Pirenaica, de Ander Izagirre, es una crónica de una ruta en bicicleta por los Pirineos de costa a costa en la que hay de todo: montañas medio mágicas y hombres medio osos, un pueblo de pescadores chiflados y un Tour sin un solo cuerdo, una aldea cubista y un viento surrealista, osos eslovenos y peregrinos coreanos, una guerra que empezó por una señal de Stop y otra que acabó por tres vacas, monstruos tímidos y camareros gruñones… En Zenda te ofrecemos algunos fragmentos de ese viaje.
4ª ETAPA: ISABA > LARUNS
EL CAMINO DE LOS PACTOS
—Ya te has vuelto a liar —me dijo ayer Simon, un inglés que lleva media vida en Isaba.
Salí del hostal al supermercado, para comprar unas frutas y unos picoteos, y a la vuelta tomé otra calle empedrada distinta. Subí, giré a la derecha, giré a la izquierda, bajé, subí, volví a girar, quise atajar por una calle que me llevó a una plazoleta cerrada, retrocedí y me paré un momento para mirar alrededor, para buscar el camino del hostal, sin darme cuenta de que lo tenía justo a mi espalda. Tenía el hostal y tenía a Simon, con su sonrisica.
En el casco antiguo de Isaba no hay más de dos o tres casas en línea recta. Las calles se tuercen enseguida con otras casas levantadas en curva, en diagonal, en ángulos agudos, de manera que cortan cualquier pasillo para los vientos. En Isaba se nota el frío pirenaico incluso en una tarde de verano a treinta grados: no se nota en la temperatura del aire, sino en esa manera en que el pueblo se apretó y se retorció para protegerse. Las casas tienen muros gruesos de piedra gris, tejados muy inclinados, chimeneas que parecen torreones. Y están tan pegadas que los vecinos casi podrían pasarse la sal de la ventana de una casa a la de enfrente.
Isaba, en el extremo norte del valle de Roncal, está al pie de las montañas y al pie de las Ateas de Belagua y las Ateas de Belabarze. Ate significa «puerta» en euskera. Las ateas, claro, son desfiladeros.
«Desfiladero» me parece una de las palabras más bonitas del castellano.
Y este inicio de etapa, uno de los más logrados de todo el Pirineo: salgo del pueblo, atravieso una rendija entre montañas y entro a un territorio nuevo. La promesa de cualquier viaje, cumplida en quince minutos.
En las Ateas de Belagua todavía resisten tres arcos de piedra sobre el río. El tercero es el puente de Otsindundua, y un panel dice que se trata de una obra vulgar, sin atractivos arquitectónicos, pero tan eficaz como para resistir las turbulencias de cinco siglos. Por este arco pasaban los pastores con sus ovejas hacia los pastos de altura, pasaban los leñadores, los carboneros, las emigrantes. Por eso los vecinos honran la memoria del albañil Joanes Beltrán y su ayudante Pedro Pérez, porque en 1568 no construyeron un monumento pero sí esta obra imprescindible para la vida de miles.
Pero ¿por qué hicieron este camino, si va directo a la muralla de los Pirineos, a un circo rodeado por cumbres de dos mil metros? Porque estas montañas nunca fueron suficiente frontera. Porque los caminos —tan humildes, tan sudados, tan humanos— superaron la cordillera paso a paso. A través de las montañas, los roncaleses y los ansotanos iban con sus animales al mercado de Mauleón; y los suletinos peregrinaban a la ermita de la Virgen de Zuberoa, en Garde, para que sanara a las mujeres endemoniadas (!). Entre 1880 y 1935, quinientas, seiscientas o setecientas mujeres jovencísimas de los valles de Roncal, Ansó y Hecho se reunían todos los otoños en Belagua y cruzaban la frontera para ir a las treinta fábricas de alpargatas de Mauleón. En 1911 había 933 navarras y aragonesas entre las 1581 obreras que trenzaban las suelas de cuero, cosían las telas y pasaban los cordones. Miles de alpargatas viajaban en tren a las minas del norte de Francia, donde los mineros gastaban un par a la semana, y en barco a Argentina, donde las compraban los emigrantes vascos. Las mujeres trabajaban cinco o seis meses en Mauleón, desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, comían migas, sopa y como gran lujo un poco de bacalao, así ahorraban y volvían a casa en mayo. Por sus retornos primaverales y su vestimenta negra las llamaban golondrinas.
