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'Howards End': Clase y conexión - Zenda
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‘Howards End’: Clase y conexión

Este verano se celebraron 25 años de la adaptación cinematográfica Regreso a Howards End con el estreno de una copia remasterizada en el festival de Cannes. Al mismo tiempo, ya había terminado el rodaje de una miniserie de cuatro episodios para la BBC, que se estrenó en noviembre. Ambos proyectos recogen con bastante fidelidad la...

Este verano se celebraron 25 años de la adaptación cinematográfica Regreso a Howards End con el estreno de una copia remasterizada en el festival de Cannes. Al mismo tiempo, ya había terminado el rodaje de una miniserie de cuatro episodios para la BBC, que se estrenó en noviembre. Ambos proyectos recogen con bastante fidelidad la novela original de EM Forster, publicada en 1910, y que trata varios temas de costumbres sociales, clase económica, roles femeninos, miserias imperiales y relaciones más o menos románticas en torno a tres familias residentes en Londres.

[Aviso de destripes de clases sociales en todo el texto]

Estas tres familias representan tres estratos sociales diferentes: los Wilcox son ricos capitalistas cuya fortuna proviene de la industria del caucho en África, los Schlegel son rentistas urbanos sin oficio pero sí con beneficio, ocupados principalmente en intereses culturales, y los Bast son una pareja de clase trabajadora. Las dos primeras familias ya se habían conocido antes de empezar la novela, en un viaje por la Alemania natal del padre de los tres hermanos Schlegel (Margaret, Helen y Tibby). Al volver a Inglaterra, la segunda hermana, Helen, tiene un rollo rápido con el hijo menor de los Wilcox, Paul, pero a pesar de que Helen se precipita a anunciar un compromiso entre ambos, este queda roto al día siguiente, entre el cambio de comportamiento de Paul hacia ella y el próximo viaje de él a Nigeria. Al poco, Margaret, la mayor, cae en gracia a la madre de los Wilcox, que está enferma. Margaret la visita a menudo, la ayuda con sus compras, etcétera, y cuando la señora Wilcox muere, resulta que ha decidido legar la casa de Howards End, en la campiña de Hertfordshire, a Margaret en lugar de a su marido e hijos, dado el desinterés que cree haber notado en ellos al respecto. Sin embargo, esta voluntad queda expresada solamente en un escrito a lápiz hecho apresuradamente en el hospital, y la nota nunca llega a ojos de Margaret, ya que los restantes Wilcox la tiran al fuego tras debatir la cuestión brevemente.

Tras la muerte de la señora Wilcox y el affair entre Paul y Helen, pasan unos años durante los que Margaret y Henry, el padre de los Wilcox, aumentan su contacto social. Al tiempo, Helen conoce a Leonard Bast, un joven contable de bajo salario, de mucho tiempo pasado entre números y tinteros, y de espíritu lector y soñador, aunque un tanto melancólico por sus circunstancias: está a punto de casarse con Jacky, la «mujer caída en desgracia», pobre y desempleada con la que vive. Leonard se muestra fascinado por las Schlegel y sus intereses culturales, coincidentes hasta cierto punto con los suyos, pero nunca acaba de sentirse aceptado del todo por ellas, ni especialmente por el hermano menor de ambas, Tibby, un «viejoven» empollón, enclenque, cotilla y de inoportunas impertinencias, que pasa más tiempo en bata y mantita, enfermito en casa, y ya fumando en pipa a pesar de su juventud, que en su piso de estudiante en Oxford. Con el paso del tiempo, Henry le pide matrimonio a Margaret y esta acepta. Las Schlegel sienten más pena que afecto por Leonard, y al intentar ayudarlo a mejorar su posición, reciben el consejo de Henry, veterano capitán de la industria imperial británica, de que Leonard debe abandonar su empleo, porque su empresa está al borde de la bancarrota. Leonard le hace caso, la bancarrota no se produce, encuentra otro trabajo en otro sitio, este otro sitio sí que tiene problemas, lo echan a él por haber llegado el último, y finalmente queda, efectivamente, sin empleo.

