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El respeto a los jóvenes - Zenda
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El respeto a los jóvenes

Regreso de la FIL agotado y contento. Estuve allí como invitado por primera vez hace más de quince años. Yo no conocía a casi nadie y casi nadie me conocía a mí. Entonces paseaba por la feria, asistía a coloquios y presentaciones, hojeaba libros, descubría novedades. Hoy no tengo tiempo ni para pasear ni para...

Regreso de la FIL agotado y contento. Estuve allí como invitado por primera vez hace más de quince años. Yo no conocía a casi nadie y casi nadie me conocía a mí. Entonces paseaba por la feria, asistía a coloquios y presentaciones, hojeaba libros, descubría novedades. Hoy no tengo tiempo ni para pasear ni para hojear: participo en numerosos eventos, concedo entrevistas, me encuentro con decenas de escritores, editores, periodistas que conozco.

Es verdad que, si tengo que elegir, prefiero la situación actual, no sólo por lo que pueda halagar mi ego, también, y espero que sobre todo, por lo que significa para la posibilidad de que mis libros encuentren lectores.

Pero había algo hermoso en la situación de observador ilusionado, de admirador lejano de otros escritores, de ser uno más en ese enjambre de gente aficionada a la literatura. La ingenuidad de quien no tiene nada que vender.

Encontrar a otros o hacer contactos. Conversar o situarte en la parrilla de salida. Escuchar o hablar. Curiosidad o cálculo. Ver o ser visto. Los extremos en los que debes encontrar tu lugar, ese en el que no sientes que algo en ti se está pervirtiendo. Pero es imposible volver al punto de partida.

Uno de mis mejores recuerdos como asistente a la FIL fue una conversación entre Mario Vargas Llosa y David Grossman. Qué derroche de inteligencia, de conocimiento, de sensibilidad.

"En las públicas suele haber chicos que, si no fuese por sus profesores y por esos raros invitados que aterrizamos allí de vez en cuando, pensarían que la cultura es algo para las élites."

Pero la mejor experiencia para mí, en esta como en otras FIL, es la visita a una Escuela Preparatoria, en este caso la número 12, de Guadalajara.

Una profesora me lleva en coche a la Prepa, y de camino descubro que, al contrario de lo que pensaba, no se trata de una privada, sino de una pública. Prefiero las públicas a las privadas; en éstas los chicos tienen el acceso mucho más fácil a la cultura, por su entorno, por sus padres, por los medios de la propia escuela para preparar actividades. En las públicas suele haber chicos que, si no fuese por sus profesores y por esos raros invitados que aterrizamos allí de vez en cuando, pensarían que la cultura es algo para las élites, algo que no tiene un lugar claro en sus vidas.

Me recibe un grupo de alumnos ataviados con ropas tradicionales y bailan para mí tres piezas. No soy aficionado a los bailes regionales, que caen con facilidad en el kitsch folclorista, y sin embargo me emociona su danza, quizá porque no veo en ella afectación ni la patita oculta del nacionalismo, sino la seriedad y la ilusión de quien entrega un regalo en el que ha trabajado durante mucho tiempo.

"A quienes gusta despotricar contra los jóvenes habría que invitarlos a una Prepa como ésta: para que viesen toda esa ilusión, toda esa seriedad, todo ese entusiasmo que sienten por el arte."

Luego sigo una estela de sirenas recortadas —reproducen parte de la cubierta de un libro mío— que, pegadas en el suelo, me conduce al salón de actos. En el camino, jalones con fotografías, dibujos, citas de mis textos. Un salón de actos lleno por completo de jóvenes entre dieciséis y veinte años. Su mirada expectante, su timidez, una brizna de desafío en algunos: ¿de verdad tienes algo importante que contarnos? Un gran cartel elaborado por ellos, retratos míos a carboncillo. Es extraño encontrarme en esa especie de santuario de mí mismo.

Una joven sube al escenario acompañada de un guitarrista. Lee un poema mío en el que hablo de cómo deseo que sea mi muerte:

Cuando yo muera, desearía que fuese así.

