Esta entrevista comienza en el lugar equivocado. ¿Qué sentido tiene hablar de literatura en un hotel, ante una mesa decorada con claveles color rosa? ¿De qué sirve el hilo musical cuando, al pergeñar sus personajes, Kike Ferrari escucha las ruedas de un vagón raspar las vías mientras barre la basura que otros dejan a su paso en el andén? Por eso el argentino accede, coge su chupa y baja a la estación más cercana, Sevilla. Bajo tierra, todo parece más claro, aunque haya que gritar para hacerse entender.
Kike Ferrari no vive de la literatura. Se gana la vida limpiando la estación Uruguay de la línea B del metro de Buenos Aires, un empleo que tiene desde hace cinco años y que alterna con su oficio de escritor. Pasa el día cambiando bolsas de basura, empujando con una escoba la suciedad que otros dejan a su paso. Luego, ante su ordenador, completa una obra en la que se mezclan el cuento, la novela y la crónica. Con Ferrari no se puede hablar sentadito ante un vaso de agua con gas. Mejor buscar otro lugar. Mejor salir de aquí.
A última hora de la mañana de un martes, a Kike Ferrari le da igual el enjambre de pasajeros que aprietan el paso rumbo a otro lugar. Gente en tránsito, histérica o taciturna, hacia otro sitio. Mientras el resto se agolpa, se evita o se empuja en los pasillos, Ferrari se cuenta. A eso ha venido a España. A promocionar su libro Que de lejos parecen moscas (Alfaguara), una novela negra que se ha convertido en un fenómeno de culto y en el que ruedan el dinero fácil al mismo tiempo que los neumáticos de un BMW, y las prostitutas, y la cocaína, y el viagra. Un tapiz de exceso, impunidad y pudrición. En sus páginas, Ferrari relata la vida del señor Machi, el dueño de un pequeño imperio en Argentina, alguien que hizo su fortuna en la dictadura militar y luego la afianzó bajo los dos primeros gobiernos de la democracia casándose con la hija de un terrateniente. A Machi todo le sale bien. El poder que acumula así lo garantiza. Hasta que ocurre algo: la aparición de un cadáver en el maletero de su coche.
Rodeado de marquesinas, Kike Ferrari no sonríe. Al menos no ante la cámara. Más que posar, él y sus tatuajes parecen buscar pelea. Cuando la Leika del fotógrafo no apunta, Ferrari vuelve a ser el hombre educado que cogió su cazadora y se marchó del hotel para conceder una entrevista en los andenes del metro. Alguien que tira de humor y mordacidad, que no escatima en palabras ni ideas. Eso sí: risas las justas, al menos para la foto. Nació en Buenos Aires, en el barrio de Almagro, en 1972. Cuatro años antes de que el general Videla diera un golpe de Estado contra Isabel Perón. Casi veinte antes de la llegada de Carlos Menem a la Casa Rosada. En aquellos, los años más ásperos del militarismo y la posterior eclosión del peronismo insepulto, Kike Ferrari descubrió a Salgari. Después de leerlo no quiso ser pirata. Quiso ser el tipo que los había inventado.
Sentado junto a la vía, alzando la voz cada vez que llega un tren, Kike Ferrari habla de literatura, eso que le importa y para lo que ha nacido. Él, que se refiere a sí mismo como un proletario, traza una estampa de la tradición literaria que lo precede y del mapa de la novela contemporánea de la que, dice, no termina de formar parte. Ferrari no se anda con rodeos. Cada palabra que elige coloca una mina en el camino, como quien dice: pisá, pisá… que ahora te cuento yo. “Soy un hombre con convicciones políticas firmes, pero firmes… ¿eh?”, advierte.
Ferrari comenzó a leer muy joven. En el camino ha hecho de todo, desde amasar pan en un obrador hasta marcharse a Estados Unidos, de donde regresó tras ser deportado. Ha escrito el libro de relatos Nadie es inocente y las novelas Operación Bukowski, Lo que no fue (Primera Mención del Premio Casa de las Américas en 2009), Punto ciego —en coautoría con Juan Mattio— y Que de lejos parecen moscas, una radiografía social de la Argentina en la que creció y que en 2012 recibió el Premio Memorial Silverio Cañada a la Mejor Ópera Prima Criminal en la Semana Negra de Gijón. Escribe en revistas y blogs literarios de todo el ámbito de la lengua española como el fanzine Juguetes Rabiosos, las revistas La Granada, Sudestada, Marea Popular, Cosecha Roja y Notas (Argentina), Casa de las Américas (Cuba), Visión y Fiat Lux (España). También colabora con regularidad en El Andén, la revista del sindicato de los trabajadores del subterráneo de Buenos Aires, del que fue delegado de base.
—Compagina su oficio de escritor con su empleo limpiando el metro. ¿Desde hace cuánto trabaja en el subterráneo?
