La novela histórica sigue estando de moda en España. El pasado más o menos remoto se ha convertido en un bien de consumo, en un negocio que da dinero a los editores y a los cineastas e incluso a los autores.
Existe, sin embargo, un gremio quejoso que despotrica de la novela histórica y no digamos del ensayo de divulgación histórica: el de los historiadores profesionales.
Los historiadores profesionales, es decir, los profesores universitarios que viven de la historia, protestan contra los novelistas y los divulgadores ajenos a la docta institución académica y los acusan de intrusismo, de falta de rigor, de quebrantadores de la verdad (iba a escribir de embusteros, pero he preferido un circunloquio para acercarme al remilgado estilo que suelen usar).
¿Por qué andan tan molestos los historiadores profesionales? ¿Es que les han ocupado alguna finca de la que tuvieran las escrituras de propiedad?
El maestro de arqueólogos y prehistoriadores Luis Pericot, en el prólogo al famoso libro de divulgación Dioses, tumbas y sabios de Ceram, lo explicó con esa sinceridad y claridad de estilo que usaban los académicos de su generación: «El investigador especialista suele mirar con recelo toda intrusión, en su campo de trabajo, del aficionado, del literato o del reportero. No debe culpársele de este sentimiento receloso. Es natural que sea un poco egoísta y un mucho vanidoso, pues sin este contrapeso de la vanidad y el egoísmo no se explicarían los esfuerzos, la paciencia, la renunciación a una vida normal muchas veces, a que se ve obligado el que cultiva con pasión una ciencia».
No es solo cuestión de vanidad herida; también —¿por qué no confesarlo?— hay un punto de españolísima envidia. El historiador cultiva trabajosamente un árbol del que un intruso que no se ha quemado las cejas descifrando polvorientos folios escritos en enrevesada letra procesal entra a saco en su libro o en sus artículos (aparecidos en revistas o colecciones de breve tirada, solo para colegas y especialistas), y con sus manos limpias se lleva los frutos de tanto trabajo.
¿Quiere esto decir que estamos asistiendo a una batalla entre historia académica y novela histórica? En absoluto. Para que se riña una batalla hacen falta dos bandos enfrentados. El novelista o divulgador no se enfrenta al historiador. Se limita a utilizarlo y después lo ignora. «Nos entran por la puerta de atrás en la fortaleza de los hechos y nos roban el baúl del tesoro», se queja Simón Jenkins aludiendo a la famosa novela El código da Vinci, que hizo rico a su autor.
Este conflicto nos lleva a preguntarnos: ¿acaso tiene dueño el árbol de la historia? ¿Es la historia una parcela acotada en la que solo deben transitar académicos, titulados universitarios?
No, la historia, como el aire, nos pertenece a cuantos la hacemos o padecemos.
Hace años participé en un coloquio que contrastaba opiniones de académicos y divulgadores. Un campanudo historiador que ante sus alumnos desprecia la Wikipedia, pero bien que se ha preocupado de inscribir en ella su propia biobibliografía tan hinchada que produce vergüenza ajena, el mismo fantasmón que alardea de ser discípulo del prestigioso Duby (aunque Duby, ya difunto, nunca se confesó, que yo sepa, maestro de él) se mostró radicalmente contrario a los ensayos divulgativos: «El que se interese por la historia —argumentaba— que lea lo que producimos los historiadores profesionales» («y laureados», le faltó añadir).
Hubiese sido bueno relativizar el asunto con una medida de humildad, pero eso no entraba en sus premisas. Ya advertía don Quijote a Sancho que «hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que, después de sabidas o averiguadas, no importan un ardite al entretenimiento ni a la memoria» Don Quijote de la Mancha, II, 22.
Contrastando opiniones, argumenté que el carnicero, el bancario, la enfermera, el tractorista, el bombero, el gerente de un hotel, el ingeniero a los que les gusta la historia no entenderían esa historia académica sembrada de términos como epipaleolítico o alcabalas que usan los especialistas. Sugerí la conveniencia de apearse de la pedantería de llamar «estructura defensiva» a la «muralla» para hacerse entender por las personas corrientes, o sea, por los contribuyentes que pagan unos crecidos impuestos para mantener las cátedras de las universidades. Por no hacer sangre dejé de citar a Serafín Fanjul, un prestigioso historiador y arabista que sabe escribir en llano excelentes libros de divulgación, y se refiere a esos rencorosos colegas suyos como «gremio esquivo y apartadizo, ajeno a los intereses de la comunidad humana que les paga el sueldo» FANJUL, Serafín, Buscando a Carmen, Siglo XXI, Madrid, 2012, pág. 213.
Como casi siempre ocurre con los encuentros en los que se contrastan opiniones, la discusión subió de tono y al final el historiador campanudo se encastilló en su postura y desdeñó mi invitación a que iluminara, con todo su prestigio, esa parcela divulgativa que la universidad española descuida dejándola al arbitrio de personas no especializadas.
Sugerí, en el calor de la discusión, que si los especialistas explicaran la historia con lenguaje asequible, riguroso pero sin academicismos, verían como los frutos del árbol alcanzarían también a sus cuentas corrientes, puesto que el agravio comparativo que subyace al problema es, no nos engañemos, el maldito parné. Incluso cité el caso de solventes historiadores como José Luis Corral, o Calvo Poyato, que al propio tiempo son novelistas de gran éxito.
En fin, todo esto venía a colación porque ahora descubro que el historiador en cuestión se ha esmerado en llegar al gran público en un libro reciente (no quiero incurrir en la vanidad de pensar que mis razonamientos de marras hicieran germinar en él la semilla de la duda). He acudido al citado libro y he leído las páginas que dedica a los albigenses o cátaros, esos herejes que provocaron una cruzada en el sur de Francia en el siglo XIII.
He puesto sobrado interés en la lección de historia del académico que, de pronto, se rebaja a escribir «historia narrativa» introduciendo microhistoria dentro de la doctoral historia global con la intención de alcanzar a un público más amplio aunque menos selecto.
Con tristeza debo admitir que no me he enterado de nada. El historiador en cuestión se ha esmerado en demostrar que, además de historiar, sabe escribir, o sea, ha perpetrado su libro para el gran público con voluntad de estilo. El resultado es deplorable, me temo. A su consustancial pedante ha unido una cursilería que hasta ahora permanecía inédita entre sus registros, amén de cierto abuso del diccionario de sinónimos que tenemos al alcance de una tecla en internet y que tantos desastres causa entre los noveles autores. En fin, a la vejez viruelas: mucho estilo sonajero, ese del que tanto abomina Juan Marsé, mucho dato innecesario y, al final, puro fuego de artificio. En su deseo de vulgarizar (así lo llamaría él) ha incurrido en el defecto opuesto, en el palabreo sin sustancia.
Moraleja: que uno sea un excelente historiador, que sin duda lo es, no significa que esté dotado para divulgar la historia con sencillez.
En fin, seguramente insistirá en su nueva faceta divulgadora. Esperemos que con un poco de práctica consiga algún resultado potable, lo que sin duda redundará en bien de los buenos aficionados que nos desvivimos por alcanzar aunque sea un destello de su cegadora sabiduría.
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