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Antonio Muñoz Molina: “Salir a la calle es un desafío” - Zenda
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Antonio Muñoz Molina: “Salir a la calle es un desafío”

Se abre la puerta y aparece Lolita, una pequeña yorkshire que alegremente saluda a los recién llegados en esta tarde luminosa de febrero en la que Madrid estrena, con mucha antelación, sus mejores galas primaverales. Hemos venido a ver a Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), que acaba de publicar su último libro y está a...

Se abre la puerta y aparece Lolita, una pequeña yorkshire que alegremente saluda a los recién llegados en esta tarde luminosa de febrero en la que Madrid estrena, con mucha antelación, sus mejores galas primaverales. Hemos venido a ver a Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), que acaba de publicar su último libro y está a las puertas de una gira promocional que le llevará, desde mañana mismo, por varias ciudades de España. No hay en la casa, sin embargo, el menor signo de ajetreo. La escritora Elvira Lindo también acude a saludar a los visitantes y los primeros minutos se dejan ir en una agradable conversación que transcurre mientras la fotógrafa prepara sus bártulos y hace las primeras pruebas con los objetivos y la luz. Por las ventanas se filtran muy suavemente los ruidos de la ciudad: el tráfico y las sirenas y el runrún de los pasos perdidos y las conversaciones concertadas o azarosas.

Es ese ruido, y todo lo que conlleva, lo que está en el mismo meollo de Un andar solitario entre la gente (Seix Barral), un libro prodigioso y sorprendente con el que Muñoz Molina ratifica su condición de Robinson urbano, confesada desde los inicios de su trayectoria, y que le afianza como miembro por derecho de esa tradición en la que se inscriben los grandes narradores de la ciudad moderna. Hay en estas páginas un trabajado collage en el que se engarzan las voces de la calle con los ecos de la literatura, las sirenas de las ambulancias con las notas de los músicos callejeros, el tono confesional de la primera persona con la amplitud de una mirada que busca desaparecer mediante la inmersión en todo cuanto le sale al paso. Es un libro fragmentario, como fragmentaria es la realidad que percibimos, y cuyas páginas condensan, sin desvelarlas nunca del todo, las luces y las sombras que configuran la contradictoria personalidad de nuestra época. Tomamos asiento en una amplia sala de estar. El sol vespertino ilumina con cálida tibieza los perfiles de la mesa y las estanterías de la biblioteca que se adivina en el cuarto contiguo. Lolita, tan atenta como cortés, se acomoda a nuestro lado para estar bien pendiente de todo. 

La primera cuestión que plantea este libro es la del género al que se adscribe. ¿Usted lo considera una novela, un ensayo, un híbrido entre una cosa y otra, un collage?

No lo sé. Hay un elemento de novela, y es que hay un personaje de ficción, que es fundamental. Es un personaje que aparece como hilo de todo el libro y que cobra más sentido en la segunda parte, en la caminata hacia el Bronx. Pero no sé por qué hay que esforzarse en buscar nombres…

Los autores no tienen que hacer ese esfuerzo, pero a los entrevistadores nos gusta meternos en esos berenjenales.

Ah, pues venga [se ríe]. ¿A ti qué te parece?

"Yo no siento la necesidad de darle un nombre, porque si tú pones algo a la entrada parece que estás indicando una forma de lectura."

Yo no creo que la novela se pueda resumir en una definición estricta, muchos menos si se piensa que es un género que viene reinventándose desde sus orígenes.

Claro, ésa es otra. Yo no siento la necesidad de darle un nombre, porque si tú pones algo a la entrada parece que estás indicando una forma de lectura. Para mí es importante que el lector atraviese los mismos espacios de incertidumbre que atravesaba yo durante una gran parte del proceso de la escritura. Me pasó una cosa parecida cuando estaba escribiendo Sefarad. Me decía: «¿Esto qué es?». Y no sabía responderme.

Uno de los rasgos que hacen que este libro sea tan potente es precisamente esa sensación que tiene el lector de estar asistiendo a la construcción de algo que va cobrando forma a medida que avanza.

