Zenda ofrece el comienzo de la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte, Los perros duros no bailan: un relato policial humorístico y dramático al mismo tiempo, una historia de supervivencia en un mundo políticamente incorrecto donde la lealtad es puro instinto y la violencia, regla de vida. La novela llega a las librerías el 5 de abril.
1.- El Abrevadero de Margot
Mi amo creía que peleaba por él, pero se equivocaba. Siempre peleé por mí. Debido a mi raza y a mi carácter, soy un luchador nato: en aquel tiempo pesaba cincuenta kilos, medía setenta y cuatro centímetros de las patas a la cruz y poseía una boca con fuertes colmillos en la que habría cabido la cabeza de un niño. Nací mestizo, cruce de mastín español y fila brasileño. Cuando cachorro tuve uno de esos nombres tiernos y ridículos que se les ponen a los perrillos recién nacidos, pero desde aquello pasó demasiado tiempo. Lo he olvidado. Hace mucho que todos me llaman Negro.
Agilulfo —un podenco flaco, filósofo y culto que sabe de estas cosas— asegura que nací para el combate; que soy un guerrero antiguo con una estirpe gladiadora tan vieja como la historia de los humanos. Por lo visto, mis antepasados destriparon osos y lobos en las montañas, leones en el Coliseo, acompañaron a las legiones romanas y despedazaron bárbaros en las selvas de Germania y el limes del Danubio, cazaron indios en el Caribe y esclavos negros fugitivos en las selvas amazónicas. Todo un currículum, dice Agilulfo. Quizá por eso, añade, los perros de mi casta, ya desde cachorros, tenemos ojos de viejo, alma llena de costurones y mirada resignada, hecha de siglos de sangre y fatalidad. El hombre nos hizo asesinos, o casi. Y lo sabemos.
—Salud, Negro.
—Salud, colega.
—¿Un sorbito de anisado?
—Nunca digo que no a eso.
—Pues tú mismo.
Fue Agilulfo quien primero me habló de la desaparición de Teo y Boris el Guapo. Yo había ido esa noche, como de costumbre, al Abrevadero de Margot, junto a la destilería de anís que vierte su desagüe en el río, y estaba allí dándole lengüetazos al canalillo, pensando en mis cosas. Sin demasiado éxito.
En los últimos tiempos, pensar me supone mucho esfuerzo. Mi cabeza ya no es lo que era. Las ideas y los recuerdos van y vienen, y las cicatrices viejas que tengo en el hocico, las patas y el lomo parecen volverse frescas. Envejezco, supongo. En nosotros los perros ocurre rápido.
—¿Qué piensas, Negro?
—No sabría decirte.
Agilulfo me observaba atento, cada vez más preocupado. En ocasiones —y esto pasa con frecuencia— me quedo en blanco, o absorto con algo fijo y clavado en la cabeza, y el cuerpo me hormiguea con un temblor extraño. Eso ya no es la edad, sino la memoria. No en vano durante dos años me estuve ganando la vida en lo que llaman peleas de perros, ya saben: un círculo —el Desolladero, en jerga perruna—, un montón de humanos sudorosos y vociferantes apostando dinero, y dos púgiles de ojos enloquecidos enfrentándose a dentelladas. A vida o muerte. Y tales cosas no ocurren y se olvidan sin más.
—A ratos pareces ido, Negro. Como si no estuvieras aquí.
—A lo mejor es que no estoy.
Agilulfo se frotó el hocico tras un sorbo al canalillo. Ya dije antes que es un perro culto. Su dueño es un humano con biblioteca grande y que va mucho al cine.
—Estar o no estar —sentenció, grave.
—Será eso.
—Ser o no ser, como dijo el bardo.
—¿Qué bardo?
—Ni idea. Mi amo lo llama así.
—Ah.
—Escribió teatro, por lo visto.
—Vaya.
