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Agatha o la metaliteratura - Zenda
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Agatha o la metaliteratura

¿Cómo continuar una historia que ha quedado suspendida en el tiempo desde mediados del siglo XIX? Sara Mesa y Pablo Martín Sánchez siguen los pasos de Herman Melville en Agatha (editorial La uÑa RoTa).   Hace un par de años leí con placer El punto ciego, un ameno ensayo de Javier Cercas acerca de teoría...

¿Cómo continuar una historia que ha quedado suspendida en el tiempo desde mediados del siglo XIX? Sara Mesa y Pablo Martín Sánchez siguen los pasos de Herman Melville en Agatha (editorial La uÑa RoTa).

 

Hace un par de años leí con placer El punto ciego, un ameno ensayo de Javier Cercas acerca de teoría literaria (Literatura Random House. Barcelona, 2016). Concluía Cercas que toda gran obra literaria debía tener un punto ciego, entendiendo por tal aquel aspecto de la misma incomprensible para el lector que, sin embargo, era el epicentro, el núcleo que daba sentido a la obra.

La portada de El punto ciego mostraba un dibujo de Moby Dick, la monumental novela de Melville, cuyo punto ciego, según Cercas, no es otro que la obsesión del capitán Ahab por dar muerte a la ballena blanca, aun a costa de su barco y de su propia vida. Esta irracionalidad, que nos resulta incomprensible, es, en efecto, la génesis y columna vertebral del relato.

"Es curioso el parecido de este comienzo con el famosísimo inicio de Moby Dick, que muchos recordarán"

Entre los muchos clásicos citados por Cercas hubo uno que llamó mi atención. Se trata del cuento “Wakefield”, escrito por Nathaniel Hawthorne en 1835. De “Wakefield” hay una bella versión bilingüe editada por Nórdica Libros, traducida por María José Chuliá y con ilustraciones de Ana Juan (premio nacional de ilustración 2010). El cuento parece, en sí mismo, un taller de literatura, porque Hawthorne inicia la narración refiriendo una breve historia, según él “sacada de algún revista o de un periódico viejo, contada como verídica sobre un hombre, llamémosle Wakefield”. Es curioso el parecido de este comienzo con el famosísimo inicio de Moby Dick, que muchos recordarán: “Podéis llamarme Ismael”. Ambos comienzos nos recuerdan que la primera licencia del narrador de ficción es otorgar nombre a su personaje.

Pues bien, volviendo a Wakefield, el cuento narra la historia de un tipo de mediana edad. Un día ese hombre, “llamémosle Wakefield”, se marcha del hogar so pretexto de hacer un breve viaje y no vuelve hasta pasados veinte años. La extravagancia del caso consiste en que se marcha a vivir a un apartamento aledaño al domicilio conyugal, desde cuya ventana puede ver a su mujer. ¿Cuáles son los motivos que lo llevan a tamaña excentricidad? Ese es, justamente, el punto ciego del relato, que Hawthorne decide no desvelarnos.

La genialidad del autor de La letra escarlata consiste en cerrar el cuento en el primer párrafo. Antes del primer punto y aparte desvela no solo que vuelve tras veinte años de ausencia, sino que cuando lo hace, la mujer lo acepta nuevamente y ambos son felices hasta la muerte. Tras revelar el final en el primer párrafo, el resto del cuento se convierte en una suerte de ejercicio literario, porque Hawthorne escribe: “Si el lector quiere, que haga su propia meditación; si prefiere vagar conmigo por los veinte años de capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá allí un principio dominante y una enseñanza, aunque no logremos descubrirlos, fijarlos con nitidez y condensarlos en la frase final”. En efecto, a lo largo de las páginas del cuento, Hawthorne especula acerca de qué pudo sucederle al estrafalario marido, pero no concluye, no desvela la motivación que lo llevó a comportarse de ese modo.

