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El mundo visto a los once años - Miguel Delibes
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El mundo visto a los once años

Siento pena al cerrar la última página de El camino de Miguel Delibes. No es sólo la emotividad, la sabiduría e inteligencia que hace nacer este gran autor en sus obras. No. Es porque volver a leer este librito ha sido una delicia. Al escribir estas líneas, me pregunto qué no se habrá dicho ya sobre...

Siento pena al cerrar la última página de El camino de Miguel Delibes. No es sólo la emotividad, la sabiduría e inteligencia que hace nacer este gran autor en sus obras. No. Es porque volver a leer este librito ha sido una delicia. Al escribir estas líneas, me pregunto qué no se habrá dicho ya sobre esta obra maestra.

Delibes explica la vida desde la pureza y la sencillez del pensamiento de un niño de once años que está a punto de abandonar el valle que ama para emprender sus estudios en la ciudad. Esa es la voluntad de su padre, “el Quesero”, quien quiere ver “progresar” al hijo en la vida. La novela se desarrolla en un microcosmos rural que explica, tal vez, el mundo sin salir de las aparentemente limitadas fronteras de unas montañas. Delibes cuenta una historia, como alguien que ha estado escuchando y observando toda su vida. Los momentos, grandes o insignificantes, acaban configurando una existencia. Con todo lo contradictoria que pueda ser el alma humana, El camino se me antoja un elogio de la sencillez. Armonía y elegancia que comulgan con el paisaje como eje vertebrador.

"Lo entrañable de esta novela es que no los ves bajo ese trágico tamiz ocre y pardo que en ocasiones inunda las escenas de posguerra, sino con una luz vívida, apaciguadora y alegre"

Esa última noche, antes de partir, el joven protagonista Daniel “el Mochuelo” recuerda —y con él Delibes—, la vida de su pequeño valle donde viven sus mejores amigos, Roque “el Moñigo” y Germán “el Tiñoso”. Una vida que se narra por anécdotas cotidianas, ocurrentes y en ocasiones divertidas, con esos peculiares golpes de humor tan propios de Delibes.

Allí, en aquel enclave, todos tienen motes que al final resultan tan familiares que son inseparables de los personajes, pues “aquel pueblo administraba el sacramento del bautismo con una pródiga y mordaz desconsideración”. El lector acaba viendo a esos aldeanos. De hecho estoy convencida de que han existido, en algún lugar. O en muchos. Y lo entrañable de esta novela es que no los ves bajo ese trágico tamiz ocre y pardo que en ocasiones inunda las escenas de posguerra, sino con una luz vívida, apaciguadora y alegre. Lo cual no significa que la tragedia, de vez en cuando, planee por doquier; pero, ¿qué es si no la vida? La diferencia es la naturalidad con la que aquí convive con todo lo demás.

“Los domingos y días festivos Paco el Herrero se emborrachaba en casa del Chano hasta la incoherencia. Al menos eso decían la Guindilla mayor y las Lepóridas. Mas si lo hacía así, sus razones tendría el herrero, y una no desdeñable era la de olvidarse de los últimos seis días de trabajo y de la inminencia de otros seis en los que tampoco descansaría. La vida era así de exigente y despeinada con los hombres”.

Procedencia Fundación Miguel Delibes (AMD, 120, 42)

Cuántas mujeres y cuánto pasado habita en esas contenidas hermanas apodadas “las Guindillas”, y qué paradójicas lecciones discurren en ellas, especialmente la que dirige la batuta de la rectitud moral. Puede imaginar uno su enjuta figura, oscura y delgada, de perfil aguileño. Qué entrañable es don José el cura, un gran santo que posee la sabiduría y templanza de los años, y en ocasiones siente pena por ese pueblo, tal vez como el mismo Delibes. Parece que uno vea la cara de este sacerdote, mientras confiesa armado de paciencia a la Guindilla mayor de cosas que ella no ha cometido pero que “podía haber cometido”.

—Don José, no sé si me podrá absolver usted. Ayer domingo leí un libro pecaminoso que hablaba de las religiones en Inglaterra. Los protestantes están allí en franca mayoría. ¿Cree usted, don José, que si hubiera nacido en Inglaterra, hubiera sido protestante?”

Don José, el cura, tragaba saliva:

—No sería difícil, hija.

—Entonces me acuso, padre, de que podría ser protestante de haber nacido en Inglaterra.”

