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La transición, sagrada para unos, repudiada por los otros - Zenda
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La transición, sagrada para unos, repudiada por los otros

La transición es con la Guerra Civil uno de los dos hechos que han marcado con sello indeleble el siglo xx de España. A contiuación puedes leer las primeras páginas de este libro de Santos Juliá, que explica uno de los momentos más importantes de nuestra historia reciente.    Introducción La Transición, pensaba Juan J....

La transición es con la Guerra Civil uno de los dos hechos que han marcado con sello indeleble el siglo xx de España. A contiuación puedes leer las primeras páginas de este libro de Santos Juliá, que explica uno de los momentos más importantes de nuestra historia reciente. 

 

Introducción

La Transición, pensaba Juan J. Linz en 1996, es ya historia, no algo que sea objeto de debate o lucha política; es objeto científico, añadía, con el riesgo de que los que no la vivieron la ignoren, la consideren algo obvio, no problemático. Escrita esta reflexión poco antes de la llegada, por vez primera, del Partido Popular al Gobierno, estaba lejos el profesor Linz de pensar que lo que en aquel momento se daba ya como historia, como pasado, recuperase diez años después un lugar central en el debate político, crecientemente crispado a medida que avanzaba el nuevo siglo, hasta tal punto que diez años después de que Linz, y muchos con él, consideráramos la Transición como historia, hablar en España del proceso de transición de la dictadura a la democracia era hablar de política tanto como o más que de historia. Y hoy, cuando ya ha transcurrido otra década y nuevos movimientos sociales y nuevas fuerzas políticas han irrumpido en la calle y en las instituciones, los términos se han invertido por completo: hablar en estos últimos años de la Transición es hablar de política mucho más que de historia; o mejor: cuando se aparenta hablar de historia, lo que se hace cada vez con mayor frecuencia es un uso del pasado al servicio de intereses o proyectos políticos o culturales del presente.

Cuándo se comenzó a hablar en España de transición o de proceso de transición, quiénes hablaron y con qué propósito, en qué consistió el proceso cuando todo el mundo llegó a pensar que una transición política a la democracia estaba ocurriendo bajo su mirada, cómo se condujo y se expresó esa transición, quiénes y con qué propósito la pensaron como modelo una vez terminado el proceso, quiénes fueron sus primeros debeladores y, en fin, cómo se ha producido la última –‍hasta hoy‍– inversión de la mirada y quiénes han sido sus agentes y sus fines políticos será de lo que traten estas páginas. Con objeto de seguir Transición su curso, en el primer capítulo me remontaré a los años de Guerra Civil, cuando aparecieron unos proyectos de mediación que implicaban el postulado de un periodo de transición, como fue el caso de los comités por la paz civil y religiosa, o un régimen de transición, evocado por Manuel Azaña al exponer su plan de mediación para la paz. Luego, un periodo de transición, con un programa que tendría que desarrollar un Gobierno provisional y que habría de conducir a un plebiscito en el que los españoles decidieran el régimen político que quisieran, fue el centro de una política que desde el interior y desde el exilio trató de impulsar un sector de la oposición a la dictadura en sus negociaciones con fuerzas monárquicas. No logró fruto alguno, aunque su legado será recogido en las iniciativas que surgirán un poco por todas partes, primero en el exilio, cuando aparecen las primera voces a favor del diálogo entre las Españas, más tarde en el interior, a partir de la rebelión universitaria de 1956, cuando emerge una nueva generación que pretende poner fin a la división entre vencedores y vencidos llamando a una reconciliación moral, pero también política.