Helen, enfurecida por la injusticia, se planta con los Bast en la boda de la hija de Henry Wilcox, Evie, exigiendo que el patriarca le dé a Leonard un trabajo en alguna parte, como causante de su infortunio. Y aquí llega un toque de culebrón tan inesperado que precisamente por eso causa gran efecto: resulta que hace diez años Henry le había puesto los cuernos a su delicada esposa durante una estancia de negocios en Chipre, seduciendo a una joven de dieciséis años, y luego abandonándola desdeñosamente. Y esa joven es ni más ni menos que… Jacky, la «mujer caída en desgracia» antes mencionada, esposa ahora de Leonard Bast, que acaba de plantarse en la boda de la hija de Henry, a la vista de familia y amigos. Henry monta en cólera, piensa que todo esto es un plan maquiavélico de los Schlegel y los Bast para desprestigiarlo, y rompe su compromiso con Margaret. Luego se calma y confiesa su pecado con cierto embarazo y sentido del ridículo, pero sin mostrar signos de arrepentimiento, porque así es el mundo y esto son cosas que pasan.

Este incidente rompe la relación entre las hermanas: Margaret perdona a Henry, y su casorio sigue adelante, pero Helen, totalmente disgustada, se lía con Leonard, se queda preñada de él, se va de casa y se refugia a solas en Alemania, manteniendo cierto contacto solo a base de extrañas postales. Sus hermanos solamente consiguen hacerla volver a Inglaterra con la noticia de que una querida tía de los tres, Juley, está muy enferma. Helen regresa, y por circunstancias un tanto enrevesadas acaban encontrándose las dos en Howards End, la casa de campo adonde Margaret ha llevado las cosas de todos los Schlegel tras cerrar el piso de Londres donde habían nacido y vivido hasta entonces los tres hermanos. También acaban allí Leonard y el hijo mayor de los Wilcox, Charles. Este se enfada con Leonard e intenta darle un escarmiento, pero al golpearlo con el lateral de una espada alemana del padre de las Schlegel, Leonard cae al suelo y una estantería llena de libros se derrumba sobre él, matándolo… de un ataque al corazón.

Esta nueva desgracia parece despertar a todos de su estupor: Charles es condenado a tres años de cárcel, Margaret intenta dejar a Henry, pero al final vuelve con él, y este definitivamente traspasa Howards End a su nueva esposa, como había sido el deseo de su primera. Margaret y Helen se reconcilian, Helen da a luz a quien será el heredero de la casa (hijo póstumo de Leonard), y viven todos en armonía. Si Howards End representa a Inglaterra en sí y hacia dónde se dirige como nación, el simbolismo podría ser que los Wilcox irán pasando a mejor vida y el mundo irá siendo cada vez más de los Bast-Schlegel, aunque a costa de grandes sacrificios. Desde luego, es difícil pensar que en el siglo siguiente en verdad esto ha sido así.

En los más de cien años que han pasado desde que se publicó la novela, esta ha recibido múltiples reacciones y críticas revisionistas, en particular tras confirmarse, después de la muerte de Forster en 1970, que este era homosexual y que la principal relación de su vida había tenido lugar con un policía casado. Nacido en Londres, su padre, arquitecto, murió cuando él tenía tres años, y más tarde la herencia de una tía abuela le permitió vivir cómodamente, pudiendo dedicarse al estudio en Cambridge y a la escritura. Aficionado a las sociedades de debate y conversación, formó parte del llamado Círculo de Bloomsbury, y las personalidades intelectuales y bohemias pero acomodadas de las hermanas Schlegel están claramente basadas en este grupo literario. Por lo tanto, la vista que el propio Forster tenía sobre los personajes de Howards End está situada desde aquí, en un lugar medio entre los Wilcox y los Bast.

Hoy en día, la interpretación del libro que más puede destacar quizá sea la del extraño ensañamiento con los pobres Bast: Henry no solo arruina la vida de ambos en dos episodios diferentes, en dos islas diferentes, separados por diez años, sino que Leonard acaba muerto, literalmente con el corazón roto, e irónicamente «atacado» por un estante lleno de los libros que él tanto amaba, y además ni siquiera se nos cuenta qué fue de Jacky tras la muerte de él. Todo esto por el reducido precio de tres años de cárcel para Charles Wilcox, y eso que si su padre hubiera ejercido algún tipo de presión, seguramente se habría librado del todo con un veredicto de muerte accidental. Una lectura puramente simbólica o enfocada desde la perspectiva de la lucha de clases sería fulminante en este sentido: los ricos (y los no tan ricos) usan a la clase trabajadora, causándoles todo tipo de problemas, incluso cuando intentan ayudar, y cuando las cosas se ponen verdaderamente trágicas nadie echa una mano de verdad. Y encima la cosa acaba con un feliz «y comieron perdices» para los causantes.