—Hace cinco años, desde 2013. Trabajé cuatro años en horario nocturno. El subte en la noche es interesante, porque no hay gente. Es el set de una película de ciencia ficción, pero desmontado. Llegás cuando la fiesta ha terminado. Ahora trabajo de tres de la tarde a nueve de la noche, lo cual da una perspectiva distinta. Ahora tengo otra visión con la gente —el sonido de un tren que llega al andén cubre la voz de Ferrari, lo domina todo. Del vagón salen decenas de viajeros que ejecutan su ruido de multitud—.
—¿De qué forma ambos oficios visibilizan lo que se pierde entre la gente?
—Trabajar de noche en el subte es como la literatura. Es un diálogo en diferido. Llegás a la estación en la noche y por lo que encontrás, sabés cómo ha sido el pulso de la ciudad. Un ritmo del humor social que aprendés a decodificar según lo que ves. Un lugar que es todo vértigo, que es siempre de paso —en el andén contrario llega otro tren, con su sonido chirriante y metálico—. Las personas usan todo el día el metro sin conocer jamás una estación concreta. Están de paso por ellas. Yo, en cambio, trabajo en una sola estación. Habito un lugar de tránsito y en ese sentido es extraño. Desarrollás una relación de obsesión. Mirar y mirar: cómo está el suelo, qué aspecto tienen las vías, cómo están los tachos…
—¿Qué es más potente para usted: la cantidad de historias que escucha y se pierden o la concentración en una tarea que le permita escribir sin papel, mentalmente?
—La ventaja que tiene el trabajo manual es ése: podés desconectar. Si además de escribir, fuese profesor universitario, no podría pensar en una novela mientras trabajo. Los budistas barren para llegar al Nirvana. Si practicas un ejercicio repetitivo, podés soltar la mente. Nosotros hacemos algo parecido. Cambiado bolsas de un tacho de basura no estoy pensando en eso. Es un trabajo que puede hacer un mono también. Así que me dedico, depende del día, claro, a pensar en la creación de un personaje, en la estructura.
—Usted ha sido panadero, limpiador de metro… Ha tenido muchos oficios. ¿En qué se parecen a la escritura?
—Escribir es un oficio que requiere un montón de esfuerzo físico y mental. Implica aprendizaje, romper hojas y también la inocencia. Todos los que avanzamos en el oficio de escribir llega un punto en el que no podemos leer de la misma forma. Ya yo no me subo más a una historia como lo hago con las películas. Yo veo las películas con inocencia, pero no leo los libros con inocencia. Leo los libros con una pinza en la mano para aflojar los tornillos. Son objetos. A veces tengo que regresar treinta páginas en un libro porque, preocupado por las herramientas técnicas, me pierdo de la historia. Haber tenido una relación tan temprana con el mundo del trabajo manual asalariado me sirvió para relacionarme de esta manera con la escritura. Hay quienes lo hacen de manera distinta, porque su experiencia vital es otra, pero esta es la mía. Realmente pienso en la literatura como en un taller. Un objeto se desmonta y se vuelve a armar.
—Ya ve, la escritura tiene algo de orfebrería, de carpintería.
—La carpintería es el mejor símil que se adapta a la escritura. Uno tiene un material que debe aprender a trabajar, que es el lenguaje, y hay unas herramientas que debes saber emplear. Cuando debes usar el mazo no vas a usar el martillo. Donde van clavos no pueden ir los tornillos. Hay una sabiduría asociada. Si tenés una madera y una lija, tenés que saber usarlas. Cuando dominas y sabes elegir herramienta y el material correcto es cuando te haces eficaz, tanto para confeccionar una mesa como para escribir. Son análogos.
—Su primera novela la publicó en el 2004, un año después de la deportación.
—Aquella era una novela de iniciación. En ella contaba la historia de un personaje se va de Buenos Aires a los Estados Unidos. Se trata de alguien que está en un momento crítico de su vida, y su fuga hacia adelante es la escritura. La forma de salir de su crisis vital es meterse de lleno en la literatura —aunque entre esta pregunta y las anteriores han llegado otros trenes, el que llega ahora suena mucho más fuerte—.
—Vamos, que es su historia.
—La escribí en el momento en que decidí que, yo también, quería dedicarme de lleno a escribir. Es cierto que ya lo hacía, a su manera. Escribí desde muy temprano: poemas de chico, también relatos. Cuando tuve una banda, escribí las letras de las canciones. Había hecho cosas alrededor de la literatura, sin meterme de lleno en ella.
—Escribía cuento, incluso antes que novela.
—Es lo que mejor hago. Es lo que sé hacer. Soy un gran cuentista. Siempre digo que, como novelista, me robé la plata. Porque escribir cuentos es una de las cosas que sé hacer, que realmente sé hacer.
—La estructura de Que de lejos parecen moscas está concebida así, como relatos amparados en otro mayor.
—Son pequeñas secuencias. Un cuento largo a los que suman cuentos paralelos. Cada uno de los capítulos, si los metés en un libro de cuentos, funcionarían de manera independiente. Lo que escribo, esa estructura de secuencias, tiene más que ver con el cine, más que ver con Tarantino que con Hammett.
