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Muertes pequeñas, de Emma Flint - Zenda
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Muertes pequeñas, de Emma Flint

Basada en hechos reales, Muertes pequeñas, de Emma Flint, nos cuenta una historia de amor, moralidad y obsesión, al mismo tiempo que analiza la capacidad que tiene todo ser humano para el bien y el mal. A continuación os ofrecemos un adelanto del libro. 1 Las escasas noches en las que consigue conciliar el sueño, vuelve a...

Basada en hechos reales, Muertes pequeñas, de Emma Flint, nos cuenta una historia de amor, moralidad y obsesión, al mismo tiempo que analiza la capacidad que tiene todo ser humano para el bien y el mal. A continuación os ofrecemos un adelanto del libro.

1

Las escasas noches en las que consigue conciliar el sueño, vuelve a ponerse en la piel de la mujer que fue.

Por aquel entonces rara vez dormía con un camisón limpio, la almohada mullida y la cara brillante, embadurnada de crema. Algunas veces se despertaba en una cama revuelta, con alguien que roncaba a su lado; otras muchas lo hacía sola, en el sofá, rodeada de botellas casi vacías y ceniceros casi llenos, con la piel saturada del humo rancio y el maquillaje del día anterior, el cuerpo dolorido, la mente vacía. Entonces se incorporaba con una mueca, consciente del dolor que sentía en el cuello y del sabor triste y agrio en la boca.

Ahora no se despierta con el aturdimiento típico del dolor de cabeza ni con la confusión de una noche turbia tras de sí, sino con una forzosa claridad. Sus días empiezan con una sirena, voces estridentes, sonidos metálicos, gritos. Con olor a lejía y orina arañándole la garganta. En estas mañanas no queda sitio para los recuerdos.

 

En aquella época se abría camino por el pasillo todas las mañanas y preparaba café en la cocina. Encendía el primer cigarrillo del día y escuchaba cómo el mundo cobraba vida a su alrededor: el estallido de la radio de Gina en el piso de arriba, los pesados pasos de Tony Bonelli en las escaleras. Puertas que se cerraban, coches que arrancaban. Los gritos de Nina Lombardo a sus hijos al otro lado del rellano.

Entraba en el baño y cerraba la puerta con pestillo. Hacía ya más de un año que Frank se había ido, pero ella seguía sin confiar en su privacidad. Se quitaba la ropa del día anterior y se aseaba en el pequeño lavabo: las manos, la cara, las axilas, bajo los pechos, entre las piernas. A veces sentía su propio olor, ese olor añejo y ocre que seguía considerando indiscutiblemente suyo y que tanto la avergonzaba cuando se despertaba acompañada.

«Como una perra en celo, ¿eh, cariño?»

Se frotaba entre las piernas con la esponja azul rugosa, fuerte, tan fuerte que dolía, y luego más fuerte aún. Se secaba, tensando el muslo con la palma de la mano, haciendo que pareciera firme durante unos instantes, para luego soltarlo de golpe y devolverle su ondulante forma habitual. Colgaba la toalla, se ponía el albornoz y recorría de nuevo el pasillo hasta la cocina, donde se servía el café; pensaba en el azúcar del tarro, pero nunca llegaba a echárselo en la taza.

Entonces volvía al dormitorio y se ponía unos pantalones y una camisa. Si le tocaba trabajar en el turno de tarde del Callaghan, sacaba el uniforme, lo colgaba fuera del armario y buscaba hilos sueltos y manchas. Una blusa almidonada, planchada el domingo por la tarde. Una falda demasiado ajustada. Los zapatos alineados, con las puntas juntas y los tacones demasiado altos para que la camarera de un bar los llevara puestos toda la noche. Pero le daban un brillo especial que hacía aumentar las propinas y ayudaba a que las horas pasaran más rápido.

Se encendía otro cigarrillo, se ponía las zapatillas de estar por casa y se llevaba el café de vuelta al cuarto de baño. Solo entonces, despierta, atenta, sintiéndose protegida por la ropa, se atrevía a mirarse en el espejo.