Tanto la película del equipo Merchant-Ivory en 1992 como la miniserie de la BBC de 2017 siguen fielmente la trama original, con mínimos ajustes temporales, y eso da a entender que la creación de Forster se tiene en pie como un edificio perfectamente ensamblado, que se puede venir abajo si se mueve un solo elemento. Junto a Sentido y sensibilidad, la película constituyó un doblete para Emma Thompson a la hora de encarnar a hermanas mayores y casaderas que representan la «sensatez», mientras que una hermana menor, rebelde y bulliciosa (Kate Winslet en un caso, Helena Bonham Carter en el otro), representa el «sentimiento». Al igual que en la novela de Jane Austen, publicada 99 años antes, en Howards End se supone que el público lector del momento ha de ponerse de parte de esta hermana mayor, debido a su buen juicio y a su capacidad de no dejar que sus impulsos arruinen sus perspectivas sociales, económicas y de pareja. En este sentido, el hecho de que Margaret acepte a Henry a pesar de sus diferencias desde el principio, y de sus pecados anteriores y posteriores, no estaba destinado a leerse como sumisión o cobardía, sino al contrario, como una muestra del imperio de la razón, de la compasión (cristiana o no) que perdona comprensivamente las faltas de otros, y del evitar arruinar tu propia vida por culpa de otros. Pero el público moderno hoy en día se identificaría más con la pasión, la firmeza y la denuncia de la injusticia que refleja la hermana menor, llevada hasta graves consecuencias en este caso, y recompensada con un final feliz solamente una vez que la calentura se pasa y la heroína se aviene a volver al redil, de alguna manera.

También sería típico de hoy el fijarse en un detalle que en principio pasa desapercibido, y es la fuente de la fortuna de los Wilcox, la Imperial and West African Rubber Company, dedicada al comercio del caucho, cada vez más necesario debido al desarrollo de los nuevos vehículos a motor que necesitaban neumáticos, o sea, una empresa colonialista y explotadora del tipo de las que Joseph Conrad había denunciado solo nueve años antes en El corazón de las tinieblas (en la serie Tibby hace una mención concreta a esta otra obra, que no estaba en la novela original). No es la única vez que esto pasa en la ficción británica de siglos pasados: la riqueza de los Bertram en la Mansfield Park de Jane Austen viene de las Indias Occidentales (o sea, el Caribe), y la de Edward Rochester en Jane Eyre, de Charlotte Brontë, llega desde la isla de Madeira. La naturalidad con la que se coloca este dinero de sangre como telón de fondo de la buena sociedad inglesa es quizá tan inquietante como si todas estas obras fueran nuevas cabañas del Tío Tom. Con una sede colocada justo al lado de la catedral de Saint Paul y el Támesis justo enfrente, esto nos pinta a Henry Wilcox como un imperialista y esclavista redomado y además exitoso, acostumbrado a mandar sobre vidas y haciendas, tanto en su propia casa como a continentes de distancia. Es más, al principio de la historia la primera señora Wilcox se muestra contraria al sufragio femenino, e incluso da gracias a Dios de no tener derecho al voto. Eso es a lo que ha estado acostumbrado Henry durante décadas, porque ese es el ambiente en el que ha crecido.

Margaret, a pesar de que en comparación con Helen resulta bastante parsimoniosa, es la alegría de la huerta al lado de Henry, pero hay una escena a la que se le da más relieve en la miniserie, y es la de la cena en el restaurante Simpson’s, en pleno Strand, cuando Henry insiste en ser él quien elija el menú para su entonces solamente prometida (le cambia el pescado por carne y le impone el tipo de queso para el postre), mientras que quien aún no es su yerno es libre para escoger lo que desee. En la serie la actriz Hayley Atwell reacciona a este espectáculo de lo que hoy llamaríamos mansplaining y micromachismo controlador (o sin el micro) con una mezcla de ironía y asombro ante alguien que de verdad no se está dando cuenta de lo que hace, o que mejor dicho, sí se da, y piensa que es así como debe funcionar el mundo. En la propia novela se dice claramente: «Había un rasgo de Henry para el que ella nunca estaba preparada, por mucho que se lo recordara a sí misma: su obtusidad. Simplemente, él nunca se daba cuenta de las cosas, y no había más que decir». «Mi lema es concéntrate», le responde él una vez, «y no tengo intención de desperdiciar mis energías en ese tipo de cosas».