Sí. No es que yo quisiera hacer exactamente eso, pero sí quería mantener la sensación de lo improvisado, de lo que va sucediendo, de lo que va apareciendo. Al principio del libro El faro del fin del Hudson ponía una cita de Virginia Woolf que para mí es fundamental: «¿Sería posible mantener la libertad de un borrador en la obra terminada»? Es decir, ¿se puede mantener esa libertad del tanteo y de la búsqueda, del ensayo al fin y al cabo, en su sentido primitivo? Según fui viendo que esto podía ser un libro, que tardé bastante en verlo, me gustaba esa idea de que el lector pudiera sentir que estaba participando en el tanteo, como cuando a veces oyes a un músico que tú ves que está tanteando. Es algo que se ve mucho en el jazz, pero que también se ve en otros casos, como en la última sonata para piano de Beethoven. Ahí Beethoven consigue convertir en partitura fija el proceso de la improvisación. La estás escuchando y ves que cambia de dirección, que sigue un hilo que parece que se le acaba de ocurrir. Una sonata tiene una forma perfectamente establecida, es como un soneto, pero en esa pieza Beethoven, que era admirado como un gran improvisador, de pronto consigue mantener en el trabajo hecho, en la partitura completa, la sensación de incertidumbre, de búsqueda y de tanteo, y de libertad, que hay en la improvisación.

"Una novela, sobre todo si hablamos de las novelas de género, es una organización, la creación de una forma sólida y firme, pero a mí, aunque admiro mucho esas formas cerradas y perfectas, me gusta más la sensación de estar asistiendo a algo que no se sabe en qué va a concluir."

Me traía apuntada la referencia al jazz porque en alguna ocasión usted se refirió, no recuerdo si en sus artículos o en su blog, a esa capacidad de los intérpretes para salirse de lo establecido, para trazar nuevas rutas por su cuenta sin atenerse a la partitura. Un andar solitario entre la gente parece, en ese aspecto, un desquite.

Claro. Exactamente. Una novela, sobre todo si hablamos de las novelas de género, es una organización, la creación de una forma sólida y firme, pero a mí, aunque admiro mucho esas formas cerradas y perfectas, me gusta más la sensación de estar asistiendo a algo que no se sabe en qué va a concluir, que no se sabe por dónde va a ir, que va a tomar quiebros… En eso, uno de los ejemplos de libertad máxima sigue siendo el de Cervantes en El Quijote. No porque él quisiera ser libre, sino porque no sabía lo que estaba haciendo, sobre todo en la primera parte, porque eso que estaba haciendo él no se había hecho antes. Está tanteando. Llega alguien, le cuenta una historia, la recoge… Tiene una cosa muy de improvisación y de imperfección… Como algo que tú sientes que no está previsto, que va llegando.

Lo primero que me atrajo de este libro fue su atrevimiento. Luego me di cuenta de que ese atrevimiento es una constante en su trayectoria. Muy rara vez sus libros han repetido un mismo modelo. Poco o nada tenía que ver Beatus ille con El invierno en Lisboa, y tampoco Sefarad se parecía a La noche de los tiempos, ni éste a Como la sombra que se va

Porque yo creo que, si la experiencia no te sirve para conquistar libertad, ¿para qué te sirve? No me refiero sólo a la experiencia en la literatura. Para no ponernos demasiado profundos, vamos a decir que es más bien la acumulación de experiencias que uno tiene a sus espaldas cuando ha cumplido ya una edad. Lo que admiro de la gente que se hace mayor, digamos que sin fosilizarse, es que adquiere una especie de libertad salvaje.

La desinhibición.

Sí, es como una desenvoltura. Dentro del libro hay un personaje que no tiene nombre, como casi ninguno, que es un pintor que está inspirado en mi amigo Juan Genovés. Una vez que fui a su casa, lo que más me impresionó fue su libertad. Acababa de cumplir ochenta años y le pregunté cuál era la diferencia que notaba entre el modo en que entendía su trabajo en aquel momento y el modo en que lo había entendido cuando era joven. Él me contestó que ahora era completamente libre, que no le importaba nada lo que dijesen y que además tampoco le importaba que le saliese mal un cuadro. Si le salía mal uno, ya le saldría mejor otro. Esa libertad de intentar no ya buscar cosas nuevas, sino estar abierto a lo imprevisto, me parece maravillosa. Fíjate que con este libro pasó una cosa parecida a lo que me ocurrió con el anterior. Cuando empecé a escribir Como la sombra que se va, estaba con otra novela que abandoné porque de pronto surgió aquello otro. 

