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El cerco de orín - Zenda
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El cerco de orín

(Ficción) Hubo una época de mi vida en que me meaba en la cama y veía en bucle el vídeo del concierto de The Cranberries en París de 1999. Aunque no era exactamente en ese orden: primero visualizaba el concierto y más tarde me meaba en la cama. Ambas cosas eran independientes y no tenían...

(Ficción)

Hubo una época de mi vida en que me meaba en la cama y veía en bucle el vídeo del concierto de The Cranberries en París de 1999. Aunque no era exactamente en ese orden: primero visualizaba el concierto y más tarde me meaba en la cama.

Ambas cosas eran independientes y no tenían nada que ver la una con la otra, o eso creo. El concierto me lo grabó mi amigo Jorge, al que no llamábamos Jorge, sino Makelele, porque sabía que me gustaba el grupo irlandés. No es que fuese mi grupo favorito, pero sus canciones no están mal: Be with you, Animal instinct, DreamIncluso Zombie. También su cantante, Dolores O’Riordan, me producía un cierto morbo y me trasmitía cosas buenas en una época en la que escaseaban las cosas buenas.

Lo veía de madrugada porque era el único cd interesante que tenía y lo que emitían en la TV a esas horas solo eran absurdos programas de la Teletienda y películas intelectuales en blanco y negro.

"No era consciente de cómo había llegado allí, ni entendía por qué ya de adulto no era capaz de controlar mis esfínteres."

Pulsaba el play, me tumbaba en el sillón y fumaba un pitillo tras otro hasta que me bajaba el efecto de la última raya que me había metido, a veces en el coche de algún amigo que me acercaba a casa justo antes de subir. A pesar de que tenía veinticinco años, todavía vivía con mis padres y las perspectivas de independizarme no parecía que estuviesen cercanas.

La casa era grande y su dormitorio estaba en la planta baja. Una vez que oían la llave de la puerta dormían tranquilos sabiendo que ya había llegado, así que yo podía estar solo sin problemas en el salón de la parte de arriba. Casi siempre me iba a la cama un poco antes de que terminase el concierto, ya con la luz del día entrando por las ventanas, y allí me dormía hasta la hora de comer. Era entonces, al levantarme, cuando encontraba un cerco de orín en las sábanas.

No era consciente de cómo había llegado allí, ni entendía por qué ya de adulto no era capaz de controlar mis esfínteres. No era muy grande, apenas un círculo de menos de un palmo de diámetro, unos quince centímetros. Pero allí estaba.

Abría las ventanas y apartaba el edredón con la esperanza de que los rayos de sol borrasen los restos del desaguisado, antes de que mi madre se diese cuenta. No sé si llegó a ser consciente de ello, algunas noches las sábanas estaban cambiadas y otras no. Supongo que sí, pero como con tantas otras veces se hizo la tonta en espera de que, de algún modo, las cosas se enderezasen conducidas por su propia inercia. Y así fue, al menos en lo que respecta a los escapes de orina y la cocaína.

"Borré todos los contactos de la agenda, cambié de número de teléfono y tiré a la basura el cd de The Cranberries, aunque ellos no tenían la culpa de nada."

Un buen día dejé de consumir. Lo dejé sin más. Supongo que me aburrí de que el sol me diese en los ojos cuando regresaba a casa un miércoles cualquiera, anunciándome que la vida se estaba diluyendo y que algún día pude haber estudiado en el extranjero, tener una licenciatura y puede que un buen trabajo. Lo de estudiar en el extranjero probablemente ya no tenía remedio, quizá lo de la licenciatura tampoco, pero mi vida actual no parecía conducir a muchos más sitios que a sábanas con olor a orín rancio.

Borré todos los contactos de la agenda, cambié de número de teléfono y tiré a la basura el cd de The Cranberries, aunque ellos no tenían la culpa de nada. En realidad nadie tenía la culpa de nada.

Las cosas no cambiaron de la noche a la mañana. El pis en las sábanas duró algún tiempo más y me acompañó, durante un tiempo todavía más largo, una tristeza que no era ni mejor ni peor a la que tenía después de la bajada de la cocaína. Aún hoy todavía me acompaña en ocasiones, hasta el punto de echarla de menos los días que desaparece por completo.

Un día conocí a C en un restaurante indio y todo mejoró sustancialmente. Al mes estábamos viviendo juntos y recorriendo los pasillos de Ikea. Nos alquilamos un viejo apartamento en el centro que llenamos de cortinas floreadas y vajilla de colores: platos morados, tenedores amarillos, vasos de cristal con círculos concéntricos…, ese tipo de cosas.

