La joven Cornelia Villalba, de 15 años, desaparece en la pequeña localidad de El Paraje, en la Patagonia argentina, cuando realizaba un viaje de estudios con otras cuatro compañeras —Leonora, Manuela, Mariana y Micaela— y una profesora, Ludmila Roviralta. Planeta publica Cornelia, de Florencia Etcheves, una historia llena de secretos, una novela negra que es también una novela de denuncia. Zenda reproduce un fragmento de este libro que acaba de salir a la venta en España.
Su hija vivía, de eso estaba segura. Tal vez era de lo único de lo que estaba segura. Solo tenía que rezar, que rogar, que humillarse si era necesario, y su hija aparecería. Nunca le habían traído un cadáver, ni una mancha de sangre, ni un mechón de pelo. Nada. Lo único que conservaba era una imagen que fue retocando con el correr de los años. Pero ¿quién se atrevía a decirle, mirándola a los ojos, que Cornelia estaba muerta? Nadie.
Esa noche, exactamente diez años atrás, no había podido dormir. Dio vueltas por la casa sin parar. Se hizo un café en la cocina, y tomó el primer trago en el living; el segundo, en su escritorio, y lo terminó tirando, ya frío, en el lavabo del baño. Tenía un nudo en el estómago, que con el correr de las horas se desplazó al útero. Y ahí se quedó, en ese lugar en el que había engendrado a sus dos hijos. La sensación fue un aviso, tal vez el más evidente que uno podía esperar en toda una vida. En cuanto sonó el teléfono, supo que algo había sucedido y no se equivocó.
Mucho tiempo después, al evocar esa noche, se dieron cuenta de que durante toda la cena habían hablado de las vacaciones de invierno. Íntimamente, Clara nunca se perdonó haber estado pensando en si era mejor la nieve o la playa mientras su hija desaparecía.
El chofer estacionó el auto justo en la puerta de la iglesia. Primero bajó su marido, el doctor Eugenio Villalba; después, su hijo Dionisio, y por último ella. Se había prometido no saludar a nadie. Desde hacía tiempo no creía en los que se llenaban la boca diciendo qué era lo que tenía que hacer, de qué manera correspondía sufrir o cómo era la mejor forma de olvidar. ¿Qué sabían ellos lo que era perder a una hija? Los anteojos oscuros la protegían de las miradas ajenas, un truco bastante mentiroso, por cierto, pero que en ese momento le daba la seguridad que necesitaba.
Su marido y su hijo saludaban en el atrio de la iglesia. Notó la mueca de Dionisio: le costaba mantenerse serio, sin exponer esa sonrisa que solía derretir a todas las mujeres. Su hijo era angelado, bello, inteligente. Clara sabía que era el chico perfecto que toda madre desearía tener, pero había asumido la culpa de no quererlo lo sufi ciente. Su parte más tierna, más amorosa, se había ido con su hija Cornelia. Siempre había sido así: Dionisio era del padre y Cornelia, de la madre. Esa división se había planteado desde muy pequeños, hasta se parecían físicamente. Los hombres de la familia por un lado; las mujeres, por el otro.
El vozarrón de su marido la distrajo. Lo vio a un costado de la puerta de la iglesia hablando con una mujer. Clara se acercó con curiosidad y con la resignación de los que saben que tienen que ocupar un rol en la vida, el suyo era calmar a Eugenio. Desde que Cornelia no estaba, su carácter se había vuelto irascible y, en muchas oportunidades, violento.
La imagen de Ludmila Roviralta le provocó un sacudón. Apenas pudo sacarse los anteojos oscuros. Las manos le temblaban. Después de tanto tiempo, volvía a tenerla casi frente a frente. No había cambiado demasiado: seguía usando el pelo hecho un rodete a la altura de la nuca y una cantidad impensada de collares y anillos. La responsable de que su Cornelia estuviera desaparecida estaba allí, vestida con una túnica color marrón, bordada con hilos dorados y espejitos.