"Aquella novela era una cosa inteligible para mí y estaba comenzando a darle forma en el ordenador, pero de repente apareció esta distracción que me interfería, eso de ir recogiendo papelillos, tomar notas…"
 En el caso de Un andar solitario entre la gente, yo acababa de terminar una novela que había escrito entera a mano, algo que nunca había hecho. La había estado escribiendo durante un año y de pronto empecé con esta manía de apuntar las cosas, de detenerme a escuchar lo que sucedía alrededor, y al principio pensé que esas anotaciones tendría que incorporarlas a la versión en limpio de la novela, pero me di cuenta de que se trataba de otra cosa. Aquella novela era una cosa inteligible para mí y estaba comenzando a darle forma en el ordenador, pero de repente apareció esta distracción que me interfería, eso de ir recogiendo papelillos, tomar notas… Pensaba que ambas cosas tenían que integrarse, pero luego me di cuenta de que lo que me apetecía era lo otro, y me dejé llevar. Me dejé llevar sin saber hacia dónde, claro, porque yo tardé mucho en pensar que eso podía ser un libro, y tardé más todavía en encontrar la forma. Te puedo enseñar todos los cuadernos que tengo, que dan para varios libros.

Sí. Poco a poco el lector se va dando cuenta de que el caos es aparente, de que todo obedece a un orden.

Hay una selección tremenda. En medio de toda esa proliferación, que se mantuvo durante todo el tiempo, fui encontrando poco a poco un hilo, una forma posible, que sólo acepté cuando estaba ya muy cerca del final. Había visto unas posibilidades muy distintas, había visto incluso la posibilidad de una trilogía, y cuando por fin se me ocurrió que habría una parte en la que volvería a aparecer ese personaje principal para hacer esa especie de peregrinación a lo largo de Nueva York, vi que podía haber dos partes, pero eso ocurrió cuando llevaba casi un mes trabajando allí, en esa ciudad, sobre un material que ya tenía y que seguía creciendo.

Me ha dicho que no es partidario de poner marcas que indiquen al lector la dirección que debe seguir, pero aquí hay tres bastante explícitas: las citas iniciales que corresponden a un verso compartido entre Camoens y Quevedo, que es el que da título al libro [«Um andar solitário entre a gente» / «Un andar solitario entre la gente»], y a una reflexión de Joyce [«Un libro no se debe proyectar de antemano: a medida que uno escribe irá tomando forma, sometido a los impulsos emocionales de uno»]. A medida que el lector avanza, se da cuenta de que son tres citas que enmarcan todo el libro.

Y también está en la segunda parte la de Emily Dickinson [«¡Yo no soy Nadie! ¿Quién eres tú? ¿Eres Nadie también tú?»]. Cuando encontré la cita de Joyce me dio mucha alegría, porque vi que se parecía a lo que yo quería hacer. La de Quevedo era un verso que me gustaba mucho, y luego descubrí que en realidad era un verso de Camoens que Quevedo incorpora con toda normalidad.

Digamos que Quevedo lo hizo a modo de homenaje.

Sí. La idea de originalidad de Quevedo no era la que tenemos nosotros [risas]. A mí siempre me llamó mucho la atención ese verso, porque no suena al siglo XVII ni al siglo XVI, sino más bien al siglo XIX, como mínimo, porque implica la ciudad. Es un verso que implica la ciudad moderna, que es la de un caminante desconocido. En el Madrid de Quevedo, que era prácticamente una aldea, no era posible el caminar solitario, porque todo el mundo te conocía. Llevaba muchos años con ese verso en la cabeza, y ese título también influye en la forma final del libro.

"Cito en el libro esa película de Fritz Lang, M, el vampiro de Düsseldorf. De nuevo, lo que hace el asesino que interpreta Peter Lorre es un andar solitario entre la gente."

La ciudad como espacio en el que disolverse en los demás, pero también en el que encontrarse con uno mismo.