Primero la piel. Siempre primero la piel. En los días buenos estaba pálida y suave como una fotografía en blanco y negro. En los malos, las manchas y viejas cicatrices le asomaban en la tez y debían disimularse. Colocaba la taza en el borde del lavabo, le daba otra calada al cigarrillo y lo apoyaba en el cenicero que tenía en el estante.

Todas las mañanas se aplicaba la base del maquillaje con unos dedos que le temblaban más o menos en función de la impresión que hubiera sentido al ver su imagen en el espejo o de la noche que hubiera pasado. Había días en los que las manos le temblaban y sudaban tanto que el maquillaje le quedaba irregular, y otros en los que su piel tenía tantas marcas que no conseguía arreglarla ni con dos capas de base. Esos días se abofeteaba la cara mientras se aplicaba el maquillaje. Castigándose. Se miraba a los ojos en el espejo mientras lo hacía. Con la fuerza suficiente para hacerse daño, pero no para dejar marca.

Después venía el colorete, esparcido sobre la familiar careta. Fruncía los labios, pasaba la brocha bajo los pómulos y mantenía los ojos entornados hasta que la cara del espejo le devolvía la imagen de un óvalo borroso en el que las líneas de color eran iguales. Ya estaba bien. Parpadeaba, cogía el lápiz, se concentraba. Primero las cejas: unos arcos altos y sorprendidos que enmarcaban sus ojos alargados. Luego la sombra, el delineador lí­quido, las tres capas de rímel. Trabajaba como una artista: mezclaba, difuminaba, oscurecía los colores. De vez en cuando daba una calada al cigarrillo o tomaba un sorbo de café. Un último toque de polvos; una gruesa capa de pintalabios; un buen cepillado, hacia arriba; un poco de laca. Y listo. Por fin podía mirarse en el espejo y ver su rostro completo.

Por fin era Ruth.

 

Ahora está con otras diecinueve mujeres temblando en una habitación alicatada mientras se acurruca bajo un chorro de agua tibia. Veinte pastillas de jabón verde barato. Veinte toallas finas colgadas de veinte ganchos oxidados.

Cierra los ojos, se aísla del eco de los gritos, los cantos, los improperios. Intenta convencerse de que está sola y se concentra en la ducha. Nunca se siente lo suficientemente limpia. En su primera semana pidió un cepillo de uñas; ahora hunde las cerdas en el jabón y se concentra en los fragmentos de color verde viscoso que va frotando y convirtiendo en espuma, una espuma fina que crece entre su palma y el cepillo. Después se frota la cara como solía hacerlo en el colegio de monjas: hasta que le arde la piel. Vuelve a cerrar los ojos y se ve a sí misma con trece años. Diminuta, plana, con el pelo lacio y la piel grasienta, cubierta de espinillas y granos. Nota el agua salpicándole en la piel, igual que entonces; percibe el mismo olor a lejía y vapor de agua, y de pronto ya no tiene claro dónde está, aunque sabe que eso, en realidad, no importa.

Cuando los guardias le griten que se mueva, abrirá los ojos, cogerá su áspera toalla y se frotará la piel hasta que le escueza.

Después sostendrá en lo alto el minúsculo espejo que le han permitido tener y se irá mirando la cara, por partes; verá el brillo, la piel grasienta, las marcas… y sabrá que aún está siendo castigada.

Solo de vez en cuando acercará el espejo hasta los ojos —rá­ pidamente, como para no ver lo peor— y se alisará las cejas; se llevará un dedo a la boca y luego lo pasará por las pestañas, curvándolas hacia arriba; se secará parte del brillo e intentará reconocerse en su reflejo. Esas pequeñas vanidades son lo único que le queda.

Se viste rápido con la ropa interior grisácea y el traje de algodón que le dieron, y se pone un jersey porque no consigue librarse del frío. Espera la inspección —de su litera, de su celda, de ella misma—, y llega la hora de desayunar.