—Doctor Villalba, por favor, esto es muy doloroso para todos —dijo la mujer de manera pausada, sin dejar de mirarlo a los ojos—. Vine a rezar por la nena.
El hombre no llegó a responder. El tono seguro de la voz de su mujer lo dejó mudo, como tantas otras veces.
—Señora Roviralta, debería dedicarse a rezar por usted y por su alma. Deje que yo me ocupe de las oraciones por mi hija —dijo, e hizo un silencio solo para mirarla de manera despectiva—. Retírese ya mismo de este lugar. No me obligue a perder la elegancia y a tener que sacarla por la fuerza.
Ludmila bajó la cabeza y clavó los ojos en el piso. Pudo ver los zapatos de gamuza negra de Clara alejarse taconeando sobre los baldosones maravillosos del patio de la iglesia. En otro momento, les habría sacado fotos con el celular para subirlas a su cuenta de Instagram, pero no podía distraerse con nimiedades; tenía que luchar contra la convicción de que toda su vida giraba en torno a reservas que podían destrozarse en segundos. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Cuando finalmente se animó a levantar la cabeza, ya había decidido no entrar a la misa.
Estaba llegando a la acera cuando escuchó el nombre que había sido suyo durante tanto tiempo, el nombre que murió la misma noche en la que a Cornelia se la tragó la tierra.
—Profesora Lumi, ¿se va a ir sin saludarnos?
La sorprendió gratamente ver que Micaela Bordón no había cambiado casi nada en los últimos años. Siempre ese pelo indomable. Y las chispas que parecían irradiar sus ojos iluminaban como entonces su cara redonda. Había sido ella la encargada de revivir su apodo. No pudo evitar dedicarle una sonrisa y un abrazo.
Unos pasos más atrás reconoció a Mariana García. La notó cambiada; salvo por su pelo largo y brillante, parecía otra.
—Ya son mujeres, chicas —dijo sabiendo que caía en un lugar común—. Se las ve estupendas.
—¿Por qué estaba llorando? —le preguntó Mariana con un tono que sonaba más a reproche que a duda.
La profesora bajó la mirada, no recordaba haber agachado la cabeza tantas veces en tan poco tiempo. Todo lo relacionado con Cornelia la humillaba. A pesar de los años pasados y de las horas de terapia, la culpa seguía allí, como una espina clavada en la carne. Ella había sido la responsable de cuidar a cinco adolescentes durante un viaje de estudios y había fallado: volvió con cuatro.
—Lloro por Cornelia, por mí y también por ustedes —dijo casi sin voz—. Ninguna de nosotras volvió a ser la misma después de esa noche.
Durante unos minutos que parecieron siglos, las tres mujeres se quedaron en silencio. Pensando en las que habían sido y en las que eran. El sonido del órgano que salía de la iglesia interrumpió esa suerte de análisis tan personalísimo como colectivo.
—Vamos a entrar a la misa —anunció Micaela—. Chau, Lumi.
Las vio irse juntas, tomadas del brazo, como tanto tiempo atrás en otra circunstancia. Se quedó parada, sola, en el medio del patio. Tenía la sensación de que sus pies estaban clavados con estacas al piso.
De a poco se fue nublando y empezó a refrescar. Ludmila se frotó los brazos, se acomodó el bolso en el hombro y, despacio, caminó hasta la puerta del patio de la iglesia de Santo Domingo. Cuando estaba por alcanzar la acera, la vio. Pipa estaba tan hermosa como la recordaba. El pelo color miel, atado en una cola alta que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Los ojos celestes rasgados y la boca demasiado grande para su cara —detalle que le había causado más de una broma de mal gusto en la adolescencia— le daban ahora un aspecto sensual. En conjunto, sin embargo, se destacaba por su porte elegante.