Al norte del desfiladero se abre el valle de Belagua. Aquí, en este paraje por el que caminaban las mujeres hacia las fábricas, la historia de los humanos se parece al ajetreo de unas hormigas atrapadas en geografías colosales y empeñadas en superarlas, con ese afán tan fugaz, tan ridículo, tan conmovedor. Belagua es una pradera amplia, rodeada por bosques y por un circo de montañones calizos con nombres que retumban: Larrondo, Lakartxela, Lakora, Lapazarra, Txamantxoia. Es el fondo de una cubeta de 1000 metros de profundidad, excavada por glaciares.
Esas fuerzas del hielo ya no existen, pero modelaron el mundo y condicionaron la vida de tantos. Todavía dan algún zarpazo, cuando nieva feo, cuando sopla el viento norte y mete la niebla en Belagua.
—Cuando sopla el norte, nos viene encima la niebla y esto es una trampa mortal —me dirá Julián Gabás en la Venta de Juan Pito.
Desde Belagua, la ascensión a la Piedra de San Martín es muy sencilla. Primero, la carretera sube la pared del circo con un zigzag de rectas largas y siete curvas de herradura. Es el tramo más duro, pero tampoco mucho: ocho kilómetros entre el 6 y el 8%. En la primera curva de herradura, a 1100 metros de altitud, está la Venta de Juan Pito: casona blanca con tejado negro, chimenea muy gruesa, la mochila de algún montañero en la puerta. Por esa chimenea salían los vapores de las mujeres congeladas cuando los venteros las rescataban de la nieve y las ponían junto al fuego.
—Cuando bajaba la niebla, Juan salía de la venta y tocaba un silbato para orientar a los pastores. Por eso lo de Juan Pito. Es que aquí hay algunas zonas muy peligrosas. ¿No conoces el Cerro de las Latas? Cerca ya del collado de Arrakogoiti. Pues hay un barranco muy profundo, y allí, en días de niebla, se mataba la gente. Pusieron unos postes con unas latas colgando, así el viento las movía y los pastores ya sabían que no tenían que acercarse. Las golondrinas también venían, claro. Venían desde el valle y dormían en la venta, antes de cruzar la frontera. Pasaban por Arrakogoiti y bajaban a Santa Engracia, allí las solían esperar los guías, para llevarlas hasta las fábricas de Mauleón. Dicen que la vuelta era un espectáculo, que volvían en mayo, todas de negro, por el monte, cargadicas con todo lo que habían comprado en Francia, y aquí en la venta las esperaban los hermanos o los padres con los carros, para llevarlas de vuelta al pueblo. A veces les pillaba la niebla o una tormenta en plena montaña. Imagínate. En esa chimenea de ahí las ponían, a las mujericas, medio heladas —dice Julián Gabás, descendiente de aquel Juan, y de otros Juanes aún más remotos, porque la casa tiene escrituras de 1820 y es probable que estuviera ya antes.
(…)
A partir de Eraize la carretera se mete en el gran caos de Larra, un macizo de roca calcárea que abarca 50 kilómetros cuadrados y supera los dos mil metros de altitud. Las lluvias han ido disolviendo la caliza, han agrietado las rocas, las han fracturado, han provocado desplomes, han abierto simas como la de San Martín, una de las mayores del mundo, con una profundidad de 1410 metros y un desarrollo de 80 kilómetros en galerías subterráneas. La superficie es un laberinto peligroso para los montañeros, sobre todo en días de niebla. Crecen pinos negros, vuelan quebrantahuesos, se esconden rebecos. En 1973 le metieron dinamita a este macizo, volaron por los aires miles de toneladas de roca caliza, para extender la carretera hasta el alto de la Piedra de San Martín, a 1760 metros.