Procedencia Fundación Miguel Delibes (AMD, 120, 25)

A través de paisajes y paisanajes uno retoma viejas memorias almacenadas desde la propia niñez en los pueblos de los abuelos. A los olores, a la luz y a las horas detenidas. La infancia, ese lugar donde todos arraigamos, antes de convertirnos, la mayoría de veces, en otras personas. Y me refiero al hecho de seguir sendas que no siempre queremos seguir.

“No era Daniel, El Mochuelo, quien reclamaba a las cosas al valle, sino las cosas y el valle quienes se le imponían, envolviéndole en sus rumores vitales, en sus afanes ímprobos, en los nimios y múltiples detalles de cada día.”

El valle que describe Delibes a través del Mochuelo es un lugar apreciado y se asemeja a un libro abierto. Tan solo los entresijos del alma surgen en forma de dudas, o certezas. Decisiones que se toman con los sentidos y no siempre con la razón. Una corriente que fluye, eternamente intacta. Una vida que discurre sin hacerse demasiadas preguntas salvo quizá desde la mente de Daniel.

“La gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle, contemplar el conglomerado de prados, divididos en parcelas y salpicados de caseríos dispersos.” “Al Mochuelo le agradaba aquello más que nada, quizá, también porque no conocía otra cosa. Le agradaba constatar el paralizado estupor de los campos y el verdor frenético del valle y las rachas de ruido y velocidad que la civilización enviaba de cuando en cuando, con una exactitud casi cronométrica.” “El pueblo sin duda, era de una eficacia sobria y de una discreción edificante.”

Daniel y sus tres amigos conversan sobre lo que tres niños algo asilvestrados de su edad podrían hablar. Se comprenden, siendo los tres diferentes. De ellos el más curioso es el Mochuelo, mientras los otros dos parecen saberlo ya todo sobre el futuro. Vivimos con él su progresivo aprendizaje sobre la naturaleza de las personas. Su primer amor, “la Mica”, la única mujer del valle que tenía “cutis” y su primer desamor. Sus preguntas ante la vida, tan simples y complejas al mismo tiempo.

“La cigüeña no trae los niños entonces, ¿verdad? Ya me parecía raro a mí —explicó—. ¿Por qué mi padre va a tener diez visitas de la Cigüeña y la Chata, la vecina, ninguna y está deseando tener un hijo y mi padre no quería tantos?»

Procedencia Fundación Miguel Debiles (AMD, 132, 1, 78)

"Todo estaba allí, en aquel valle"

El Mochuelo aún es demasiado joven para sentir pena por aquel pueblo. A su edad cree haber vivido ya lo más importante y que no hace falta más. Está enamorado del valle. De la fortaleza de Paco “el Herrero” dominando la fragua. Del repicar de las campanas, el zumbido de los lejanos trenes penetrando en la espesura, la forma de la montaña —el monte Rando— y el olor a humedad de los atardeceres. Le pesa todo lo que va a perder al alejarse para poder “progresar” en la ciudad. Daniel cree que olvidará el canto de los pájaros, o ese curioso sonido que emiten las perdices al arrancar el vuelo.

“¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo?” “El vuelo de las perdices, al volar, tenían que hacer “Prrrrr” y no podía hacer de otra manera. Se lo contó a su amigo, el Tiñoso, y discutieron fuerte porque Germán afirmaba que era cierto que las perdices hacían ruido al volar, sobre todo en invierno y los días ventosos, hacían “Brrrrr” y no “Prrrrr”.

Inteligencia, sentido del humor, toque nostálgico. Todo ello armado con un lenguaje cautivador, y a la vez llano, pero adjetivado de forma extraordinaria, sugerente. Todo esto y más se encontrará el lector en este maravilloso libro que destila ternura y sapiencia, gracias a este genial autor que entiende como nadie el mundo rural. La interpretación sencilla y sublime de un universo que bien podría aplicarse a la vida, repitiendo esquemas. Quizá el resto tan solo hacemos más compleja la forma y la presentación de nuestros actos, pero la esencia es siempre la misma, y don Miguel Delibes parecía conocer eso muy bien. Tal vez por ello a lo mejor no le hizo falta “progresar” más de lo que ya lo hizo. Porque todo estaba allí, en aquel valle.

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Mi más sincero agradecimiento a Miguel Delibes de Castro, hijo de nuestro ilustre genio castellano, y a Javier Ortega Álvarez, director de la “Fundación Miguel Delibes” por haberme facilitado las entrañables imágenes que ilustran este texto.

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Susana Rizo

Soy historiadora del arte-documentalista, y prisionera de Zenda desde sus orígenes. Escribir es un reto constante, y este lugar es el mejor para aprender, pues estoy rodeada de maestros.@SusanaRizo5

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