—Ha dicho antes que un escritor es un lector que ya no puede leer de la misma forma. Usted es un escritor joven, de alguna manera ha sido un lector joven.
—Empecé a leer muy pronto. Aunque en casa había libros, mi papá no leía mucho. El primer libro completo que leyó fue uno mío. Pero un día, cuando yo tenía como siete años, mi padre, que trabajaba en una panadería, llegó a casa y me dijo: «Vení, que te traje un regalo. Préstame atención, porque no es una pelota. Esto es lo que nos separa de los monos». Y me regaló Sandokán. Todavía tengo la edición, es de tapa grande, un libro con láminas, con una descripción de la vida de Salgari. Era un libro tremendo. Quedé fascinado.
—¿Por qué?
—Cuando lo terminé, yo no quería ser pirata, quería ser un tipo capaz de escribir eso que Salgari había escrito. Me debo un tatuaje. La frase final que le deja Salgari a los editores: los saludo rompiendo la pluma. Ese libro fue fundamental en mi construcción como lector y mi construcción personal. Todo lo que uno necesita saber de la vida, de la amistad, de la moral, de la vida, está en Sandokán. Después vino Marx, pero lo que necesitaba saber está allí. Ese es el primer recuerdo que tengo de querer escribir.
—El personaje de Que de lejos parecen moscas, este tipo que acumula dinero, poder, parece el retrato de la Argentina de Menem.
—En el momento en el que la escribía no fui consciente. Luego, hablando con Juan Mattio, un amigo con el que cotejo textos, me di cuenta de que ese es el sino de mi generación. No importa de qué hablemos: siempre estamos hablando de Menem. No hacemos más que contarnos la sociedad en la que nos hicimos adultos. Aunque la novela esté ambientada en un tiempo más reciente, creo que retrata el neoliberalismo de los noventa, lo que en Perú fue Fujimori: la nueva burguesía que además de derechas, es rancia, bruta e ilustrada. A ver, que la derecha de mi país fue Sarmiento…
—¿Se refiere a Jesús Domingo Sarmiento?
—Ese mismo. Una de las grandes plumas de nuestro país, un tipo lleno de contradicciones. Aparece en ese momento previo a la modernización del capitalismo…
—El XIX. Era el tiempo de los autócratas liberales que poblaban América: Benito Juárez, Guzmán Blanco…
—Sarmiento era un hombre brutal. Lo llamaban «el loco». Alguien que decía que no ahorraran sangre de gaucho, que sólo sirve para regar la tierra.
—Usted, que se define como un escritor proletario, ¿escribe con una conciencia social? ¿Por eso elige el género negro?
—Eso lo supe después. Así como perdí la inocencia como lector, no soy tan consciente de los alcances de mi tarea.
—¿En qué sentido?
—Cuando escribo trato de concentrarme en tres cosas: la historia que quiero contar. Yo no quiero hacer fábulas, quiero contar historias. Eso es lo primero, la historia. Luego, me centro en los personajes. Lo tercero es el lenguaje. Lo otro, que sería el sentido del relato y que se construye con esos tres elementos, es algo de lo que no soy del todo consciente. De hecho, las primeras lecturas hablaban de mi novela como una crítica social, la crítica contra el sistema.
—De eso hay, bastante.
—Claro que eso está en mí. Soy un hombre con convicciones políticas firmes, pero firmes… ¿eh? —aclara—. Pero cuando me senté a escribir no estaba hablando de eso. No me di cuenta. Yo pensé que estaba haciendo una de Tarantino. Suele ocurrir: el sentido se construye solo. Otra cosa es Ricardo Piglia o Roberto Bolaño, que tenían mucha claridad sobre de qué estaban hablando. Yo me doy cuenta después…
—La tradición detectivesca tiene arraigo en Argentina. Borges o el mismo Piglia, que acaba de mencionar.
—Eso es algo que no me interesa mucho como autor. Empezando porque el personaje investigador no me parece válido ni para mi país ni para mi contexto histórico. Incluso esa idea del periodista que investiga (escribí una novela a medias con mi amigo Juan Mattio usándolo) me parece forzada. Me interesa más la narrativa del crimen que la de la investigación. Hay una definición de Camarasa que se refiere al género criminal y no policial. Es una definición más práctica y efectiva donde podría entrar lo que yo escribo.
—Usted llegó a España de la mano de Paco Camarasa y de Carlos Zanón, dos entusiastas de su obra.
—Para mí es un orgullo. Paco era de los tipos que más sabían del género. Era un bárbaro. Y Carlos, que es una de las voces más fuertes de las que están dando vueltas en este momento y que es un tipo que consigue lo que muy pocos de nosotros: que cada texto nuevo suyo sea mejor que el anterior. También le ocurre a otro autor, Marcelo Luján, que me parece el caso más brutal. En cada texto también se supera a sí mismo.
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