A menudo vuelvo en mí, desnudos los colmillos, gruñéndole al vacío tras creerme rodeado por gritos de humanos, humo de cigarrillos, espectros de perros a los que maté o dejé inválidos: los mismos que me infligieron en el cuerpo, y sospecho que también en algún lugar adentro, las marcas que entreveran mi pelaje oscuro. Margot la Porteña, la boyera de Flandes que se encarga del Abrevadero —limpia las basuras y los plásticos, y mantiene alejados a los gatos y sus meadas y a las palomas y sus cagadas—, cuenta que cuando se me va la olla me pongo a pelear contra el aire, como si estuviera majara.
—En tales casos, mirá —suele decir—, lo mejor es quitarse de en medio y esperar a que se calme el quilombo… El Negro metido en bronca es mucho perro, che. Te amasija sin despeinarse.
Agilulfo, que tiene más mundo y vista, sostiene que lo mío tiene que ver con esos humanos a los que llaman boxeadores.
—Ya sabes —resume—. Esos que van sonados de tanto recibir trompazos y besar la lona.
En mi caso, lo de besar la lona ha ocurrido pocas veces, y nunca como final de un combate. Por eso puedo contarlo, claro. Cuando un perro de pelea la besa de verdad, ahí se acaba su carrera y a menudo su vida. Si está malherido, lo rematan sin contemplaciones; y si todavía colea, terminará sirviendo de entrenamiento a otros que empiezan, o amarrado en un solar, un garaje o una nave cochambrosa, de guardián, roto por dentro y por fuera. Enloquecido de sed, soledad y miedo.
—Seguimos sin saber nada de Teo —me dijo Agilulfo aquella noche.
Bebí otro sorbo del canalillo y mantuve la cabeza baja y las orejas gachas, preocupado. Teo era mi mejor amigo. O lo había sido hasta poco tiempo atrás. Un sabueso rodesiano serio y fuerte, muy de fiar. Rara vez faltaba a nuestras tertulias donde lo de Margot.
—Lo vi aquí hace dos semanas —le dije a Agilulfo—. Y tú también.
—Claro que sí. Cuando te fuiste, se quedó con Boris el Guapo… Lengüetearon anís hasta tarde y se fueron charlando de sus cosas. Los vieron juntos por el pasaje de la Rata.
—¿Quién los vio?
Agilulfo contemplaba, estoico, una garrapata que le subía por la pata derecha.
—Susa.
—¿La lumi?
—Sí. Según cuenta, los dos iban relajados, moviendo el rabo.
—¿Fue lo único que movieron?
—Eso asegura ella. El señoritingo y el tipo duro, dice que pensó. Les ladró un poco, la saludaron y pasaron de largo.
—¿Sin olisquearla siquiera?
—Está muy vista.
Sonreí como sonreímos los perros, sacando un poco la lengua y resoplando dos o tres veces: arf, arf, arf. Susa era una mestiza callejera de las que nunca dicen no. Solía apostarse frente al pasaje de la Rata en busca de compañía, y raro era que no la encontrase. A veces los perrillos jóvenes acudían en grupo, y desbravaba a varios a la vez. Yo mismo, en otros tiempos, había tenido que ver con ella, como cada perro macho de la vecindad, a excepción de Rudi —alias Perlita la Dog Queen—: un delicado caniche gris perla que tocaba otra música.
—A partir de ahí —siguió contando Agilulfo— nada se sabe de ellos. Ni del uno ni del otro. Por lo visto, Boris nunca llegó a su casa.
—¿Y Teo?
—Pues parece que tampoco.
—Qué raro.
—Y que lo digas. Él es animal de costumbres.
Guardé un breve silencio. Teo vivía con una viejecita viuda, de pocos recursos, a la que vigilaba el jardinillo a cambio de comida. Solía tumbarse a la sombra de la ropa tendida.
—No lo he visto desde hace tiempo, como te digo —concluí al fin, apoyando la cabeza entre las patas—. Y la última vez apenas cambiamos media docena de gruñidos.
Agilulfo dio otro lametón al canalillo y se enjugó la trufa frotándola en mi flanco. Luego eructó con efluvios anisados antes de tumbarse cerca. Con eso de que era filósofo —ládrate a ti mismo, era su lema favorito—, solía permitirse ciertas confianzas.