"Lo bueno de C es que comprende todo lo que le pasa a todo el mundo, especialmente a mí, y le resta siempre importancia a las cosas."

Follábamos la mayoría de las tardes y también algunas noches y ella sobrellevaba mi tristeza sin preguntarme y sin intentar que sonriera todo el tiempo. Cosa que le agradecía.

Empecé a trabajar en una fábrica de pan congelado a turnos: mañana, tarde y noche. Aunque era un trabajo duro y los turnos acumulaban cansancio en el cuerpo, me gustaba lo que hacía y era todo lo feliz de lo que era capaz. Desde luego era mucho más feliz que cuando escuchaba a The Cranberries y me meaba en la cama.

Al principio esto no se lo conté a C, luego sí. Me dijo que tampoco era para tanto y que eso podía sucederle a cualquiera. Lo bueno de C es que comprende todo lo que le pasa a todo el mundo, especialmente a mí, y le resta siempre importancia a las cosas.

Todo aquello ya está olvidado. Incluso hace unos meses planeamos ir a ver juntos un concierto de The Cranberries. Dolores O’Riordan me sigue pareciendo, a pesar de que los años pasan para todos, una mujer morbosa y algunas de sus canciones siguen estando bien, sobre todo las antiguas. La tristeza continúa ahí, pero he aprendido a vivir con ella y a disimularla delante de los niños, que llegaron algunos años después. Pero de ellos no quiero hablar aquí.

"Como decía, de pronto, toda mi tristeza pasada se ha hecho presente. En el telediario han emitido la noticia de que la cantante irlandesa ha fallecido de forma repentina."

De esa época ya casi ni me acuerdo, aunque hoy me ha venido a la memoria mientras estaba sentado en la butaca azul de escay viendo la televisión con mi madre en la habitación de la residencia en la que vive desde hace un par de años.

En realidad mi madre no sabe que es mi madre, aunque me trata con cariño y comenta conmigo los programas de la televisión. Vengo a verla todos los miércoles y también algún sábado si C, los niños y yo no salimos a ningún sitio a pasar el fin de semana. C y los niños casi nunca me acompañan. Dicen que les pone triste y que su abuela ni siquiera sabe quiénes son.

Algunas veces mi madre me habla de los hijos que tuvo, de mí y de mi hermano. Habla de ellos con amor, también de mi padre.

Estoy con ella un par de horas o tres. Luego me voy. Cuando se despide me dice que encantada de conocerme y que venga a verla cuando quiera.

Como decía, de pronto, toda mi tristeza pasada se ha hecho presente. En el telediario han emitido la noticia de que la cantante irlandesa ha fallecido de forma repentina en la habitación de un hotel de Londres.

He mirado a mi madre. Estaba un poco avergonzada. No sabía qué le había pasado, cuando se ha despertado, se había hecho pis en la cama. Yo le he dicho que no importaba, que a mí también me había sucedido en alguna ocasión.

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David Vicente

Después de desarrollar varios trabajos (mozo de almacén, operario en una panificadora industrial, camarero o vendedor de colchones, entre otros) desarrolló su carrera profesional dentro del sector editorial y el mundo de la comunicación. Ha trabajado como corrector, lector y editor para distintas editoriales; y como redactor y colaborador freelance para diversos medios de comunicación. Ejerció como jefe de redacción en el canal de literatura Literalia Televisión y se ocupó de la dirección editorial del sello independiente Ediciones Baladí. Hasta el momento ha publicado las novelas Un pequeño paso para el hombre (Editorial Tagus, 2012reeditado por VdB Ediciones, 2015), seleccionada como uno de los cinco mejores debuts literarios del año 2012 por El Cultural del diario El Mundo; Esto podría ser un gambito de dama, pero es una canción de amor (Editorial Almuzara, 2016), y el libro de relatos El sonido de los sapos (Editorial Tagus, 2013; reeditado por Inventa Editores, 2016). Además de la obra de teatro infantil en edición bilingüe, La hormiga que quiso ser persona (Inventa Editores, 2017). Actualmente dirige la escuela creativa La Posada de Hojalata  e imparte talleres de escritura creativa.  Ha sido galardonado con el XLVIII Premio Internacional de Novela Corta por su obra Isbrük, que será publicada en los próximos meses por la editorial Pre-Textos. @Davidvicentev

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