Apenas habla. En sus ojos oscuros descubres una gran vida interior, aunque a ratos se vuelve opaca, vacía. En esos momentos de ausencia es muy difícil llegar a él y te preguntas cómo arrancarle una de esas sonrisas que te ha obsequiado en otras ocasiones, de esas que iluminan paredes, rincones, huecos y corazones. O una palabra, porque cuando se suelta y confía comparte sus quereres, sus preocupaciones, o cualquier cosa chocante que le haya pasado en su mundo previsible, como esos perros que saben calcular sumas. Sí, perros que suman, y no se lo inventa, porque él no miente; es educado, agradable y se le adivina un fondo bueno, de miga de pan recién horneada, bajo una corteza difícil de romper.
Buscas la forma de traerlo de vuelta de ese lugar sombrío al que viaja con demasiada frecuencia y piensas en lo poco que sabes a pesar de lo mucho vivido. Podrías ser su madre, has lidiado con bebés, con niños y adolescentes, pero él es muy diferente y, muy a tu pesar, sabes que no todo está en tu mano. La vida es así, no tenemos varitas o soluciones mágicas. A veces una pregunta sencilla o un plato sabroso lo traen de vuelta y aparece ese gesto indescriptible que va más allá de lo que muestra su cara. Pero las más de las veces has de escarbar en tus propios recursos, los agotas, te devanas los sesos y, entonces, caes en algo que sí haces con fluidez: escribir. Y se te ocurre una idea.
―El próximo protagonista de una historia mía se llamará como tú.
Pues sí, ha vuelto de su viaje extraño y difícil. Me mira, sonríe. Sí le gustaría, pero… Ya está, no hay más. No es suficiente, no podemos dejarlo ahí, hay que seguir el camino juntos y para ello voy a necesitar su ayuda, implicarlo en este viaje de tinta.
―¿Y si lo definimos entre los dos?
Me confiesa que nunca antes ha definido un personaje, pero se le ha iluminado la mirada y su boca vuelve a enseñarme unos dientes preciosos y alegres. No sale con fluidez, tengo que hacerle casi una entrevista. Pregunto, responde; pregunto, responde; pregunto, responde… Pero unos minutos más tarde tenemos un perfil bien definido, un punto de partida para todavía no sabemos qué y, lo más importante, parece haber vuelto definitivamente a este banco, a esta sala, a este instante.
La mayoría de los escritores se lanzan al teclado soñando que algún día esas líneas se esparcirán por el universo lector y provocarán reacciones en multitud de ellos. Pero a veces solo necesitamos que nos lea una persona, y, con esas letras, arrancarle un gesto, una sonrisa, una emoción. Ese era mi reto, mi ilusión, escribir algo para él, tinta invisible para mis lectores ―salvo que él mismo dé permiso, que para algo es de los dos―, solo para sus ojos, como la película de Bond. Le pregunto si la ha visto y no sabe decirme, no recuerda, no le suena.
Tras el ofrecimiento llegó la preocupación. ¿Qué podría gustarle? Lo pensé de camino a una reunión. Por la calle, se lo conté a la grabadora de mi teléfono conforme caminaba apresurada. Total, hoy media población camina hablándole al móvil colocado cual tostada, que no sabes si hablan o se lo comen. Pues así iba yo, emocionada, con una idea que tomó forma paso a paso.
Tenía fecha de caducidad y los relatos siempre me cuestan ―más que las novelas, qué cosas―. Pero la motivación, esa palabra mágica, era muy potente y salió de tirón. Cuando llegué a mi destino la historia tenía cuerpo, argumento, ambientación, personajes y un desenlace positivo. Me entró un leve temblor, una mayor responsabilidad que en otras ocasiones, que ante otros escritos: ¿y si no le gustaba? Horror. No podía ser.
Lo escribí tarde ―como siempre―, la víspera de volver a verle. No me hizo falta escuchar lo grabado, ya estaba impreso en mis neuronas, y después de repasarlo se me ocurrió añadirle imágenes que ilustraran lo que narraba, pistas que él identificara con rapidez como aquellos datos que él había elegido para que aparecieran. Con el punto final tragué saliva.
Se lo llevé nerviosa cual licenciado ante el tribunal de su tesis doctoral, cual joven que por fin se atreve a abordar a su enamorada y confesarle lo que siente sin estar seguro de la respuesta. Pero había que encontrar el momento adecuado para dárselo. Otra vez los nervios.
Estaba distraído con otras cosas y eso era bueno. Esperé a que se encerrara de nuevo en su mundo, el relato podía ser la llave y el billete de vuelta.
Se sorprendió al verlo, igual pensaba que me habría olvidado. Él no, él se acordaba perfectamente. Sus ojos se posaron en la primera hoja con cierta suspicacia para mirarme después a mí, afilados, curiosos. Y comenzó a leer. Despacio, degustando cada hoja. Mientras lo hacía, reflexioné si no habría utilizado alguna palabra demasiado compleja. No, no pasa nada, si no entiende algo me preguntará y son palabras que puede conocer o es bueno que conozca. No lo hizo, ni una palabra. Lo terminó en silencio, lo dejó a un lado, me miró… Pensé que había vuelto a su mundo hasta que unos segundos después llegó el regalo, ese gesto feliz y cómplice que tanto me gusta. Lo dejé tranquilo un rato, tampoco él decía nada, la mirada perdida como en otras ocasiones, y ese silencio que pesa. Hasta que, para mi sorpresa, inició él la conversación. Un milagro. Las palabras surgieron espontáneas, alegres. En ese momento me contó lo de los perros que sabían sumar, como si lleváramos horas hablando. El silencio regresó, menos pesado, menos duro, esperanzador.
Se abrió la puerta y entró su padre con gesto amable y mirada inquisitiva.
―Me ha escrito un relato ―fue el saludo de buenas noches a su padre con un gesto inequívoco de alegría.
El faro de su sonrisa me cegó, el corazón se me encogió. Había llegado el momento de irme, más feliz que cuando llegué, más que antes de conocerle. Allí quedó un relato escrito con tinta invisible para el mundo que me supo a best seller.
(Basado en una experiencia real de una Mamá en Acción).
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