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Resulta una obviedad decir que la Historia es esa reconstrucción de hechos que ya han ocurrido, y que inevitablemente tal reconstrucción se hace desde el presente, de ahí que la Historia sea un relato móvil y dúctil que cada generación está obligada a reinterpretar. El mecanismo es sencillo: remontamos el tiempo para proyectarlo en el aquí y ahora, dar sentido a todos nuestros aciertos y carencias, prejuicios y certezas. Vista así, la Historia parece más bien un colectivo ejercicio de consolación de cuantos males y triunfos nos van ocurriendo, algo con lo que pretendemos generar un relato creíble y verosímil de cuanto acontece aquí y ahora. Una especie de moraleja.
Pero en realidad toda explicación de cualesquiera hechos, también los personales y domésticos, responde a ese mismo patrón de reconstrucción a posteriori. Tenemos claro que en el instante en que ocurre un evento nada puede decirse de ese evento, hace falta lejanía para poder narrarlo, hace falta “estar en él cuando él ya no está ahí”. Semejante tarea, filosóficamente atractiva y físicamente imposible, es lo que hace que infructuosamente intentemos apresar el tiempo orgánico, el tiempo de verdad, el tiempo que destruye y crea los cuerpos y las cosas.
Y parece claro que todo lo anterior se aplica a eventos y sucesos no repetibles (ya sean Históricos o personales y domésticos), en los cuales, lógicamente, no se puede dar marcha atrás y cambiar las cosas hechas (un puente cruzado, cruzado está; un tuit escrito, escrito está). Para salvar tal imposibilidad de repetir acciones se inventó la ciencia, la cual promete que los fenómenos de los que se ocupa son todos ellos repetibles; por eso podemos hablar de leyes físicas, químicas y biológicas. Las manzanas caen siempre del mismo modo, y así construimos una ley para ella. Pero incluso en los últimos años (aunque su precursor fue, muy al principio del siglo XX, el matemático Henri Poincaré) a la ciencia no le ha quedado otro remedio que abordar problemas que en principio no son tan regulares en el espacio y en el tiempo, admitir que si se miran con detenimiento no todas la manzanas caen del mismo modo, y que entonces las leyes conocidas requieren de ciertas correcciones. Son los llamados sistemas complejos y sus propiedades emergentes. Sin ir más lejos, cualquiera de nuestros cuerpos, y aún siendo estudiado por la ciencia, es irrepetible, no es igual a ningún otro, es un sistema complejo. La ciencia entra de lleno en procesos naturales que hasta hace medio siglo le estaban vetados: los sujetos a la irreversibilidad del tiempo. Por ejemplo la evolución del cerebro.
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Acerca del cerebro existe la idea de que sólo usamos el 10% de sus capacidades, creencia antigua de la que incluso el año pasado Hollywood produjo una película muy taquillera. Tal mito ha alimentado toda suerte de ideas más o menos esotéricas, como la de que hay gente dotada de superpoderes, o que si usáramos el 90% restante podríamos mover vasos a distancia y tendríamos facultades hoy inimaginables, etc. Naturalmente, nada más lejos de la realidad. Obviamente el cerebro emplea a cada instante el 100% de sus posibilidades compatibles con el entorno y con el problema que tiene delante. De hecho, no hay ninguna razón lógica ni factual ni teórica para pensar que no sea así. Y ocurre con todo. Me pregunto por qué una piedra no iba a emplear su potencial al 100% en cada instante, o por qué no iba a hacer lo mismo una ráfaga de viento, y por qué un tigre o un neandertal no iban a emplear todas sus capacidades cognitivas en cada instante. ¿Es que acaso la piedra, el viento, el tigre y el neandertal trabajan contra sí mismos?, ¿es que acaso infrausan su cuerpo porque sí? Claro que no. El cerebro humano utiliza todas sus facultades en cada instante porque está constantemente intentando adaptarse y entrar en “modo red” con su entorno inmediato. Lo que el cerebro no hace es desarrollar trabajos y esfuerzos sin objetivo alguno (eso sí que sería verdaderamente mágico, además de tonto), y al igual que la piedra y el viento y el tigre y el neandertal intenta ahorrar energía, reservarla para un futuro, pero ello no quiere decir que no use toda la que puede y le conviene en cada instante.
Este mito del 10%, podemos verlo extendido a otros muchos ámbitos que nada tienen que ver con el cerebro, incluso al juego político: todas las partes en liza tienen la creencia de que haciendo concesiones al contrario éste se quedará tranquilo, no peleará más. Dicho de otro modo: una suerte de relato rousseauniano afirma que ante gestos de buena voluntad el contrario no va a emplearse a fondo, o que —parafraseando lo aquí dicho— “sólo empleará el 10% de su potencia y posibilidades”. Nada más lejos de la realidad, y mucho menos en colectividades sociales falazmente tomadas como un cuerpo único. En una contienda, ya sea dialéctica, simbólica o cruenta, todas la fuerzas emplean en cada momento el 100% de sus posibilidades compatibles con su entorno, y ninguna negociación dejará un espacio sin rellenar: ambas partes, y en un feedback que siempre busca el equilibrio final de fuerzas, pelean al máximo para obtener ese espacio vacío, o, en el límite del pacto, compartirlo. La historia viva e irreversible no admite espacios sin explorar, no admite ni tan siquiera un 1% de espacio no usado. Pensar lo contrario es repetir el mito teológico por el cual el mundo fue creado en 6 días y ya está, desde entonces Dios descansó, ya todo está hecho y construido y el tiempo desde entonces es una especie de 90% que no usamos, pasamos de él, ni Dios ni nadie se ocupa de construir el mundo en tiempo real. Absurdo, ¿no?
Todos los individuos, y en todo lugar e instante, intentan desarrollarse al máximo de sus posibilidades compatibles con su entorno.
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