Mis amigos, la gente a la que quiero,

en derredor,

conversando de sus cosas,

sin prestarme mucha atención,

que se limiten a estar,

que no llore ninguno, tan solo

de vez en cuando, en medio de una frase

que alguien

me mire y se diga

está muerto,

ya nada será igual,

no hay camino de regreso,

(al fondo, por la ventana,

una laguna, o el mar, mejor aún

los tejados de Madrid)

y roce una de mis manos

con la suya

y no le asuste mi frialdad

y me sonría

y me olvide

y vaya en paz.

Lo lee con tanta sensibilidad que se me hace un nudo en la garganta. Veo de reojo que E., sentada en la primera fila, lucha con las lágrimas.

Luego viene la conversación. Hablamos de mis libros, de literatura, esas cosas.

Y después el público pregunta. Como siempre en este tipo de encuentros, una chica me cuenta que escribe, pero que luego se queda un poco decepcionada con el resultado; también, como siempre, me pide un consejo.

¿Cómo decirles algo útil, a todos, sin sentirme como un gurú de la autoayuda? ¿Cómo decirles que crean en ellos mismos, que no se conformen con el exiguo espacio que les concede su clase social desfavorecida? Esos chicos han iniciado la partida con muy malas cartas, pero eso no significa que tengan que resignarse a ser los perdedores. La directora me había contado que muchos ni intentaban ir a la universidad porque no entraba en su cabeza que eso pudiese ser para ellos.

"¿Cómo sugerirles una esperanza realista? Es probable que no lleguen tan lejos como otros que cuentan desde la cuna con apoyos, con relaciones, con enchufes."

Les intento explicar que yo vengo también de barrio obrero, que mis cartas eran casi tan malas como las suyas, y sin embargo hoy no estoy obligado a realizar trabajos denigrantes ni a malvivir. ¿Cómo hacer que esto no suene a discurso triunfalista, al “si quieres, puedes” de los anuncios? ¿Cómo hacerles entender que no estoy realizando una loa a la competitividad y la superación personal, sino a la posibilidad de elegir un camino propio? ¿Cómo sugerirles una esperanza realista? Es probable que no lleguen tan lejos como otros que cuentan desde la cuna con apoyos, con relaciones, con enchufes. Lo veo también todos los días entre los escritores. Pero no tienen que conformarse, no tienen que aceptar por completo la lógica de las estructuras sociales injustas.

No sé si lo consigo. Creo, por el cariño con el que me premian al final, que al menos han apreciado mi esfuerzo por decirles la verdad. O así me consuelo, no sé.

A quienes gusta despotricar contra los jóvenes habría que invitarlos a una Prepa como ésta: para que viesen toda esa ilusión, toda esa seriedad, todo ese entusiasmo que sienten por el arte, no como asignatura, sino como posibilidad de expresión; y, también, toda esa inseguridad ante un futuro que seguramente no será fácil.

Quienes más hablan del respeto a los mayores suelen ser los que no respetan a los jóvenes.

Marina Taibo me hace llegar un libro de Yasmina Khadra publicado por la iniciativa Para leer en libertad. Regalan los libros que editan, van a los barrios, organizan cursos gratuitos, lecturas en comedores comunitarios. Ellos —los Taibo— sí que intentan romper el ciclo de marginación cultural que se perpetúa entre las clases desfavorecidas en México. Y en las de todas partes.

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José Ovejero

Buena parte de mi vida adulta la he pasado en el extranjero. Ahora vivo en Madrid. Mi primera publicación fue un libro de poemas narrativos sobre Henry Morton Stanley. Luego vienen un ensayo sobre Bruselas, un libro de cuentos y una novela. Esas cuatro publicaciones marcan lo que va a ser un rasgo de mi trabajo: la exploración de los distintos géneros. Mis libros han recibido diversos premios, y quizá los mejores años en este sentido hayan sido el 2012 y el 2013. Mi ensayo La ética de la crueldad obtuvo en esos años el Premio Anagrama, el Premio Bento Spinoza y el premio Estado Crítico. Y mi novela La invención del amor recibió en 2013 el Premio Alfaguara. Mi última novela, por ahora, es La seducción. joseovejero.com

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