Hubo un tiempo en el que desayuno era sinónimo de imágenes de revista con tazas de café, tostadas calientes y refulgentes toques de mantequilla. Con una madre, un padre y unos niños despeinados con bigotes de leche. Con sonrisas y besos, y con el comienzo de un día normal. Ruth creyó que aquellos pensamientos la ayudarían a mantenerse alejada de allí hasta que comprobó que las ideas alegres siempre regresan de noche, y que la luz de aquellas sonrisas matinales solo la empujaba a la oscuridad. Ahora se concentra en un solo instante. En el eco de los sonidos del hueco de la escalera. En las frías barandillas metálicas. En el tacto de la bandeja y los cubiertos de plástico. En el olor a huevos, gachas y grasa. En el sabor del café amargo y en el ruido de trescientas veinticuatro mujeres masticando a la vez.

Hay toda una retahíla de momentos como este, alineados uno tras otro como las cuentas de un rosario. Ruth solo tiene que ceñirse a uno cada vez, y así el resto desaparece y ella puede acercarse a la biblioteca y desearle buenos días a Christine. Christine es la bibliotecaria, está condenada a cadena perpetua y por ello tiene ciertos privilegios. Era maestra de escuela en Port Washington hasta que mató a su marido con una picadora de hielo y un cuchillo de cocina.

Christine tiene casi sesenta años: esbelta, morena, indefectiblemente amable y serena. Su marido quiso dejarla por su secretaria, de veintidós, y ella tuvo que usar el cuchillo de cocina para matarlo cuando la picadora de hielo se le atascó en el hombro. Se salta el desayuno porque siempre intenta controlar su peso, de modo que los libros suelen estar ya apilados para cuando Ruth llega a la biblioteca.

El trabajo de Ruth consiste en cargar los libros en el carrito, con los lomos hacia fuera, y en dar cierto sentido a su ruta, pensando en lo que podría querer leer cada reclusa. Después se pone en camino y realiza su ronda, recogiendo los libros que había repartido los días anteriores y dando otros nuevos; tomando nota de quién ha leído qué y apuntando cuáles son los libros que han sido devueltos correctamente y cuáles tienen tantas hojas dobladas o se hallan en tan mal estado que necesitan tapas nuevas o, directamente, deben desecharse.

Y todos los días, mientras empuja el carrito por los distintos rellanos, se acerca a la puerta de las celdas y saluda a las mujeres que conoce, Ruth piensa en aquella última mañana. Ha aprendido a no pensar en el desayuno, pero no puede evitar seguir recordando aquella mañana. Las figuras acurrucadas en sus camas, dormitando o leyendo, siguiendo con el dedo los renglones de los libros para no torcerse durante la lectura, hacen que no pueda olvidarlo.

Aquel último día acabó de maquillarse la cara y cerró la puerta del baño al salir. Minnie daba vueltas por el pasillo y gimoteaba levemente. Ruth chascó la lengua y le puso la correa. Se calzó, cogió las llaves y salió a la calle. El aire brillaba con la promesa de otro caluroso día en Queens. Pasearon durante quince minutos; anduvieron por jardines limpios y soleados, y entre filas de edificios idénticos entre sí. Minnie tiraba de ella todo el rato y Ruth sonreía a los hombres con los que se cruzaba o saludaba a alguna mujer parapetada tras sus gafas de sol.

De vuelta en casa, bebió un vaso de agua fría, recalentó el café y se sirvió otra taza. Vio comer a Minnie durante unos instantes y decidió que ya era hora de ir a despertar a los niños.