"Las últimas cartas entre ambos que se conservan son las denominadas cartas Agatha, fechadas entre agosto y octubre de ese año"

Dio la casualidad de que varios meses después de editarse El punto ciego, se publicó Cartas a Hawthorne (editorial La uÑa RoTa. Segovia, 2016), de Herman Melville, sobre la singular amistad que unió a ambos escritores entre 1850 y 1852. Se conocieron en una excursión por las montañas de Massachussets, en el curso de la cual ambos tuvieron que refugiarse de la lluvia bajo un saliente rocoso, en el cual hablaron de literatura durante horas. Por motivos que desconocemos, a partir de 1852 la estrecha amistad entre ambos autores se enfría, cesando también la relación epistolar.

Las últimas cartas entre ambos que se conservan son las denominadas “cartas Agatha”, fechadas entre agosto y octubre de ese año. En ellas, Melville le propone a Hawthorne que escriba un relato inspirado en la historia que le cuenta un abogado a quien conoce en el curso de una visita a la isla de Nantucket. El abogado le habla de una mujer de la isla, llamada Agatha, que pasea por un acantilado y divisa en la playa a un náufrago inconsciente, a quien salva. Más tarde se casa con él y tienen una hija. Pero el náufrago —llamado Robertson— desaparece de nuevo para reaparecer diecisiete años más tarde, cuando lo creen muerto hace tiempo. El informe del abogado, que Melville entrega a Hawthorne, desvela la verdad sobre Robertson…

Al conocer esta historia, Melville se acordó de inmediato del cuento “Wakefield” y consideró que su amigo Hawthorne estaría interesado en escribir la historia de Agatha. Al fin y al cabo, se trata del mismo relato pero escrito desde el punto de vista de la mujer abandonada, en vez de utilizar el del marido que huye.

Como ya he explicado más arriba, la amistad entre ambos escritores se truncó en 1852. ¿Cuál fue la causa? Se desconoce a ciencia cierta, si bien puede intuirse que fuera cierta incompatibilidad de caracteres. Melville era emotivo, apasionado, sus cartas denotan una jovialidad casi infantil. En la vida privada era desequilibrado, alcohólico, dejó de lado a su familia, siempre andaba falto de dinero, no gozó del éxito literario. Hawthorne, en cambio, era el perfecto burgués, vivió con su familia en grandes casas, siempre desempeñó trabajos bien remunerados y llevó una vida ordenada, gozando del éxito literario.

Es más que probable que Hawthorne se cansara de Melville, que su afinidad literaria no resistiera sus diferentes estilos de vida y temperamentos, y que aquél decidiera no responder las apasionadas cartas de éste.

Sin embargo, cuando en 1856 Melville anuncia a Hawthorne su visita a Inglaterra, cuatro años después de su distanciamiento, éste vuelve a acogerlo en su casa. Hawthorne es por entonces cónsul de Estados Unidos en Liverpool. Melville llega allí con un simple hatillo que contiene una muda de ropa. Ambos pasan unos días hablando de literatura y, entre otras cuestiones, de cómo desarrollar la historia de Agatha.

"Para aprovechar todo este magma narrativo, a la editorial La uÑa RoTa se le ocurrió la idea de proponer a dos de los mejores escritores de mi generación que desarrollaran el relato referido por Melville"

Por motivos también desconocidos, Hawthorne renunciará a escribir el cuento; sin embargo, animará a Melville a que lo haga él, para lo cual le aconseja olvidarse de Nantucket y desarrollar el relato en las islas Shoals, un destino vacacional en boga durante aquella época. Parece ser que el autor de Moby Dick acepta el reto y escribe, no un cuento, sino una novela titulada La isla de la cruz. Pero la novela se pierde. Incluso llega a dudarse de su existencia…

Percibirá el lector que todo lo que acabo de contarle resulta de lo más metaliterario: un libro desaparecido, el esqueleto de un relato, una amistad entre escritores que se trunca…

Para aprovechar todo este magma narrativo, a la editorial La uÑa RoTa se le ocurrió la idea de proponer a dos de los mejores escritores de mi generación que desarrollaran el relato referido por Melville. Los convocados fueron Sara Mesa (Mala letra, Anagrama, 2016) y Pablo Martín Sánchez (Tuyo es el mañana, Acantilado, 2016). El resultado es Agatha (La uÑa RoTa, Segovia, 2017).