Estuvo a punto de acercarse a saludarla, pero se reprimió. En ningún momento Pipa sacó los ojos de la puerta de la iglesia, como si la música del órgano la tuviera hipnotizada. Salir de ese patio era lo mejor que podía hacer. En ese lugar, dejaba a todos los protagonistas de una historia que jamás debería haber sucedido. No son los años, ni las arrugas, ni la experiencia lo que endurece a las personas. La desaparición de Cornelia Villalba seguía ejerciendo un efecto devastador.
Sinopsis de Cornelia, de Florencia Etcheves
La joven Cornelia Villalba, de 15 años, desaparece en la pequeña localidad de El Paraje, en la Patagonia argentina, cuando realizaba un viaje de estudios con otras cuatro compañeras —Leonora, Manuela, Mariana y Micaela— y una profesora, Ludmila Roviralta. El motivo del viaje es conocer el volcán Tunik y la recuperación de la zona después de una devastadora erupción décadas atrás, lo que las familias de las chicas, de un colegio acomodado, ven con buenos ojos de cara a su formación. Manuela, a quien todas llaman Pipa, se reencuentra con ellas diez años después de la desaparición de su amiga en el funeral por su recuerdo. Allí conocerá a Antonia Delgado, una misteriosa mujer que lleva una caja de zapatos llena de esquelas y recortes y que trata de socorrerla cuando la ve mareada. Días después, Clara, la madre de Cornelia, la visitará para hablarle precisamente de esta mujer, que ha conocido en el funeral, cuando se le ha acercado, y gracias a que colecciona estos recuerdos morbosos y esquelas, entre ellos los de su hija, ha descubierto que alguien, que no es de su familia, le publica una esquela a la joven cada año. Esto no basta para reabrir una investigación que se dio por zanjada entonces sin más pistas pero sí lo hará la foto de Cornelia que Pipa ve en el funeral. En ella, aunque la joven luce la misma ropa que el día que desapareció, no lleva el collar del que nunca se separaba, y que no se quitaba ni siquiera para ducharse. Aturdida, Pipa hace memoria y cae en la cuenta de que, nada más desaparecer la joven, el collar apareció en los alrededores de la pensión que ocupaban, y se tomó como pista de que la chica se había perdido en los bosques después de salir a pasear. Pero Pipa recuerda que Cornelia sí llevaba el collar aquella noche maldita, cuando la vio por última vez, después de que ella le pidiera que esperara un poco más, que quería hablar con ella en aquel bar remoto al que habían acudido a tomar una copa en compañía de Ariel, el joven hijo mayor de la dueña de la pensión que ocupaban. Entonces, si Cornelia llevaba el collar en el bar, y este apareció en los alrededores de la pensión a la mañana siguiente, ¿cuándo y quién le hizo aquella foto sin él con la misma ropa que llevaba cuando desapareció?
Al abandonar el funeral, Pipa descubre entre los asistentes a una mujer muy elegante que no ha visto nunca, y que en una precipitada carrera bajo la lluvia pierde un pañuelo con una sirena dibujada, el mismo diseño que lleva el coche que la recoge. Casi sin darse cuenta, y poniendo en riesgo su vida, Manuela, Pipa, dará con las claves de la desaparición de Cornelia, que se hunden en una trama vastísima de trata de mujeres entre Argentina y España, y que lidera un peligroso mafioso muy buscado, Khalfani Sadat, llamado «El Egipcio», que junto con su mujer, una misteriosa rubia apodada «La Sirena», domina sin cuartel el negocio junto con la complicidad de las autoridades locales de medio continente. Cuando Manuela por fin constata que el destino de Cornelia fue la trata de mujeres y que fue Ariel, el hijo mayor de la dueña de la pensión quien las entregó a la mafia, ella misma es secuestrada y se hará cargo de la investigación su examante, Juánez.
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Autor: Florencia Etcheves. Título: Cornelia. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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