—Pues tampoco aparece —comentó—. Como vivo junto a su casa, al venir eché un vistazo. La comida y el agua siguen sin tocar, en la puerta… Y en cuanto a Boris el Guapo, sus dueños pusieron avisos de desaparición hace unos días. ¿No has visto los carteles pegados en las farolas y en los árboles?
Negué con la cabeza. Había estado mucho tiempo dormitando bajo un puente del río, con un extraño rumor en los sesos. No era mi mejor semana. Lo que ignoraba era que se avecinaban días peores.
—Ahí lo tienes —Agilulfo me arrimó con la pata una fotocopia arrugada que estaba en el suelo.
Margot se había acercado a echar un vistazo curioso desde el otro lado del canalillo.
—Hasta en las fotos —dijo— sale bacán ese chucho.
—No es un chucho —precisó Agilulfo, fingidamente ecuánime—. Es un lebrel ruso de ojos dorados —hizo una pausa irónica—. Raza borzoi, o sea. Un aristócrata.
Margot emitió un estertor muy parecido a una risa despectiva. Aunque tenía dos o tres cuartos de boyera de Flandes, su acento era porteño. La había traído de la Argentina un cantante de milongas que murió al poco, o se fue, o vaya usted a saber, dejándola en la calle sin oficio ni beneficio hasta que se le ocurrió encargarse del Abrevadero.
—Todos somos chuchos, mirá. Desde que renegamos de la estirpe libre y orguchosa del lobo, el laburo de servir a los humanos nos envilese. Así que chuchos, ¿viste?… Chuchos y rechuchos.
Margot era, y lo sigue siendo, una perra resentida, áspera, feminista —ninguno de nosotros podía alardear de haberla montado nunca— y con muy mala leche. Aunque tuviera sus debilidades, como todo el mundo. Yo era una de ellas. Me trataba bien, me dejaba privar en la parte más limpia y fresca del canalillo, y cuando los diablos se me subían al tejado me permitía tumbarme allí mismo y me daba lametones en el hocico y en la tripa hasta que volvía en mí y me calmaba un poco. Luego, como para que yo no tomara aquello por lo que no era, se pasaba un par de días marcando distancias. Ahora estábamos en esa fase.
—Y más en estos tiempos de boludez y cambalache —apostilló, mirándome de soslayo— en que cualquiera se vende por un miserable hueso.
—Incluso por un hueso sin tuétano —apunté, guasón.
—Exacto, che. O vende a los camaradas.
—Canis canis lupus —filosofó Agilulfo.
Me observaba con intención —estaba al corriente de mi pasado—, y yo aparté la mirada con el pretexto de estudiar la fotocopia. Y allí estaba, en efecto, Boris el Guapo con su largo pelo sedoso y limpio, el hocico distinguido, los ojos color de oro aterciopelados y petulantes, su collar antiparásitos al cuello además del otro, el superexclusivo de cuero trenzado, con todas las chapas reglamentarias imaginables: vacuna de la rabia, vacuna del moquillo, vacuna de todo. Un colega cuidado y de buena familia.
Perdido perro que responde al nombre de Boris, debía de decir el texto. Se gratificará, etcétera. No estoy muy puesto en las cuentas de los humanos, pero la cifra parecía enorme, a tono con el animal, los dueños y cuanto rodeaba la vida del perro en cuestión, uno de esos mierdecillas privilegiados que nacen sobre almohadones, sólo se cruzan con hembras de pedigrí y ganan concursos de belleza canina parándose así, con posturitas elegantes en plan foto.
—Hay que reconoser —apuntó Margot, mirando también la fotocopia— que es bien chic, el ruski pelotudo.
Asentí, objetivo. Lo de Guapo no se lo decían a Boris al buen tuntún: había ganado premios y lo cruzaban de vez en cuando con espléndidas hembras de pelo rubio y largas patas, de esas que sólo ves fotografiadas en la revista Perros y Perras —Teo solía decir que tales hembras no existían, que eran de mentira, que las diseñaban los humanos con ordenador— o asomando el hocico por la ventanilla trasera de coches de lujo. Sí. A diferencia de Teo, de mí mismo, de todos nosotros, Boris el Guapo era un triunfador nato, de esos que pasan por la acera muy eguidos y obedientes al extremo de la correa de sus distinguidos amos, y a cualquier pava de raza canina se le hace el culito agua de limón. Esnob hijo de perra.