¿Cómo continuar una historia que ha quedado suspendida en el tiempo desde mediados del siglo XIX?

El cuento de Sara Mesa, titulado “Un reloj y dos chales”, adopta el punto de vista de la hija y se inicia cuando Robertson reaparece. Al inicio, ella es víctima de un deslumbramiento, idealiza al padre desaparecido que llega con buenas palabras y les entrega a ella y a su marido una considerable suma de dinero, además de un reloj para él y dos chales para ella.

"El cuento de Mesa es inefable, advertimos su perfección sin comprender el porqué"

Desde el primer momento, esos tres objetos se convierten en seres inertes portadores de un secreto: ¿a quién pertenecieron antes? Ella huele los chales, tratando de reconocer el olor de alguna otra mujer, sin poder evitar presentir el tacto, el aroma de la otra cuando se los pone.

Uno de los aciertos de “Un reloj y dos chales” es la separación del texto en brevísimos capítulos de una o dos páginas, que comienzan siempre al inicio de una carilla dejando espacios en blanco entre página y página: aíslan los momentos narrados y denotan el paso del tiempo: el de toda una vida que parece contarse en fotos fijas, en instantes decisivos.

El cuento de Mesa es inefable, advertimos su perfección sin comprender el porqué. Esa perfección parece surgir de la levedad del relato, de cierto aire trágico que no se enfatiza en ningún momento sino que se diluye, lenta e inexorablemente, a lo largo de las páginas hasta el sosegado final.

"Martín Sánchez juega a su antojo con las figuras del autor, el narrador y los personajes, reales o ficticios"

En cambio, “La historia de Agatha”, de Pablo Martín Sánchez, da un giro al proponer una historia de no ficción en el cual el protagonista es el propio Martín Sánchez, quien se encuentra en Nottingham, Inglaterra, pasando sus vacaciones en un piso que ha intercambiado a un profesor universitario. Allí lee casualmente el libro de Melville Cartas a Hawthorne y queda fascinado por la historia de Agatha, hasta el punto de emprender un viaje a Liverpool, lugar donde tuvo lugar el último encuentro entre ambos escritores en 1856.

En Liverpool, Martín Sánchez, acompañado de su mujer, recorrerá la ciudad buscando vestigios de Melville. Hasta que ella se canse, se marche al hotel y él continúe en solitario, caminando por las calles sin rumbo cierto. Un anciano misterioso que lo ha seguido durante toda la jornada se le acerca. “Llámeme Cockburn” —afirma, y le tiende la mano—. “¿Usted también hace la ruta Melville, verdad…?”

Poco más puede contarse de “La historia de Agatha”, ya que a partir de la irrupción de Cockburn el relato está cuajado de sorpresas y cambios del punto de vista. Martín Sánchez juega a su antojo con las figuras del autor, el narrador y los personajes, reales o ficticios, en un relato al cual bien podría aplicarse aquella cita de Scott Fitzgerald: “A veces dudo si soy un ser real o el personaje de uno de mis cuentos”.

En suma, los libros referidos en este artículo encarnan la metaliteratura: la literatura que habla de sí misma, aquella que se divierte bordeando los límites entre la verdad y la ficción hasta desdibujarlos por completo.

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Autor: Sara Mesa y Pablo Martín Sánchez. Título: Agatha. Editorial: La uÑa RoTa. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Ricardo LLadosa

Ricardo Lladosa (Zaragoza, 1972). Estudió Economía, Derecho y Lenguaje y técnicas de Vídeo y Televisión en las universidades de Zaragoza y Maastricht (Holanda). En la actualidad es director financiero. Desde 2013 escribe sobre literatura en el suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón y en Zenda Libros. En 2015 fue finalista del premio de relatos de la fundación Iluminafrica. "Madagascar" (Anorak, 2017) fue su primera novela. Más tarde publicó "Un amor de Redon" (Fórcola, 2019). Su última novela es "Roma en el bolsillo" (Funambulista, 2023). @ricardolladosa

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