De hecho, el tono entero de la miniserie es bastante más irónico, y hasta cómico a veces, basado principalmente en ese tipo de comportamientos que a Henry le salen tan naturalmente y que hoy le valdrían una tormenta de memes y tuiteos burlones en internet. Por ejemplo, Henry suelta sin problema que «los muy pobres no importan más que al estadístico o al poeta» y que ni siquiera son dignos de protagonizar una novela. Lo mismo puede decirse de Tibby, el hermano pequeño, que siempre tiene la gracia perfecta para el momento más inoportuno: «¿Es este el contable del que murmurabais el otro día?», pregunta él tan pancho, justo delante de sus hermanas y del contable del que murmuraban el otro día. La versión de los 90, hecha por un equipo ya veterano de adaptaciones a caballo entre el XIX y el XX que han dejado huella propia en el cine (Maurice, Lo que queda del día, Una habitación con vistas, Las bostonianas, Jefferson en París...) va más por el tono dorado, de ensueño, de paraíso perdido, perfectamente fotografiado y con actuaciones de alfombra roja y gala de premios, mientras que la serie parece querer tomarse menos en serio el material original, sin aun así dejar de respetarlo, y queriendo dar a entender que hay mucho en esas obras, que ya van quedando atrás en el tiempo, que merece revisión, o al menos una mirada un tanto más crítica en cuanto a las lecciones que puedan extraerse de ellas para hoy. Lo de la chica menor de edad en Chipre, por ejemplo, daría en nuestros días para boicots en masa, despidos fulminantes, contratos publicitarios rescindidos en el acto e incluso juicios mediáticos y prisión.

Como ya hemos dicho, Forster era gay, y nunca lo hizo público (el resultado del juicio contra su contemporáneo Oscar Wilde seguramente tuvo mucho que ver con ello), y a esta luz se ha criticado bastante su composición de los roles femeninos y sus escenas y motivaciones sexuales. Hay quien dice incluso que la falta de detalles pueden indicar que Helen en realidad es lesbiana (ella misma habla de un «defecto horrible y criminal» en su persona), y que Leonard (calificado como «de temperamento dulce e inocente») también podría ser gay. Cuando se publicó la novela, el Manchester Guardian (precursor del Guardian londinense actual) escribió que Howards End era un libro con una «brillantez de percepción muy femenina», y curiosamente la siguiente novela que Forster escribiría sería Maurice, donde el tema de la homosexualidad era tan claro que no se publicó hasta después de su muerte.

Otras notas sobre la versión televisiva es que Philippa Coulthard es más sonriente y menos gritona que Helena Bonham Carter, y que un par de personajes están encarnados por actores negros (Jacky y una de las criadas de las Schlegel), mientras que Julia Ormond sucede a la gran Vanessa Redgrave como la moribunda señora Wilcox. Por su parte, Matthew Macfadyen resulta mucho más joven en su papel de Henry Wilcox que otro monstruo de la pantalla, Anthony Hopkins. También se recupera una de las principales frases de la novela, que se dejó fuera en la película, y que para muchos es su tema central: es el consejo que Margaret le da a Henry cuando empiezan a intimar y quiere sacarlo de su concha: «Only connect». «Ese fue todo su sermón. Simplemente conecta la prosa con la pasión, y ambas quedarán exaltadas, y el amor humano podrá contemplarse en todo lo alto». Son las líneas justamente anteriores a las ya mencionadas de la «obtusidad» de Henry, unidas por un apenado «pero fracasó». No es un mal tema que dejar como reflexión final al lector, e incluso la utilización de la palabra exacta «conectar» resulta adelantada a su tiempo y exactamente aplicable a este mundo globalizado que hoy tenemos. Pero ya sabes: antes que nada, «concéntrate».

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