Aparece entonces la primera, y muy pronto convertida en canónica, propuesta de «transición pacífica de la dictadura a la democracia», elaborada con esas mismas palabras, y firmemente establecida como su política oficial, por el Partido Comunista de España cuando iba algo más que mediada la década de 1950. De transición como proceso evolutivo o como cambio de régimen debatieron 118 españoles del interior y del exilio reunidos en Múnich, en junio de 1962, y de transición como ruptura democrática no se dejó de hablar desde que alumbró la década de 1970. Muerto Franco, y mientras se ponían en marcha vanos proyectos de reforma de sus Leyes Fundamentales, se multiplicaron las huelgas, asambleas y manifestaciones que, desde febrero de 1976 en Barcelona e inmediatamente por todas partes, reivindicaron libertad, amnistía y Estatutos de Autonomía, al tiempo que desde decenas de partidos y grupos de oposición se creaban instancias unitarias con objeto de negociar la ruptura con el poder. Es inútil separar unas voces de otras: transición fue libertad, amnistía y Estatutos de Autonomía reivindicadas desde la calle, y transición fue negociación y pactos en despachos e instituciones.

Culminado el proceso de transición política con la Constitución de 1978 y los primeros Estatutos de Autonomía del año siguiente, el desencanto de que hicieron gala buen número de intelectuales, escritores y artistas se desvaneció como por ensalmo tras el intento de golpe de Estado de febrero de 1981 para dejar paso, con el triunfo abrumador de los socialistas que fue el resultado político más inmediato de aquella intentona militar, al primer consenso generalizado sobre el periodo de nuestra reciente historia, que por entonces se comenzó a denominar la Transición, con artículo y mayúscula. Una pléyade de politólogos, sociólogos, constitucionalistas, nativos y extranjeros, tratando aquel proceso como un acontecimiento, lo construyeron como modelo, durante el gobierno largo de los socialistas, proyectando así una mirada sobre el pasado que vino a sustituir a tantas voces desencantadas como acompañaron al proceso mismo mientras tuvo lugar. Vendrá después la quiebra de esa mirada, iniciada durante la primera legislatura presidida por el Partido Popular, que proclamó la necesidad de una segunda transición, y profundizada durante su mayoría absoluta, cuando la Transición fue identificada como un tiempo de silencio y amnesia, de borradura de la memoria, como una traición.

El recorrido por toda esa historia de una política llamada transición a la democracia, y luego simplemente Transición, culmina por ahora en la radical inversión de la mirada que ve la Transición como régimen, transición negada, pues, o transición como mera continuidad del régimen por antonomasia que fue la dictadura de Franco. El 15 de mayo de 2011, primero en la Puerta del Sol de Madrid y luego en la fachada del Congreso de los Diputados, aparecieron carteles o se estamparon pintadas con la leyenda «¡Abajo el régimen!», que parecía anunciar la llegada de un nuevo mundo o la liberación de uno antiguo aherrojado por el candado de la Transición. No faltaron en el concierto algunas voces de las que habían cantado las alabanzas de la Constitución de 1978 que propusieran ahora volarla con una carga de dinamita. Lo que vino después, hasta ayer mismo, cuando en el Congreso se celebraba el 40 aniversario de las primeras elecciones, será la disputa por un relato del que lo único que importa son los resultados que con su recitado se esperan obtener para la política de cada cual: la Transición, pues, para uso de las políticas del presente.

Aquí he tratado de reconstruir la historia política de este largo proceso sin apartarme de los textos en los que fue elaborado en cada una de sus etapas. No es, ni lo pretende, un ensayo de interpretación, un relato, ni puede abarcar campos tan florecientes en los últimos años como los de la cultura, la literatura, las identidades, la memoria o la cultura política de la Transición. Trata de ser lo que dice ser: una historia política, o sea, una investigación en las huellas que el proceso político de transición a la democracia ha ido dejando a lo largo de ochenta años –‍antes, mientras y después de que sucediera‍– para intentar reconstruirlo con las mismas voces del pasado, interfiriendo en ellas lo menos posible. Se ha escrito tanto sobre la transición española a la democracia, sobre lo que prometía, lo que fue, lo que resultó, que tal vez era buena ocasión de parar un poco y volver a las voces originales, las que en cada momento se pronunciaron con el propósito de recorrer un camino que permitiera a los españoles salir de una dictadura construida sobre las ruinas de una guerra civil para encontrarse de nuevo en una democracia.