La destrucción de rocas afecta a la sensibilidad de nuestra época, pero yo no me atrevería a decirle a una de aquellas golondrinas que menuda pena de obras, que menudos destrozos para hacer esta carretera a través de las montañas. El tiempo es una barrera mucho mayor entre las personas que cualquier cordillera.
(…)
5ª ETAPA: LARUNS > ARGELÈS-GAZOST
EL CAMINO DE LOS QUE NO TENEMOS NADA MEJOR QUE HACER
Mi foto favorita de la historia del Tour de Francia es de 1913. El ciclista belga Firmin Lambot marcha a pie, empujando su bicicleta por una pista de tierra, en la subida al Aubisque. Lleva una gorra de fieltro con visera, los tubulares de repuesto anudados en los hombros, culotes cortos. Desde el borde del camino lo miran cinco pastores: dos son niños de ocho o diez años, con boina, bastón y morral al hombro; las otras tres son mujeres jóvenes, con vestidos largos. Lambot, concentrado en el esfuerzo, mira al suelo y camina rápido, con ambos pies casi en el aire. Los niños y las muchachas lo miran con un asombro profundo. Es la cuarta vez que el Tour pasa por los Pirineos, quizá es la primera que estos pastores ven pasar a unos señores empujando bicicletas montaña arriba, jadeando como perros. No son niños alegres celebrando el paso de la carrera, no animan al ciclista: lo miran impresionados, casi asustados. La foto recoge un clásico pirenaico: las apariciones de seres misteriosos ante pastorcillos.
También refleja una nueva manera de abrir caminos en la montaña: son los caminos del turismo, del deporte, de las actividades de los ociosos. Los caminos de nuestra época.
Porque las carreteras que ahora atraviesan los grandes puertos de los Pirineos franceses no se construyeron para mejorar la vida de los montañeses, de las pastoras, de los leñadores, de los arrieros, de los que se ganaban la vida en la cordillera. Esos seguían desbarrancándose por los mismos senderos de siglos. Las carreteras se construyeron básicamente para dar gusto a una señora: a María Eugenia…
(inspiración profunda)
…a María Eugenia Ignacia Augustina de Palafox-Portocarrero de Guzmán y Kirkpatrick de Closbourn y de Grévignée,
o sea, Eugenia de Montijo,
o sea, la esposa de Napoleón III, emperador de los franceses,
y por tanto emperatriz.
A doña María Eugenia Ignacia Etcétera le gustaba veranear con don Napoleón en su palacio de Biarritz. Desde la costa vasca, organizaba excursiones a las montañas y a las estaciones termales del Pirineo: Eaux-Bonnes, Saint-Sauveur, Bagnères-de-Bigorre, Bagnères-de-Luchon.
(Veranear: un verbo que revela una época nueva.)
Las propiedades curativas de las fuentes calientes y olorosas del Pirineo se conocían como mínimo desde tiempos romanos y se divulgaron durante siglos, pero fue en el XIX cuando una oleada de aristócratas se internó en la cordillera para visitar las estaciones de moda. De una estación a otra, los «turistas de calidad» (sic) cruzaban los collados a pie, a caballo o en sillas de porteadores. Aquello era demasiado tortuoso para la emperatriz y para su séquito de mariscales, generales, condesas, duquesas, marquesas y pelotilleros varios. Así que el 6 de mayo de 1860 Napoleón III firmó una orden imperial para que se construyeran carreteras aptas para carruajes por los siguientes pasos de montaña: una por el Marie Blanque, otra por el Aubisque y el Soulor, otra por el Tourmalet y otra por el Aspin y el Peyresourde.
Sí: por los puertos con los que el Tour de Francia construiría su leyenda.
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Autor: Ander Izaguirre. Título: Pirenaica. Editorial: Planeta. Venta: Amazon y Casa del libro
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