Solo que ellos siempre estaban despiertos. Todas las mañanas, antes de correr el pestillo y abrir la puerta de la habitación de sus hijos, Ruth ya sabía lo que iba a encontrarse: en invierno ambos estarían acurrucados en la misma cama, bajo la manta azul, y Frankie habría pasado un brazo sobre los hombros de Cindy mientras le leía un cuento. Tendría los ojos fijos en aquellas pá­ ginas, el libro apoyado sobre las rodillas y seguiría las letras con la mano libre. Cuando llegara a una palabra que no sabía pronunciar, se la saltaría o miraría los dibujos y se la inventaría. Cindy tendría su muñeca en las manos, estaría chupándose el pulgar, y su mirada saltaría continuamente del libro al rostro grave de su hermano. Cuando él leyera algo gracioso o hiciera una de sus voces especiales, ella aplaudiría y se reiría.

Pero los días calurosos, como aquella mañana de julio, los pequeños estarían levantados, de pie sobre la cama de Cindy, mirando por la ventana y saludando a todos los que pasaran por la calle. Los rostros de los desconocidos devolverían siempre el saludo a ese par de sonrisitas llenas de dientes, a esas mejillas suaves y tiernas. Ruth sabía que podía estar orgullosa de sus niños. Podía estar orgullosa de sí misma, de hecho, pues los estaba educando prácticamente sola. Tenían juguetes y libros, su ropa estaba limpia y en buen estado, comían verdura para cenar todas las noches. Estaban a salvo, y el barrio era de lo más agradable: en una ocasión los niños saltaron por la ventana porque querían seguir disfrutando de la primavera, y una mujer mayor los llevó de vuelta a casa antes de que Ruth se hubiese percatado siquiera de que se habían ido. Tuvo que disimular su sorpresa. La mujer tenía una pinta algo extraña —pelo rojo y brillante, y un vestido floreado sin forma—, pero abrazó y besó a los niños antes de despedirse de ellos y verlos entrar en la casa. Era obvio que le habría encantado acompañarlos dentro, pero Ruth se mantuvo firme en el umbral, sosteniendo la puerta a modo de escudo.

—Es duro, señora Malone, lo sé. Yo también paso sola mucho tiempo. Es duro.

Su voz era áspera, tenía un fuerte acento. Alemán, o quizá polaco. Le dirigió a Ruth una mirada de desaprobación.

Ruth le dedicó una sonrisa tensa y abrió la boca para despedirse.

—Lo que pretendo decirle, señora Malone, es que si necesita ayuda solo tiene que pedirla. Vivimos aquí al lado —añadió, señalando hacia la calle con el dedo—. Número 44. Pásese en cualquier momento.

Ruth dejó de sonreír y la miró directamente a la cara.

—No necesitamos su ayuda. Estamos bien.

Y cerró de un portazo. Fue hasta la cocina, cogió aquella botella que nunca abría antes de las seis de la tarde y se tomó un trago largo. Después entró en la habitación de los niños, que la estaban esperando, y les dio una bofetada con sus manos diminutas. Porque la habían hecho beber. Por la forma en que la anciana la había mirado. Porque estaba muy cansada de todo.

Aquella última mañana, escuchó una leve risita mientras se acercaba a la habitación. Corrió el pestillo y oyó un ruido sordo: sus hijos acababan de saltar de la cama de Cindy y se dirigían hacia la puerta. Cuando abrió, Frankie pasó corriendo junto a ella y giró a la derecha para ir al baño. No quería usar más el orinal de Cindy. Ya era mayor, dijo, casi tenía seis años. Cindy solo tenía cuatro; aún era su bebé. Ruth se inclinó y la cogió en brazos, hundió su cara en la suave melenita dorada, se dio la vuelta y empezó a caminar por el pasillo. Las piernas de Cindy se balanceaban junto a su cadera, uno de sus brazos regordetes le rodeaba el cuello. Sintió la mirada de su hija fija en ella mientras sus deditos le acariciaban las mejillas maquilladas, las pestañas de hollín, el pegajoso arco de Cupido de los labios. Caricias que parecían besos. En su piel, entre su pelo. En ocasiones Cindy le decía: «Pareces una señora princesa», y pintaba de rosa los labios de sus muñecas, les dibujaba circulitos rosas en las mejillas y les pintaba el pelo con sus pinturas de dedos.

La princesa mami.