 

Donde comienza esta historia: una guerra civil que acaba sin mediación ni paz

«La Guerra Civil de 1936 a 1939, sin duda ninguna es el acontecimiento histórico más importante de la España contemporánea y quién sabe si el más decisivo de su historia», escribió Juan Benet cuando se cumplían cuarenta años de su comienzo.1 Y ahora, cuando han transcurrido otros cuarenta años, no cabe decirlo de otra manera más que suprimiendo sus cautelas: ya lo sabemos todos, sin duda alguna. Es cierto que guerras y revoluciones hubo varias desde 1808: contra el invasor francés, llamada de independencia; entre las facciones absolutistas y liberales, que han pasado a la historia con el nombre de carlistas; la guerra de Cuba, interminable y, en ella, un desastre de guerra contra Estados Unidos en 1898; y de desastre a catástrofe, la guerra de Marruecos. Por lo demás, el recurso a la violencia fue habitual en las luchas políticas del siglo xix, tan acostumbrado a contemplar caídas de gobiernos y hasta de regímenes empujados por la fuerza de las armas: decenas de algaradas, levantamientos e insurrecciones esmaltaron la historia política de España desde la revolución de los años treinta hasta la de 1868 y después.

Pero, a pesar de las muchas guerras e insurrecciones, ninguna de ellas agota la explicación del siglo xix, ninguna se ha convertido en razón de ese siglo. No ocurre lo mismo en el XX, radicalmente impensable sin la Guerra Civil. Y esto es así porque, a diferencia de las guerras del siglo XIX, que unas veces acabaron sin un claro vencedor y otras dieron lugar a paces y abrazos de diverso signo, la Guerra Civil del siglo XX logró plenamente el propósito de quienes la iniciaron tras un golpe de Estado fallido: un vencedor que exterminó al perdedor y que no dejó espacio alguno para un tercero que hubiera negociado una paz o servido de mediador entre las dos partes. La Guerra Civil, que no habría podido prolongarse durante 32 meses sin una decisiva intervención extranjera, redujo la complejidad y múltiple fragmentación de la sociedad española del primer tercio del siglo XX a dos bandos enfrentados a muerte, con el resultado de que el vencedor nunca accedió a ningún tipo de pacto que posibilitara la reconstrucción de una comunidad política con los perdedores y volviera a integrarlos en la vida nacional. La Guerra Civil no fue la culminación de una historia, sino su quiebra brutal, un corte profundo infligido a la sociedad española que, desde 1939, quedó amputada para siempre de una parte muy notable de sus gentes y de su historia.

No faltaron, sin embargo, iniciativas y proyectos que propusieran, desde muy diversos sectores de la sociedad y de la política, suturar la ruptura postulando un periodo de transición en el que las dos partes escindidas por la guerra pudieran iniciar un camino de reconciliación que condujera a una convivencia en paz tras el refrendo de la voluntad popular libremente expresada. De esos proyectos, los primeros aparecieron durante la misma guerra, cuando los comités por la paz civil formados en Francia por exiliados españoles comenzaron a hablar de un periodo de transición y cuando el presidente de la República evocó ante el embajador de Francia la necesidad de un régimen de transición que permitiera una pacificación con vistas a una paz. De esos dos proyectos, los primeros en los que aparece la voz «transición» para designar el periodo entre la guerra y la paz, y de sus respectivos fracasos, debe partir este largo viaje.

