Leyendo este libro verdaderamente admirable he recordado una polémica que tuvo lugar hace algunos años a raíz de un artículo del escritor alemán Botho Strauss, publicado en el semanario Der Spiegel bajo el título Anschwellender Bocksgesang (la revista valenciana Debats [45] lo tituló como “El canto creciente del macho cabrío”, traduciendo literalmente, al igual que lo hace el original alemán, la raíz etimológica de la palabra “tragedia”), que incluía frases maravillosamente wildeanas como “la inteligencia de las masas ha alcanzado su nivel de saturación”, “la democracia necesita la presión del peligro”, “la imaginación correcta es la imaginación del poeta” y “en tiempos de oscuridad, el idioma reclama nuevas zonas de protección”: todas estas frases responden a una verdad hoy día bastante incorrecta pero que hace treinta años no lo era tanto, y posiblemente nunca hubieran levantado polvareda alguna de no ser porque el artículo de Strauss concluía anunciando la necesidad —entre platónica y stuartiana— de constituir una aristocracia intelectual, alejada de la “intelligentsia alemana de posguerra” y del sentimiento de culpa, para salvar el idioma y la cultura de su destrucción a manos de las masas: y así fue como Botho Strauss se dio de bruces con lo imperdonable. Desde el partido socialdemócrata se le calificó de “peligroso botarate”. El Comité Central de los Judíos de Alemania lo acusó, nada menos, de “relativizar el Holocausto” e incluso de ser responsable “del auge del antisemitismo”. Si uno lee atentamente su alegato, lo más peligroso que Strauss llegó a balar en las páginas de Der Spiegel fue su derecho a experimentar libremente “la superioridad del recuerdo que se apodera del hombre” y a ser parte de una cultura que abarcaba mucho más que un período oscurecido por la ariosofía y los hornos crematorios. El artículo se publicó hace ya veinticinco años, y más allá de las cuestiones de política local y de desgracia universal, yo sigo hoy, después de releerlo, tan conmovido y sacudido como cuando lo leí por primera vez; no, lo cierto es que incluso más, pues lo que entonces me parecía un clamor lejos de la manada y una profecía que aún estaba a tiempo de no realizarse lo veo ahora como una lección desatendida, cuando la actualidad —quiero precisar que durante este curso académico miles de alumnos de bachillerato habrán visto desaparecer la Filosofía y la Literatura Universal de sus planes de estudio, justamente en los años en que más importantes son las Humanidades para la formación de la personalidad y el pensamiento crítico— me hace abrirme paso con temor y amargura por la antesala de mis propias ruinas. La cultura no necesita de un estado para sobrevivir, pero sí es necesario un estado para hacerla desaparecer. Mucho me temo que ese es precisamente el estado (y diría que incluso el proceso y el proyecto) en que ahora mismo nos encontramos.
Menciono este artículo de Botho Strauss porque ese lamento suyo por una cultura que se pierde bien podría servir como una suerte de epílogo espiritual para este libro absolutamente necesario titulado La literatura admirable. Mientras lo leía he sentido, de una manera sostenida y lleno de gratitud, lo que Handke describe como “ese acontecimiento que consiste en percatarse”, que no es otra cosa que el sentimiento de la vida: percatarse, por ejemplo, de las razones por las que un hombre escribe algo y otro hombre lo lee y otro, años o siglos después, lo comenta. La imagen que se presenta ante mí al pensar en esos hombres a los que una curiosidad infantil o un impulso de juventud les llevó a leer los libros que más tarde quisieron imitar me inspira desde siempre un sentimiento de admiración, de respeto y hasta de ternura, consciente como soy del lugar que nuestra historia común ocupa en este sordo rugir del universo y también de que tarde o temprano se cumplirá la condena que pesa sobre todos nosotros, no ya como individuos aislados sino como perplejos y transitorios habitantes de un planeta. Aspiramos a comprender algo antes de marcharnos definitivamente, a sabiendas de que nunca comprenderemos lo suficiente; aspiramos a dejar una huella de tímido conocimiento perdida entre dos raptos de tinieblas, a la espera de que otro hombre prosiga nuestro camino hacia la nada, alguien que muy posiblemente todavía ni siquiera existe pero al que ya nos hermana el mismo embelesamiento ante la verdad huidiza oculta entre las cosas pasajeras. Aspiramos a ser aunque sea una sílaba en un largo y maravilloso diálogo inmortal, el llanto de Virgilio en Brindisi ante su inconclusa Eneida, el error de Dámaso al conversar con Horacio a través de Medrano, un arabesco del monito Hanumān en las lianas entretejidas por Octavio Paz. Aspiramos a ser algo que se encuentre cuando menos un poco cerca de esa sílaba. En cambio, y por más que ocupemos una misma corriente de espacio y tiempo, nada nos une a esos doblemente mortales individuos que avanzan, babeando entre risitas, antorcha y horca en mano, más allá del último punto del párrafo anterior.
El mundo en que vivimos y la tierra que ocupamos pueden perfectamente tratarse de lugares diferentes. La tierra nos brinda la metáfora eterna que pasa de mano en mano, siempre distinta bajo el cambiante lenguaje de los siglos, tanto como el pesar y el horror que sólo pueden soportarse cuando se ven fijados e iluminados por las diversas transformaciones del arte. De todo ello nos habla este libro hermoso y necesario. En un coro nada discordante, pese a la disparidad de tonos, que sigue resonando al cerrar sus páginas (y hablo de un coro porque sería injusto aislar mediante un nombre una sola de sus voces), La literatura admirable recorre en cincuenta y cuatro comentarios algunos de los muchos mundos que esta terrible y maravillosa tierra brindó a unos hombres que se empeñaron en soñar con nosotros. Nos sitúa en el lugar del que nacen los símbolos, nos abre camino por veintisiete siglos de historia señalados por quienes quisieron dejar constancia de la experiencia de ser más allá del estar, nos muestra las puertas que conducen de la tierra épicamente sufrida a más de un mundo soñado. En palabras de Jordi Llovet, ideal anfitrión y coordinador del volumen, La literatura admirable no aspira a ser un canon “exhaustivo y perfecto.” Nada, en realidad, lo es. Pero esa misma imperfección es la que nos congrega alrededor de la página impresa o nos inclina sobre el cuaderno en blanco, la que nos hace ser algo más que un barro que se rompe o una caña que piensa, la que nos lleva a esculpir este inmenso monumento a nuestra consciencia en la deriva de un universo que algún día se consumirá, como un sueño más, en su propio infinito.
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Autor: Jordi Llovet (Dir.) Título: La literatura admirable. Editorial: Pasado & Presente. Venta: Amazon y Fnac
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