Sí, sí, exactamente es eso. Lo que tiene la ciudad es la simultaneidad inmediata. Me he dado cuenta de que salir a la calle era un desafío inconsciente: salir a la calle, mirar lo que tienes delante y preguntarte: ¿Esto cómo lo cuento? ¿Esto se puede contar? ¿Esto cómo se registra? ¿Cómo se puede transmitir eso que tú dices, ese carácter tan raro de la ciudad, que está llena de belleza y de horror, en la que desapareces y en la que es más probable que encuentres aquello que tú eres o lo que buscas? Al ponerse a trabajar en eso, te das cuenta inmediatamente de que ese impulso inmediato de percepción forma parte, en realidad, de una tradición. Es la tradición que viene de los inicios de la literatura moderna, de la primera vez que un escritor se plantea contar la ciudad como tal, no como escenario de fondo, sino como materia, que es algo que empieza por De Quincey y conforma una cadena de la que forman parte Charles Dickens, o Wilkie Collins, o Arthur Conan Doyle. Y está, claro, Stevenson. Te das cuenta de que, lo quieras o no, lo sepas o no, formas parte de una tradición de la que también se apoderaron la fotografía y el cine. Cito en el libro esa película de Fritz Lang, M, el vampiro de Düsseldorf. De nuevo, lo que hace el asesino que interpreta Peter Lorre es un andar solitario entre la gente, sólo que él de vez en cuando se carga a una niña.

Esa tradición, a su vez, otorga sentido a una realidad que se presenta desprovista de discurso.

Es una tradición que te ofrece un modelo, un ejemplo, y que también te ha educado la sensibilidad. Por eso lo último que hay en el libro es el relato de esa especie de iluminación, de la primera vez que yo estaba en Granada y de pronto vi la ciudad como un espacio de…

"Hay muchas referencias literarias, pero me parece importante subrayar que el valor de esas referencias es una aproximación para lograr una percepción más intensa y más clara de lo real o inmediato."

Justamente ahí hay otra referencia. Hay reminiscencias muy claras de los artículos que usted publicó en el Diario de Granada y que recopiló en El Robinson urbano.

¡Claro! El primer artículo de El Robinson urbano, que lo escribí hace cerca de cuarenta años, empieza diciendo: «La mejor literatura de la modernidad la han escrito los grandes robinsones urbanos». También son inclinaciones de la propia personalidad. Hay muchas referencias literarias, pero me parece importante subrayar que el valor de esas referencias es una aproximación para lograr una percepción más intensa y más clara de lo real o inmediato. Para mí sería una frustración enorme que este libro fuera interpretado como un dar vueltas y vueltas de manera autorreferencial a lo literario. Espero que De Quincey o Walter Benjamin no sirvan para elucubrar sobre ellos y sobre el escritor y sobre todas estas cosas un poco solipsistas, sino que las menciones que aparecen a su vida y a su obra configuren un instrumento desde el que fijarme en la narración, desde el que lograr esa narración de lo real.

La segunda parte del libro, con esa caminata hacia la casa donde Edgar Allan Poe vivió en el Bronx, es la que da un sentido definitivo al conjunto.

Sí, ésa es la puesta en práctica de toda la teoría previa.

Lo importante no es la casa en sí, sino el hecho de ir hacia ella.

Efectivamente, lo importante es llegar a ella. Si yo voy a la casa de Poe en metro, la cosa no tiene interés, o tiene un interés mucho más limitado. Para mí lo importante es ese viaje, y además previamente eso implica una tarea de despojamiento personal, un desentenderse del yo. Cito en el libro a un fotógrafo, Garry Winogrand, que decía que él cuando hacía fotos por Nueva York se olvidaba completamente de sí mismo. Él desaparecía en las fotos que estaba haciendo. Parece que estamos continuamente explorando nuestro yo, y en esa caminata hay un despojamiento del yo, un intento de convertirte en una cámara, porque también eso tiene que ver con la salida de la depresión. La depresión consiste en encerrarse en el yo.

La depresión es otra presencia constante en el libro. Y, pese a ello, Un andar solitario entre la gente es un libro luminoso. La depresión recorre buena parte del libro, pero no es un libro depresivo.