***
Me quedé hasta tarde donde lo de Margot, pensando, entre lengüetazos al canalillo. O intentándolo. Me refiero a lo de pensar. Lo cierto es que la suerte de Boris el Guapo me importaba un carajo de chihuahua, pero lo de Teo era diferente.
—Vaya forma de ganarse la vida —dijo al fin, mirándome a los ojos.
—Peor sería bailar a dos patas en un circo —respondí—. O ser perro policía.
Movió la cabeza como si apreciara la respuesta y siguió observándome, la lengua medio fuera en un apunte de sonrisa afable.
—De todas formas, resién se retiró aquí, el grandote —dijo Margot desde el otro lado del canalillo.
Teo me dirigió una mirada curiosa.
—¿Por qué?
Hablaba con calma, sin rastro de provocación.
Yo mojé el hocico y luego me lo enjugué con una pata.
—En ese oficio —dije al fin—, te retiras o te retiran.
Siguió mirándome un poco más, como si reflexionara sobre aquello. Al cabo asintió con las orejas.
—Me llamo Teo —dijo.
—Negro —respondí.
Nos tocamos una pata y seguimos bebiendo sin decir nada más. En ésas, una jauría de seis bastardos se dejó caer por el Abrevadero con ganas de bronca e intención de darle luego un repaso a Susa. Pero antes la emprendieron conmigo.
—Tú eres el que luchaba en peleas, ¿no? —ladró uno de malas maneras.
—No me acuerdo.
—Pues yo sí… Eres el puto Negro, ¿verdad?
—¿Y qué pasa si lo soy?
—Que tenemos pulgas pendientes, tío.
El comportaos, chicos, de Margot no sirvió de nada. El tiñalpa aseguró que yo había dejado inválido a un primo suyo en algún antro de apuestas. Lo cual era posible, porque nunca llevé la cuenta. El caso es que los seis eran raza desalmada, bajuna, chusqueles hechos a cazar ratas, revolver cubos de basura y atacar en grupo. Gentuza canina.
—Mi primo, tío —insistía el menda—. Jodiste bien a mi primo. Su dueño lo tiró a un pozo por tu culpa.
Al tercer lengüetazo de anisado empezaron a calentarse unos a otros, y al cabo me vinieron encima enseñando los colmillos mientras ladraban como locos. Incluso para un profesional, y yo lo era, seis a la vez sumaban muchos. Destripé a uno, le arranqué una oreja y medio hocico a otro y, resignado, resuelto a vender caro mi pellejo, me debatí lo mejor que pude mientras el resto me mordía las corvas y el pescuezo, buscándome las venas del cuello. Me estaban dejando listo de papeles.
—Lo van a masacrar esos delincuentes, che —se alarmaba Margot.
Entonces Teo, que fiel al viejo y sabio refrán canino —que cada perro se lama su órgano— había estado mirando el espectáculo desde la esquina del canalillo sin meterse donde no lo llamaban, cambió de idea y se sumó a la melé, echándome una pata. Y, bueno. Un mastín cruzado con fila brasileño y un sabueso rodesiano en el mismo bando son ladridos mayores, así que un momento después teníamos las fauces goteando sangre, a tres de los bastardos desparramados por el suelo y a los otros con el rabo entre las patas, uñas en polvorosa.
—Ni beber en paz lo dejan a uno —comentó Teo, sacudiéndose las gotas rojas del hocico.
Y allí mismo, ante la mirada aprobadora de Margot —Agilulfo, también presente, se había mantenido a prudente distancia, haciendo con las orejas la V de paz, colegas, y soltando sentencias me parece que en griego—, Teo y yo nos hicimos amigos. Los mejores del mundo. Y habríamos seguido siéndolo si Dido no hubiera entrado en nuestras vidas.