Ruth llegó a la cocina y dejó a Cindy en el suelo. Frankie entró con las manos mojadas, se sentó en su sitio y frunció el ceño al ver los cereales.

—¿Podemos comer huevos?

Ella suspiró para sus adentros. Las nueve de la mañana y ya estaba agotada.

—No. Cómete los cereales. Él pataleó.

—Quiero huevos.

—¡Por el amor de Dios, Frankie, no tenemos ni un puto huevo! ¡Cómete los cereales ya!

Al salir de la sala vio la carita de Cindy y supo que estaba a punto de ponerse a llorar. Se dirigió a la puerta, salió y cerró dando un portazo. Respiró.

Era consciente de que los niños se habían quedado llorando, Minnie ladraba y los vecinos la observaban desde las ventanas. Carla Bonelli desde el tercer piso. La zorra entrometida de la madre de Sally Burke, desde el edificio de al lado. Nina Lombardo, asomando la cabeza desde la puerta de más allá. A la mierda todas. Ninguna de ellas tenía que criar sola a dos niños, tratando de mantener un trabajo, ganarse la vida y lidiar con un exmarido loco. Ninguna podía entender cómo era su vida.

No tenía que haber sido así. Después de nueve años y dos hijos en común, todo lo que en su día la había enamorado de Frank —el tono en el que pronunciaba su nombre, el modo como la miraba— se había reducido al eco de un familiar dolor de cabeza.

Se le anegaron los ojos de lágrimas y parpadeó un par de veces para librarse de ellas. Luego se sentó abatida en las escaleras y sacó unos cigarrillos y un encendedor del bolsillo.

Por un instante volvió a la entrada de otro edificio, en un verano de antaño. También estaba sentada en las escaleras y se acariciaba la curva de la barriga con la mano. La puerta se abrió de golpe, su marido se le acercó y se inclinó con suavidad. Ella se volvió a mirarlo y él la besó en la mejilla, apoyando la mano sobre la suya y sintiendo las pataditas del bebé.

—¿Cómo estás, cariño?

—Bien. Cansada.

Se estiró. Bostezó. Ahora siempre estaba cansada. Igual que cuando estaba embarazada de Frankie: las dos últimas semanas solo había tenido ganas de dormir.

Él se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta.

—Te he traído un regalo.

Ruth cogió el paquetito y tiró del papel. Había algo suave en el interior, no eran joyas. ¿Unas medias, tal vez? ¿Un camisón?

Era un conejito de juguete: una suave piel de peluche y unos ojos de cristal que la miraban fijamente.

—Es para el bebé.

Ella asintió con la cabeza y se puso en pie, diciendo algo de la cena. Dejó el conejo en el escalón y solo al cabo de un rato se dio cuenta de que él lo había puesto en el cuarto de Frankie, en un estante al que no podía llegar.

A veces se pregunta si fue entonces cuando empezó a despreciarlo.

Aquel último día tardó un rato en volver en sí. Parpadeó de nuevo, se dio cuenta de que el cigarrillo se había consumido hasta el filtro, se detuvo y volvió a entrar, saludando con la cabeza hacia la ventana de Maria Burke. La cortina se movió levemente y Ruth no pudo reprimir una sonrisa.

Ahora, mientras arrastra el carrito con los libros de celda en celda, esto es lo que recuerda: a sí misma volviendo a entrar en su piso, en su cocina, sirviéndose más café y observando a sus hijos por encima del borde de la taza.

Cindy estaba tomándose los cereales, con los ojos azules fijos en los de su hermano. Frankie, a su vez, no apartaba la vista de su tazón medio vacío. El gesto huraño, los labios apretados. Igual que su padre.

Ella se les acercó y preguntó:

—¿Os divertisteis ayer con papá?

Los pequeños la miraron. Vio que no sabían cuál era la respuesta correcta para aquella pregunta.

—¿Qué hicisteis?

Cindy dejó caer la cuchara haciendo ruido.

—Nos llevó a su casa nueva. Era bonita.