Una de las cosas que hace la depresión es alimentarse a sí misma. Tú no prestas atención al mundo exterior, porque estás completamente sumergido y ahogado en ti mismo, en tus propias obsesiones, en el circuito cerrado de tu desgracia. Cuando sales al mundo, de pronto parece que te despojas de ese peso, que es un peso literal. Es lo que dice esa expresión tan vulgar, pero tan precisa: «Me quité un peso de encima». Es que realmente te quitas un peso de encima, y tienes la ligereza suficiente para ir por la ciudad no obsesionado con tus cosas, sino libre de ellas, de modo que cualquier cosa se puede convertir en motivo de interés.

"Todo está ahí, la belleza y la basura, y dices: ¿Con qué me quedo?"

Hay en el libro un componente de claustrofobia, materializado en esas páginas en las que se cobra conciencia del ruido que nos envuelve.

Todo está muy mezclado, y creo que eso es lo que la ciudad te enseña, sobre todo la ciudad moderna: todo está junto, y la soledad feliz de pronto deriva en invisibilidad angustiosa, y en vulnerabilidad, y la contemplación se convierte en espanto. Cuando el teléfono se me quedaba grabando por error, al activar el registro me daba cuenta del ruido pavoroso que me había estado rodeando sin que en muchos casos lo advirtiese. Todo está ahí, la belleza y la basura, y dices: ¿Con qué me quedo?

Hablando de basura, hay una frase lapidaria: «El gran poema de nuestro tiempo se escribirá con materiales de desecho».

Eso lo dice uno de los fantasmas que aparecen por estas páginas, y es una declaración de principios.

Una declaración de principios que se manifiesta en los apartados en los que usted enumera titulares de prensa o eslóganes publicitarios. Estamos rodeados por una realidad autodesechable.

Sí, pero al mismo tiempo muy expresiva. Piensa que esa basura también está en el principio del collage, que es un arte del siglo XX. A mí Picasso me gusta por partes, me gusta especialmente esa parte que tiene entre 1910 y 1915 en la que se dedicó a experimentar con el collage, a hacer esculturas con lo que encontraba por la calle. Para mí tiene una obra maestra, que es la cabeza de toro. Hay dos versiones, a mi juicio una buena y otra pésima. La versión primera, que es el collage en sí, me parece espléndida: un sillín de bicicleta y un manillar forman una cabeza de toro, te pongas como te pongas. Del encuentro de esos dos residuos surge una obra de arte, porque se convierten en una representación inmediata, parece una cabeza de toro primitiva. Luego la idea le gustó demasiado y lo hizo en bronce, pero al hacerlo en bronce ya se convierte en otra cosa, a mi entender, y pierde el filo original. Eso lo ha hecho mucha gente a lo largo de todo el siglo XX: aprovechar los residuos para crear a partir de ellos otras cosas.

En este libro no sólo hay collages literarios. También hay collages literales.

En el libro hay fotos de fragmentos de collages míos que ha hecho Miguel [Sánchez Lindo], y es muy interesante. Él no hizo reproducciones de collages, sino fotos que él fue tratando para darle otro giro a la cosa.

"Uno planifica una novela, pero ¿y la maravilla de dejarte llevar?"

En muchos momentos, la lectura de este libro me recordó a otro que usted publicó recientemente y al que se ha referido antes. Hablo de El faro del fin del Hudson [Lindo&Espinosa-Oficio Ediciones, 2015].