POR UNA INTERVENCIÓN QUE NUNCA LLEGA

Desde los primeros días de la rebelión militar y de la revolución que fue su inmediata secuela, y a la vista de armas y tropas italianas y alemanas en suelo español, el presidente de la República, Manuel Azaña, pensaba y decía a todos los que hablaban con él que la República nunca podría ganar la guerra, convicción que se completaba con sus llamadas a organizar su defensa en el interior para no perder la guerra en el exterior. No perder la guerra exigía, según Azaña, que británicos y franceses despertaran ante la amenaza segura que sobre su futuro se Donde comienza esta historia: una guerra civil que acaba sin mediación ni paz cernía si Alemania e Italia triunfaban en España, y que se mostraran firmes en el cumplimiento del Pacto de No-Intervención exigiendo la retirada de todos los combatientes extranjeros de territorio español. Por eso, ya desde mediados de agosto de 1936, cuando recibía a políticos y periodistas franceses, los acercaba a la ventana de su despacho en el Palacio Nacional, que daba a la sierra y, mostrándoles las columnas de humo que desde allí se percibían con toda claridad, les decía: «Lo que se juega ahí abajo, en la sierra, no es sólo nuestro destino, es también el vuestro», y les encomendaba que informaran a su Gobierno, presidido por el socialista Léon Blum, de «que la derrota del Frente Popular en España no representará tan sólo la derrota del Gobierno del Frente Popular en vuestro país, representará la derrota de la democracia francesa y de la República». Porque, en esta aparente Guerra Civil, y como manifestó al corresponsal de Le Petit Parisien, «Lo que se juega es el equilibrio de fuerzas en el Mediterráneo, el control del estrecho de Gibraltar, la utilización de nuestras bases navales del Atlántico, así como las materias primas que abundan en el subsuelo español. Esta es la presa que se va a disputar en el trascurso de este primer acto de la nueva Gran Guerra».2

Primer acto de la nueva Gran Guerra: así definirá desde agosto de 1936, y en adelante, Manuel Azaña el alcance internacional que la guerra entre españoles adquirió para él cuando se produjeron los primeros envíos de tropas y material de guerra, aviones y tanques incluidos, desde la Alemania nazi y la Italia fascista en apoyo de los rebeldes, mientras Francia y Reino Unido montaban la política de No-Intervención que «al nacer, traía ya las huellas de la farsa y del engaño en que había de consistir», como escribirá Augusto Barcia.3 Nada distinto, por lo demás, de lo que Julio Álvarez del Vayo, sucesor de Barcia al frente del Ministerio de Estado, proclamaba el 25 de septiembre ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones al denunciar el incumplimiento de ese mal llamado pacto: «Los campos ensangrentados de España constituyen ya, en efecto, un preludio de los campos de batalla de la próxima guerra mundial».4 Nunca pudieron entender Azaña, ni Barcia, ni Álvarez del Vayo, ni nadie en el Gobierno español, que Francia y Gran Bretaña, además de mantener la prohibición de venta de armas al legítimo Gobierno de la República, permanecieran pasivas ante las flagrantes violaciones de su política de No-Intervención y la evidencia de peligro que para la paz de Europa y los equilibrios de poder en el Mediterráneo implicaba la presencia de ejércitos y fuerzas aéreas nazis y fascistas en España. No se trataba ya del interés o de la paz de la República: «A través de nuestra lucha se decide en cierto modo la suerte de las democracias y de la paz en el mundo», advertirá el Partido Comunista en julio de 1937, al denunciar la política de No-Intervención como «el bloqueo del Gobierno legítimo de España y la Celestina de la intervención fascista».

Sinopsis de La Transición, de Santos Juliá

Este libro no se limita al análisis del período posterior a la muerte de Francisco Franco —la Transición que unos elevan a categoría de modelo mientras es vilipendiada por otros como régimen del 78—, sino que se retrotrae a cuando ese concepto entró en el léxico político español hace ya ochenta años como una propuesta para clausurar la Guerra Civil, y llega hasta el uso que de él se hace en el presente. En sus orígenes y diversos significados durante la misma guerra, y luego, en la oscura edad de la posguerra, en los años cincuenta al socaire de una nueva generación, en los sesenta con las pancartas al viento reclamando libertad y amnistía, la transición fue una expectativa que acabó por formularse como una pregunta: después de Franco, ¿qué? Y a la respuesta en la década de los setenta como libertad, amnistía y Estatutos de Autonomía acompañó un extendido desencanto, disuelto como por ensalmo el 23-F con el fondo de guardias civiles asaltando un Parlamento. ¿Fin de la historia? Qué va, comienzo de los usos políticos.

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Autor: Santos Juliá. Título: La transición. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Amazon

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