***
Cuando salió la luna y plateó el agua del canalillo, le gruñí un hasta luego a Margot —Agilulfo se había ido haciendo eses, diciendo no sé qué gilipollez sobre irse a vivir a un barril— y anduve despacio, de regreso a casa, si esa palabra cuadra al almacén del que yo era guardián.
No soy un perro inteligente, como dije. Ni siquiera listo. Y los años de Desolladero no me afinaron la claridad de ideas: a veces los sesos parecen movérseme como si estuvieran sueltos. Pero hay que ser un cánido con tan poco juicio como un caballo —esos cuadrúpedos son buenos chicos, aunque más simples que el mecanismo de una bisagra— para no darse cuenta del destino que le aguarda a un luchador cuando es incapaz de mantener el tipo. O se escabulle a tiempo, escapándose de su dueño, o lo liquidan. Le dan matarile.
Y ojo: no soy de los que desertan. Mi raza tiene sus reglas y sus lealtades. Un amo es un amo. Bueno, malo o regular, el mío me sacó de la perrera con once meses, cuando me abandonaron. Y se lo debo. Pero la lealtad de los humanos no es la misma que la nuestra. Y en las peleas de perros, para qué ladrar. Vislumbré ese futuro, o más bien la ausencia de él, con margen suficiente para curarme en salud; y antes de que los años y las fatigas me convirtiesen en despojo listo para el remate, quise demostrar que también podía ser útil fuera de la palestra.
No soy muy listo, repito. Pero más sabe un chucho por ladrado que por leído. Y ahí la jugué bien.
La ocasión se me presentó una noche, cuando un par de humanos intentaron robar en el almacén de mi amo. Yo dormitaba cerca con un ojo abierto, pues hace tiempo que no logro sobar una hora seguida, y me fue fácil saltar la valla de mi perrera, poner a uno en fuga y acorralar al otro a dentelladas contra la pared —el pringado temblaba ante mis colmillos como ante el diablo—, atronando la noche con ladridos, guá, guá, hasta que mi amo salió con un bate de béisbol y blasfemando. Luego, partidario como es de arreglar sus asuntos sin policías de por medio, le dio al caco una paliza de muerte, y yo me gané un hueso de ternera. Un hueso que estaba de puta madre.
—Lo has hecho bien, Negro —me dijo—. Buen perro.
A partir de entonces, atento a mi jubilación, cuando no estaba entrenando para una pelea o encerrado en vísperas de ella procuré mantenerme alerta frente a casos similares, hasta que mi amo se convenció de mi utilidad alternativa como guardián. Por eso, cuando empecé a flojear en los combates —flojera que exageré a propósito, observando acontecimientos—, pude conservar, además de la vida, un plato diario de comida, un hueso de vez en cuando, una vacuna antirrábica, agua fresca y libertad para tumbarme a mis anchas en el almacén y recorrer las calles cuando me apetecía, con sólo saltar la verja. Cierto es que, llegado a ese punto, podía haberme largado para vagabundear a mi aire; pero ya dije que los perros de mi casta —todos los perros, a decir verdad— llevamos en los genes ciertas reglas y ciertos códigos. Aparte que, incluso sin ellos, desertar incluía buscarme la vida en cubos de basura y callejones, a mis años —ocho eran demasiados para un perro de pelea—, con el riesgo añadido de pisar una piel de plátano y terminar cruzando la Puerta Sin Retorno: la siniestra sección de la perrera municipal de la que nadie sale.
Con un amo, sin embargo, ahí estaba yo. Convertido en perro guardián. Hasta collar llevaba: una gruesa cadena de acero que, paradójicamente, me mantenía fuera de la cárcel perruna, a diferencia de otros desgraciados, los abandonados o los infelices a los que nadie reclama, que terminan allí sus días sin otra culpa que tener menos papeles que un conejo de monte.
Ya nunca volvería a pisar el Desolladero. Nunca jamás. O al menos eso creía…
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Autor: Arturo Pérez-Reverte. Título: Los perros duros no bailan. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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