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Soledad - Zenda
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Soledad

Era una mujer que no pasaba desapercibida, pero no por su belleza, que es lo que suele invocarse cuando decimos eso. Era una mujer del barrio, de esas señoras que vienen de obra con los ladrillos de los edificios. Una anciana de las que llevas viendo toda la vida y que te da la impresión...

Era una mujer que no pasaba desapercibida, pero no por su belleza, que es lo que suele invocarse cuando decimos eso. Era una mujer del barrio, de esas señoras que vienen de obra con los ladrillos de los edificios. Una anciana de las que llevas viendo toda la vida y que te da la impresión de que siempre ha tenido esa edad. Paseaba arriba y abajo por las calles y parques de la zona, tomando el brazo de una chica de unos cuarenta años con un síndrome de Down tan agudizado que apenas le permitía caminar, pero sí mantener con dificultad el cigarrillo entre los dedos. Siempre supuse que era su hija. A la madre le había dado un ictus cuando era joven —porque alguna vez sí fue joven— que le dejó la cara paralizada en un gesto grotesco: su lengua quedó congelada huyendo de la boca como si de una flecha se tratase, incapacitándola para comunicarse salvo con pequeños gruñidos guturales, ininteligibles, acompañados de un índice huesudo y blancuzco con el que señalaba lo que quería comprar. Cada pocos segundos sacaba un pañuelo y secaba la salivación de la lengua para que no gotease. Como digo, era una presencia bastante incómoda; parafraseando a Isaías era de esas personas ante las que giras la cara para no verlas. En el barrio nadie sabía cómo se llamaba, a pesar de los muchos años que llevábamos viéndola con su sempiterna y caricaturesca mueca en el semblante.

"Saqué mi taburete y tratamos de que se sentara en él pero era imposible, la anciana se desmayaba"

El caso es que esta mujer era una clienta habitual de mi casa. Cada semana venía, indicaba con un gruñido seguido de un bronco y dificultoso respirar lo que quería —un par de paquetes de Ducados para la supuesta hija—, pagaba y se marchaba hasta la siguiente semana. En silencio, sin más, semana tras semana, año tras año.

Pero aquel mediodía de diciembre de 2017 fue distinto. Entró más jadeante y abotargada que de costumbre, y con el gesto —si cabe— aún más trastornado, más deforme. Venía acompañada de una señora que la había encontrado caída en la calle a pocos metros de mi puerta. Había resbalado por culpa de la lluvia helada que barnizaba la acera. La anciana señaló con dificultad lo que quería y yo se lo serví, pero era evidente que algo no iba bien; empezó a llevarse la mano a la boca como queriendo vomitar; intentaba sacarse bruscamente la lengua a pesar de tener toda ella fuera, como si algo le obstruyera la garganta; intentaba toser y al mismo tiempo tragar aire. La buena samaritana que había decidido acompañarla no se separó de ella. Yo llamaba al 112 para pedir una ambulancia mientras intentaba ayudar a la pobre mujer a sostenerse en pie. Saqué mi taburete y tratamos de que se sentara en él pero era imposible, la anciana se desmayaba. Entonces la dejamos suavemente en el suelo.

—¿Qué hacemos? —dijo la samaritana alarmada.

"Pero yo seguí. Seguí presionando rítmicamente aquel tórax huesudo y a la vez blando. Y la miré a los ojos y vi que estos se quedaban vidriosos y estáticos, mirando al infinito"

Y entonces hice algo que aún hoy no sé cómo pude hacerlo. Me sentía fuera de mi cuerpo, sabía lo que tenía que hacer, lo había leído mil veces en los manuales de supervivencia como información necesaria para documentar novelas, pero nunca había imaginado que me tocase aplicar aquellos conocimientos; tomé una bolsa de plástico y me ceñí índice y corazón con ella para acto seguido introducirle los dedos por la boca intentando limpiar su garganta de cualquier objeto que la obstruyese. A continuación le desabroché los botones de su vieja y parda blusa, busqué su esternón, coloqué las manos en posición y comencé el tortuoso camino de un masaje cardiaco.

—Se va— dijo al filo del séptimo minuto la samaritana después de intentar tomarle el pulso en el cuello y no encontrárselo.

Pero yo seguí. Seguí presionando rítmicamente aquel tórax huesudo y a la vez blando. Y la miré a los ojos y vi que estos se quedaban vidriosos y estáticos, mirando al infinito. Sin dejar el masaje recé por ella a modo de extremaunción, con el anhelo de que ojalá aquella oración, si no le salvaba esta vida, al menos la reconfortaría en el tránsito hacia la otra.

"Y allí se quedó la mujer de gesto singular, tendida en el suelo, mirando la nada mientras delante de ella van desfilando los sanitarios"

Y así estuve durante los lentos ochos minutos que la ambulancia tardó en llegar en un día frío y plomizo en el que media Salamanca decidió, a la vez, coger el coche. Cuando vi entrar a los sanitarios me sentí aliviado, pero no pude evitar saludarlos con un destemplado “habéis tardado mucho”. Le cogieron una vía, oxígeno, electrodos… dos ampollas de adrenalina, barullo… felicitaciones del médico porque la mujer tiene pulso… y entonces sientes una alegría inmensa, pero sólo dura unos segundos: progresivamente el monitor empieza a marcar menos picos hasta estar completamente rectilíneo. Se para el masaje y llega el silencio. Médico y enfermeros se miran entre ellos para decirse mudamente que la batalla está perdida y que se rinden en el suelo de mi estanco. Tres minutos despiadados sentenciaron que ya no se podía hacer nada más. Y allí se quedó la mujer de gesto singular, tendida en el suelo, mirando la nada mientras delante de ella van desfilando los sanitarios, abatidos pese al callo de la experiencia, los monótonos policías y la forense, quien con total asepsia y frialdad dictamina la causa de la muerte. Los policías buscaron entre los enseres de la fallecida hasta encontrar un DNI.

Se llamaba Soledad.

Y viendo el cuerpo inerte de Soledad a mis pies, mientras los profesionales deambulaban atareados e indolentes a nuestro alrededor, recordé ese murmullo que en tantas ocasiones me acecha: esta vida es un mal paseo, corto y plagado de baches y cuestas, pero hay que disfrutar cada pequeño paso, porque al final también somos como ladrillos: perfectamente fungibles, perfectamente anónimos.

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Jairo Junciel

Jairo Junciel (Salamanca, 1982) es escritor y licenciado en Derecho. Actualmente colabora como columnista habitual en la prensa escrita y digital. Amante de la literatura del Siglo de Oro español e interesado en la lingüística evolutiva, cultiva diversos géneros literarios siendo la novela histórica su gran pasión. Tras La traición del Toisón (Albores, 2015), con su nueva obra, El guardés del tabaco, se ha alzado como ganador del prestigioso Premio de Novela Albert Jovell, rindiendo un vibrante homenaje a los clásicos de la literatura universal de capa y espada. @jairojunciel

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