las carreras que se celebraban ciertos fines de semana en la región. En algún momento dejé de contar a los corredores que llegaban después de mí y comencé a hacerlo con los que arribaban a la meta antes que yo; me atormenté sobre los pedales hasta conseguir que cada vez fueran menos.

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Autor: Jorge Zepeda. Título: Muerte contrarreloj. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Jorge Zepeda Patterson

Jorge Zepeda Patterson, economista y sociólogo, hizo maestría en la Flacso (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales) y estudios de doctorado en Ciencia Política en la Sorbona de París. Fundó y dirigió la revista Día Siete y es analista en radio, televisión y prensa escrita. Todos los jueves El País publica en la edición para América su columna “Pensándolo bien”. Fue director fundador de los diarios Siglo 21 y Público y director de El Universal. En 1999 obtuvo el Premio María Moors Cabot, de la Universidad de Columbia. Dirige el diario Sinembargo.mx. Autor y coautor de media docena de libros de análisis, entre otros: Los amos de México (Planeta, 2007) y Los suspirantes (Planeta, 2012). Los corruptores (Destino, 2013), el primer volumen de la serie conocida como Los Azules, fue la novela con la que alcanzó el éxito en nuestro país y resultó finalista del premio Dashiell Hammett. Con el segundo volumen, Milena o el femur más bello del mundo, ganó el Premio Planeta en 2014. Los usurpadores es el tercer volumen de la serie. @jorgezepedap

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