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Ringo en el Salvaje Este - Zenda
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Ringo en el Salvaje Este

A Elisa Martínez, agradecido por revelarme oscuros secretos y por encarnar a Susi en La fuerza y el viento.   Rara era la semana que Ringo no acudía al tajo con la cara hecha un cristo. Casi cada lunes comparecía con algún ojo a la virulé o un labio desportillado. Ringo se llamaba Luis, pero...

A Elisa Martínez, agradecido por revelarme oscuros secretos y por encarnar a Susi en La fuerza y el viento.

 

Rara era la semana que Ringo no acudía al tajo con la cara hecha un cristo. Casi cada lunes comparecía con algún ojo a la virulé o un labio desportillado.

Ringo se llamaba Luis, pero jamás atendía por ese nombre. El mote le venía de una peculiar costumbre. Tras enfundarse el mono de trabajo, se anudaba al cuello un pañuelo rojo cual vaquero hollywoodense. Luego, y como si John Ford hubiera gritado “acción”, enfilaba hacia la bamba con andares de OK Corral, la tirolesa del gotelé asida en la diestra cual wínchester, para comenzar su faena como pintor caravistero.

"A Ringo sólo le perdía su afición por las novelas de vaqueros. Era devoto de José Mallorquí e idolatraba a don Marcial Lafuente Estefanía"

El tipo descollaba sobre la grey que, mediados los 70, se batía el cobre entre andamiajes de Marbella. Bajo, renegrido, escuchimizado, muy diestro en lo suyo. Un mago con la acrílica y la pasta pétrea. Virguero y aseado a cada paño. Un hito entre quienes revocaban fachadas al este del malagueño río Verde.

A Ringo sólo le perdía su afición por las novelas de vaqueros. Era devoto de José Mallorquí e idolatraba a don Marcial Lafuente Estefanía, cuya producción se bebió enterita como el protagonista del Romance de Curro el Palmo, que cantara Serrat.

José Mallorquí

Aquellas novelas de a duro —el verdadero libro de caballería de los pobres— gozaban del favor proletario. Era fácil descubrirlas sobre la tartera de cualquier machaca o asomando del bolsillo de algún gasolinero. Un solaz usual para muchos currantes.

Las tribulaciones de Ringo empezaban así cobraba la semanada. Entonces aquel tirillas hurgaba entre las últimas novedades del quiosco, ya fuese para compra o alquiler (las novelas usadas se rentaban a 1,50 pesetas por dos días), antes de agenciarse una damajuana de Quitapenas.

M.L. Estefanía

Su criterio literario sentaba cátedra. Don Marcial era el más grande. Sobre todo en sus primeros folletines por la espléndida descripción del entorno. Cosa comprensible, pues Lafuente Estefanía había sido ingeniero industrial, desempeño que lo llevó a Arizona, California, Nuevo México, y Texas, cuyo paisaje rural registró en sus páginas.
Respecto de Mallorquí, le aburría la saga de El Coyote pero se entusiasmaba con las peripecias de Juan «Jíbaro» Vargas, que releía con fruición (curiosamente, los entendidos del género alaban las trece novelitas de este duro personaje, considerándola la mejor creación de su autor).

"No buscaba pelea; se la topaba de frente"

Provisto de alimento espiritual para su ocio, Ringo echaba a cabalgar por praderas y calles polvorientas en remotos poblados del Oeste, un trance místico favorecido por el trasiego de moscatel pasto, al que daba frecuentes tientos.
En el ocaso del sábado ya tenía una castaña importante de Quitapenas y había participado en ocho tiroteos y cinco riñas de cantina. Bastante piripi, se echaba a las calles para desfacer entuertos o salvar a casquivanas en apuros. En Marbella, el Salvaje Este, sobraban ambas cosas.

No buscaba pelea; se la topaba de frente. Bastaba que algún chulo de playa —foráneo o local— tomara unos güisquis de más y diera un manotazo desabrido a su prójima para que la voz de Ringo atronara sobre los ruidos del abrevadero en cuestión:

— ¡No maltrates a esa chica, Jim!

