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La imposibilidad de una isla - Zenda
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La imposibilidad de una isla

No es posible en unas pocas páginas hacer justicia a un libro como éste. La cantidad de temas, subtemas, propuestas estéticas, ramificaciones y reflexiones es tal que al cerrar el libro sentí la tentación de volver a empezar. Se me escapan cosas, seguro. Hay bucles que han quedado dando vueltas en mi cabeza, alusiones, imágenes...

No es posible en unas pocas páginas hacer justicia a un libro como éste. La cantidad de temas, subtemas, propuestas estéticas, ramificaciones y reflexiones es tal que al cerrar el libro sentí la tentación de volver a empezar. Se me escapan cosas, seguro. Hay bucles que han quedado dando vueltas en mi cabeza, alusiones, imágenes que se repiten, ligeramente modificadas, que uno desearía comprender, enlazar, cerrar todos los círculos.

Pero esa es precisamente la imposibilidad que constituye la esencia —una de las esencias— de la Trilogía de la guerra. Las islas no existen. Todo está conectado y por eso las posibilidades combinatorias para llegar de un sitio a otro son infinitas. Intentar establecer todas las conexiones sería como navegar unas horas por internet y pretender seguir todos los enlaces, cuatro o cinco en cada página, que dan lugar a otros cuatro o cinco cada uno y así sucesivamente. Todo está conectado y por eso en esta novela se habla continuamente de islas, pero también de puentes y de túneles, aparece el Brexit como opción imposible, porque incluso el mar, en lugar de ser una separación, une las islas: del mar salen individuos que unos días antes estaban en otro lugar, asoman a la superficie, dejan sus huellas sobre la arena o sobre la nieve, crean enlaces entre unas vidas y otras, vuelven a sumergirse. Y tampoco el tiempo es, como se suele pensar, algo que nos separa. Al contrario, el tiempo nos une, es un fluido cuyas moléculas se desplazan hacia delante y hacia atrás. La memoria acelera cada partícula, la empuja en direcciones insospechadas.

"Respiramos a nuestros muertos. Como ese padre que encuentra el flotador de su hijo desaparecido, aplica los labios a la válvula y respira todo el aire contenido en el flotador, el aire que alguna vez estuvo en los pulmones de su hijo."
Ni siquiera la muerte nos separa. Una vez más, la muerte nos une. No sólo a través de fotografías —esos recuerdos congelados y algo falsos—, las mismas partículas de los muertos se quedan ahí, junto a nosotros: los huesos de los muertos en el desembarco de Normandía se funden con la arena, y tomamos esa arena y la dejamos correr entre nuestros dedos —la vida de cada uno de esos muertos rozando nuestra piel—, y más tarde la arena se vuelve polvo y la respiramos. Respiramos a nuestros muertos. Como ese padre que encuentra el flotador de su hijo desaparecido, aplica los labios a la válvula y respira todo el aire contenido en el flotador, el aire que alguna vez estuvo en los pulmones de su hijo. Qué imagen desconcertante, tierna y terrible a la vez, como tantas que atraviesan el libro. Y como es lógico alguien respirará alguna de las moléculas de la respiración de ese padre, el aire respirado pasará de uno a otro, recorrerá ciudades, paisajes, continentes. Nada deja de estar. Los muertos nos acompañan, porque nunca se han ido. Como el espectro del padre de Hamlet, según nos recuerda Derrida, es a la vez ausencia y presencia; todos los espectros lo son. Aunque en la segunda parte una madre muerta le dice a su hijo que él sí morirá del todo porque no deja imagen ni recuerdo alguno, no es cierto. Siempre quedarán partículas nuestras, residuos, que se irán transmitiendo de una persona a otra. Los residuos, otro de los subtemas de la novela, los objetos que portamos con nosotros, los que nos rodean sin que nos demos cuenta, la taza que hemos usado —quizá de esa porcelana que se hace con huesos y que lleva a nuestros labios restos  de cadáveres—, incluso nuestro vómito (o el de George Bush o el de Marine Le Pen, en esas dos escenas hilarantes y aterradoras) expulsan de nuestro interior parte de lo que somos.

"Pero Fernández Mallo no se queda en un homenaje al maestro, sino que a partir de ese sustrato sebaldiano construye mundos sugerentes y originales."

Todo está conectado. Un paseo por la costa de Normandía podría ser infinito si recorremos cada camino y vamos creando conexiones con lo que ha sucedido en ellos, y con las personas que los recorrieron. Por supuesto, al leer esta novela pensaba en Sebald y en Los anillos de Saturno, en esa manera de entender que una trayectoria nunca es lineal y que la vida tampoco lleva un orden cronológico, esa manera de entender que todo se encuentra en una red y que cualquier vector es una simplificación grosera de la realidad. Y acaba apareciendo Sebald en la tercera parte aunque él estaba ya ahí (otro fantasma que no se irá nunca), en las digresiones, en el gusto por los planos y las fotografías. Pero Fernández Mallo no se queda en un homenaje al maestro, sino que a partir de ese sustrato sebaldiano construye mundos sugerentes y originales, reflejos brillantes de la extrañeza que genera la conciencia, trazando arcos que van de la guerra civil española al desembarco de Normandía —también habría que hablar de la guerra como generadora de memoria, como eso que nos une entre continentes y épocas—, del África de Livingstone y Stanley a Nueva York, y más lejos aún, a la Luna, a través de ese cuarto astronauta al que nunca vimos. Y de la realidad a la ficción, una y otra vez, porque los personajes reales, los descubrimientos científicos y los hechos históricos se anudan con invenciones del autor, de manera que realidad, ciencia, filosofía y ficción parecen ser fragmentos del mismo tejido, de la misma red, insertarse en la vida y la memoria de formas similares. Porque, ya lo he dicho, todo está comunicado, todos los seres vivos y sus conciencias lo están de alguna manera. Y yo ahora, después de leer la Trilogía de la guerra, no podré dejar de imaginar que en ciertos encuentros alguien me susurra, como algunos personajes de la novela, “dame el fuego” y yo responderé “toma el fuego”. Y pensaré en los incendios que arrasan África; y en casas que se queman bajo las bombas o por un cortocircuito, un mundo ardiendo y generando nubes de humo que iremos respirando, pasando de nuestros pulmones a los de otros. Un incendio, eso es también este libro, una forma de retomar el edificio literario que estaba ahí y prenderle fuego, no para destruirlo, sino para convertirlo en otra cosa. “Toma el fuego”, nos dice Agustín Fernández Mallo. Y no nos va a ser fácil saber qué hacer con toda la energía que desprende.

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Autor: Agustín Fernández Mallo. Título: Trilogía de la guerra. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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José Ovejero

Buena parte de mi vida adulta la he pasado en el extranjero. Ahora vivo en Madrid. Mi primera publicación fue un libro de poemas narrativos sobre Henry Morton Stanley. Luego vienen un ensayo sobre Bruselas, un libro de cuentos y una novela. Esas cuatro publicaciones marcan lo que va a ser un rasgo de mi trabajo: la exploración de los distintos géneros. Mis libros han recibido diversos premios, y quizá los mejores años en este sentido hayan sido el 2012 y el 2013. Mi ensayo La ética de la crueldad obtuvo en esos años el Premio Anagrama, el Premio Bento Spinoza y el premio Estado Crítico. Y mi novela La invención del amor recibió en 2013 el Premio Alfaguara. Mi última novela, por ahora, es La seducción. joseovejero.com

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