Sí. Eso fue un proyecto que al principio iba a ser más grande, pero que se quedó ahí y finalmente se acabó convirtiendo en esto. Era también otra cosa compulsiva. Tiene que haber un elemento de compulsión y de descontrol en el proceso creativo. Cuando yo noto que alguien controla mucho algo, casi inmediatamente deja de atraerme. En una época yo bajaba maniáticamente al río Hudson, que estaba al lado de nuestra casa en Nueva York, y me daba una caminata. Cada día caminaba más tiempo, y me dedicaba a mirar el río. No porque tuviera un proyecto literario, porque yo iba pensando en otras cosas, pero cada día me asomaba al río, y cada día el río era de una manera. El Hudson es en realidad un estuario, por lo que tiene corrientes que hacen que el flujo vaya para arriba y para abajo. Uno no se fija en estas cosas, y un día me di cuenta de que el río iba al revés. Era porque estaba subiendo la marea. Hasta ese momento yo bajaba al río para darle vueltas a otros proyectos que tenía, pero a partir de entonces sólo pude fijarme en el río. Comencé a ver que el agua cambiaba cada día, y me di cuenta de la cantidad de cosas que arrastraba el río: trozos de madera, troncos enteros de árboles, televisores, ruedas de coche, millones de hojas secas, condones… Vamos, a los condones los llaman Hudson River White Fishes [«los peces blancos del Hudson»], de tantos como hay [risas]. Hay de todo y a mí me fascinaba. Había un tipo, al que por fin conocí después de mucho buscarlo, que se dedicaba a hacer esculturas con todas esas cosas que arrojaba el río. De pronto aparecían esculturas en la orilla que él había dejado allí. Eran efímeras, porque el viento las tiraba o se las llevaba la marea o las destrozaba algún desaprensivo. Me propuse dar con él y un día por fin lo vi. Iba el tío con una bicicleta arrastrando una especie de remolque lleno de ramas, tuberías… Le pregunté si era él el que hacía esas esculturas y le dije que a mí me gustaban mucho, y él me dijo que sí con aire huidizo y siguió su camino. Era un misántropo. Esa cosa del aprovechamiento de lo que sale al paso, de aprovechar lo que aparezca, me entusiasmó. Uno planifica una novela, pero ¿y la maravilla de dejarte llevar? Muchas de las historias que hay en el libro son historias que iban pasando según lo escribía.

Pero es verdad que estamos acostumbrados a que muchos autores que, como usted, tienen a sus espaldas una trayectoria sólida y gozan de reconocimiento, se acomoden en los esquemas conocidos. Por eso resulta tan encomiable esa voluntad de seguir arriesgando.

No es voluntad, realmente. Es más bien una disponibilidad, un estar a la espera, el creer que algo interesante puede pasar siempre. Es la disponibilidad que tiene un fotógrafo. Un fotógrafo, salvo que atienda a un encargo, está abierto a la casualidad. Una gran parte de las mejores fotografías se han hecho por azar. Tú estás alerta, y esa alerta está interiorizada. Hay una peliculilla extraordinaria de Cartier-Bresson en la que va con su cámara por Nueva York de tal modo que casi parece un carterista. Esa disponibilidad implica que vas mucho por la calle, que vas mucho solo…

"¿Cómo vas a escribir sobre lo inmediato sin que sea fragmentario?"
 Recuerdo una cosa que decía Norman Mailer: un artista joven empieza siendo un pájaro que está en una rama y mueve mucho la cabeza y se va fijando en todo y aprovecha que nadie lo mira; luego al pájaro lo canonizan y se convierte en un león que está en el centro de la escena, rugiendo, y al que todos miran, pero sin que él pueda mirar. A mí lo que me gusta es la disponibilidad flexible. Las cosas van por un camino, pero pueden ir por otro. Un libro puede ser más corto o más largo. Todo depende de con quién hablas, de lo que vas viviendo, de la manera en la que te dejes llevar.

Ese atender a la realidad era una de las características que definían su blog, que cerró hace unos meses y que a mi modo de ver también deja notar su influencia en este libro. No sé si piensa retomarlo. 

No, yo creo que los proyectos empiezan y terminan. A mí me gustó mucho durante un tiempo, y llevas toda la razón en que probablemente haya una influencia mayor de lo que yo pienso, sobre todo por haberme acostumbrado a escribir sobre lo inmediato de manera fragmentaria. Claro, ¿cómo vas a escribir sobre lo inmediato sin que sea fragmentario? El blog se alimentó de algo que ha estado siempre en mí, que es ese amor por lo abierto y por lo fragmentario, y al mismo tiempo me educó. Pero bueno, todo tiene su final. Igual se me ocurre otra cosa.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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Borja
Borja
4 meses hace

Vaya. Es uno de los pocos literatos -y yo diría que uno de los escasos españoles en general- que reconoce perfectamente ciertos aspectos favorables de nuestro país y ciertos aspectos negativos de Europa… que representan anatema para la izquierda y los secesionistas… quizás porque, a diferencia de Mendoza, no viajan lo suficiente. En fin. !Qué equivocado estaba Ortega con su monserga doctrinaria antiespañola y su frase «España es el problema y Europa la solución»!

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