El interpelado —que ni se llamaba Jim, ni entendía un pijo de lo que largaba aquel flacucho— lo mandaba a tomar por saco en lengua vernácula y seguía a lo suyo. De nuevo, el héroe repetía la advertencia al mejor estilo de Fort Apache. Ahí se liaba. Brevemente, claro, porque Ringo no tenía ni medio asalto. Al primer envite rodaba por el suelo tras recibir recios soplamocos. Alguno incluso —¡humana ingratitud!— de la propia damisela, ultrajada porque un Spanish bastard se entremetiera en sus asuntos.

Cuando ya andaba como el Don Garandán del Amadís de Gaula (“muy maltrecho, la carne cortada por diversos lugares de do le salía mucha sangre, i fallávase muy quebrantado dela cayda”), otros parroquianos intercedían y ahorraban a aquel canijo unirse al gran Manitú de las verdes llanuras. Por eso, de retorno al laburo, Ringo lucía moretones, esparadrapos, o alguna torunda de algodón bloqueándole una narina. Si no un duro vaquero, sí era un vaquero de a duro.

"Esa jornada en cuestión, una de las chicas acusó al pappone de quedarse con más de lo convenido y éste le atizó una bofetada. Pero ahí estaba Ringo"

Un día nuestro héroe no fue a Marbella. Alguien le acercó al tajo su provisión novelesca (y su garrafa de moscatel), poniéndose a trasegar, apenas dio de mano. A pie de obra, vaya. Por entonces, Ringo faenaba en la ampliación de una marina deportiva, sita entre el cabo de Los Pinos y las dunas de Artola.

En esa urbanización tenía asiento un italiano oscuro, Enzo Massagrande, que pasaba por representante artístico. Su negocio consistía en cuatro curvilíneas aspirantes a actriz, a las que buscaba contratos de gogós y tratos con tipos pudientes, de quienes ellas sacaban para tanto como destacaban.

Massagrande alojaba a las chicas por colleras en dos apartamentos, mientras él ocupaba un chalé del vecino Sitio de Calahonda. Al anochecer, frecuentaba una terraza de la marina, donde hacía proselitismo de la ópera italiana y pasaba cuenta a sus pupilas, asistido por una botella de Aglianico del Vulture.

Esa jornada en cuestión, una de las chicas acusó al pappone de quedarse con más de lo convenido y éste le atizó una bofetada. Pero ahí estaba Ringo, avanzando zambo (o acaso tambaleante) hacia la mesa del chulo y lanzando su admonición.

— ¡Jim, no maltrates a esa chica!

Para general estupor, Massagrande obedeció. Es decir, olvidó a la muchacha y la emprendió a hostias con aquel enclenque, que se levantaba para encajar una tras otra, mientras la damisela ahuecaba el ala. Por suerte, una pareja de la Guardia Civil apareció de ronda por el muelle y allí acabó todo.

Al lunes siguiente, Ringo volvió al tajo como solía. Pero esa mañana, sus compañeros de andamio lo jalearon como a un héroe y hasta Elisa, la chica de la oficina de ventas, le estampó un beso en la mejilla menos averiada.

Verdaderamente, había estado épico.

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Óscar Lobato

Óscar Lobato nació en Madrid el siglo pasado, sin jamás alardear de ello. De niño, aspiraba a convertirse en hombre renacentista, desistiendo al descubrir que Renacimiento no era ningún país iberoamericano. Movido por su sed de conocimientos, intentó convertirse en piloto de pruebas de la Flex o masajista titular de la mansión Playboy, sin la menor fortuna en ambos empeños. Desencantado, se alistó al Regimiento de Ficticios Reales, sirviendo con honor en varios frentes, mentones y barbillas. Reclutado para el Servicio Exterior de Confusión, se le asignó a la legación de Zagreb en calidad de Tercer Hombre, ascendiendo posteriormente a Cuarto Elemento y Quinta Puñeta. Como tapadera a sus actividades clandestinas, ha ejercido el periodismo durante más de treinta años y escrito tres novelas (Cazadores de humo, Centhæure y La fuerza y el viento, publicadas por Alfaguara/Penguin Random House).

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