—¿Sí? No sabía que papá se había ido de casa de la abuela.

No podía creer que la madre de Frank lo hubiese dejado irse otra vez. Y que él hubiese tenido los huevos de hacerlo.

—¿Y ahora vive solo? —preguntó.

Cindy sacudió la cabeza hacia los lados, de nuevo con la boca llena. Ruth esperó y fue Frankie quien respondió:

—Tiene una habitación en una residencia. Comparte baño con otros tres hombres. Y también tiene una cocina, con un armario para cada uno. Los armarios tienen candados.

Ella asintió y tomó otro trago de café para ocultar su sonrisa. ¿Cómo demonios esperaba Frank conseguir la custodia de los niños si ni siquiera tenía una casa que ofrecerles? Dejó la taza en la encimera.

—Muy bien, mami no tiene que ir a trabajar hoy. ¿Qué os apetece hacer?

Cindy dejó de masticar y se quedó con la cuchara colgando en la mano. Frankie alzó la mirada, boquiabierto.

—¿De verdad?

—De verdad. ¿Queréis ir al parque?

Cindy comenzó a gritar, dejó caer la cuchara de nuevo y empezó a bailar, aún sentada en su silla.

—¡Al parque! ¡Al parque! Frankie miró a Ruth a través de sus largas pestañas.

—¿Puede venir papá?

Se produjo un silencio. Todos contuvieron la respiración. Ruth dio una última calada a su cigarrillo, se dio la vuelta y lo aplastó en el cenicero. Aún dándoles la espalda, dijo:

—Ya viste a papá ayer, Frankie. —Entonces volvió a mirarlos—. Pero ¿queréis ir al parque o no?

Frankie asintió y Cindy volvió a sonreír.

—¿Puedo ponerme el vestido de margaritas, mami? Ella sonrió a su hija. Su bonita y angelical hija.

—Pues claro. Acábate el desayuno e iremos a lavarnos y vestirnos. Frankie, ¿tú quieres ponerte la camiseta de los Giants?

Él se encogió de hombros, con la mirada fija en su taza.

—Frankie, te he hecho una pregunta.

—Sí, mamá —dijo, aún sin mirarla.

—Está bien. Mamá va a acabar de arreglarse. Frankie, pon los platos en el fregadero cuando hayáis acabado. Después puedes ver los dibujos con tu hermana.

El pequeño asintió. Ruth decidió dejar las cosas así por esa vez y se llevó el café al baño. Se retocó el maquillaje y se puso pintalabios.

No sabía que aquella iba a ser la última mañana que se mirara al espejo libremente. La última que su cara fuera suya y de nadie más.

Sinopsis de Muertes pequeñas, de Emma Flint

En Queens, en el mes julio de 1965, las calles arden con una ola de calor inmisericorde. Ruth Malone, una joven madre del barrio, descubre la puerta de la habitación de sus hijos abierta de par en par. Han desaparecido. Después de seguir las pesquisas, la policía hace un descubrimiento horripilante.

Pete Wonicke, un periodista inexperto al cargo de cubrir su primer caso importante, no puede evitar llegar a esas mismas conclusiones. Sin embargo, cuanto más tiempo pasa con Ruth, más se da cuenta de que la policía no es siempre honesta y de que las obsesiones personales de ciertos detectives pueden estar haciendo que la investigación vaya en la dirección equivocada. Wonicke empieza a dudar de todo lo que creía que sabía. Además, Ruth Malone es fascinante, un reto y un misterio, pero ¿sería capaz de matar a sus propios hijos?

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Autor: Emma Flint. Título: Muertes pequeñas. Editorial: Malpaso. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

Emma Flint nace en Newcastle, se gradúa en la Universidad de St. Andrews y completa un curso de escritura creativa en la Academia Faber. Trabaja en Edimburgo y vive en Londres. Desde la infancia se ha sentido atraída por las historias de crímenes reales, materia sobre la que ha adquirido un conocimiento casi enciclopédico.

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