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Ganador y finalista del concurso de Historias con orgullo - Zenda
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Ganador y finalista del concurso de Historias con orgullo

Cómo salirse del encanto, de Manuel Álvarez, ha ganado el concurso de historias con orgullo, dotado con 2.000 euros y patrocinado por Iberdrola. Invertido, de Marta Querol, ha quedado finalista del concurso y recibirá un premio de 1.000 euros.  Este concurso ha coincidido con la celebración del WorldPride Madrid 2017, la gran fiesta mundial del Orgullo LGTB. El jurado, que...

Cómo salirse del encanto, de Manuel Álvarez, ha ganado el concurso de historias con orgullo, dotado con 2.000 euros y patrocinado por Iberdrola. Invertido, de Marta Querol, ha quedado finalista del concurso y recibirá un premio de 1.000 euros.  Este concurso ha coincidido con la celebración del WorldPride Madrid 2017, la gran fiesta mundial del Orgullo LGTB. El jurado, que ha valorado la calidad literaria y la originalidad de las #historiasconorgullo presentadas, lo han formado los escritores Luisgé Martín, Oscar Esquivias, Juan Gómez-Jurado, Lara Siscar y Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

Para participar, era necesario escribir un texto en internet en lengua española que incluyera la palabra ORGULLO. Dicho texto debía ser publicado en internet mediante una entrada en un blog, una anotación en Facebook o un tuit en Twitter. Una vez los usuarios hubieran publicado el texto en sus blog, Facebook o Twitter, tenían que inscribirse, registrándose en el Foro de Zenda en el apartado https://foro.zendalibros.com/forums/topic/historias-con-orgullo-en-zenda/y difundir allí la dirección (la url) donde han publicado el texto. Aquí puedes consultar las bases del concurso.

Relato ganador

Cómo salirse del encanto

Manuel Álvarez

Al principio va a parecer difícil, pero con el tiempo vas a darte cuenta que todo es cuestión de tiempo. Simple.

Primero empezá por borrar todo lo que te hace acordar a él. La taza de los Ramones, dásela a tu vecino. Las fotos, tíralas al tacho. Los álbumes compartidos en Facebook, al tacho virtual. Borrá su nombre de la heladera, que los imanes con forma de letras ahora digan otra cosa, resignificá, dejá una palabra seca. Poné: adiós. El ejemplar de Rayuela dedicado, apóyalo en uno de esos bancos coloridos y solitarios de Plaza Armenia. Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos: es una trampa. Cágate en Cortázar. No sos Oliveira, tampoco sos Rimini y ustedes ya son el pasado. Dos años pasados por agua.

No leas a Fresán, es otra trampa.

Arrancá un taller de escritura creativa. Escribí sobre él sin nombrarlo. Contá sobre el encuentro en la librería de Malasaña, poné que él era como los chicos que se divierten despellejando las cortezas de los árboles, solo que esa corteza era tu piel. Escribí en tercera para no hacer fuerza sobre la herida.

Dale vueltas al desamor. Enroscate. Llegá a la conclusión de que es cuándo el amor se pone malo, como una fruta vencida, y pega debajo de la cintura y ensucia como el barro cuando llueve.

No escuches a Drexler, no le creas nada.

Libérate. Tuitea que Los amantes del círculo polar te pareció una mierda para que te lea y se enoje. Eso. Lastímalo en tu cabeza. Regalale tu odio. Los hoyuelos que antes veías como un combo agrandado que venía con la sonrisa, ahora míralos como dos marcas que estropean el cuadro. La nariz roja por el acolchado de plumas no es tierna, es una alergia.

Acusalo. Acomódate en el colchón mullido donde descansan los mártires de las relaciones. Pregúntate en que fallaste, convéncete que en nada. ¿Quién puso punto muerto? ¿Quién termino este cuento? Vos no.

Engañate diciéndoles a tus amigos que estas mejor solo, que no lo necesitas para hacerle frente al mundo. Burlate del andar de la mano. Vos podes con lo que hay.

Emborrachate hasta vomitar, primero solo, después en compañía. Hacé papelones. Perdé el celular que te trajeron de afuera. Cómprate uno nuevo. Perdelo en un taxi.

Anotate en el curso de meditación que dan los jueves a las ocho en la calle Serrano. Buscá serenidad en el budismo moderno. Respirá. Exhalá.

Poné en youtube el video de Brilliant Disguise. Servite un vaso de whisky. Ponelo otra vez. Cantala en voz alta. Los domingos quédate tirado en la cama viendo películas en blanco y negro de Humphrey Bogart. Impostá la voz y habla con la boca torcida frente al espejo. Repetí: here´s looking at you, kid. Creete Humphrey Bogart. Vos también podés ser más duro que los demás. Convencete.

Tu mejor amiga va a decirte que no era para vos, que aproveches para acostarte con quien quieras. Acostate con quien puedas. Escribile al colombiano que conociste en Chueca. Ponele que lo querés ver. Invitalo a comer a tu departamento. Comprá un vino algo caro. Un trapiche malbec está bien. Hace unos fideos barilla con salsa rosa. Tírale algún cuadradito knorr para darle sabor. Llevalo a comer al balcón. Dejá puesta alguna lista medio romántica en Spotify, una con canciones de películas. Que suene el tema de Ghost. Dejalo hablar, dejalo tomar. Que el polvo sea en la cama, no improvises. Incomodate con sus pelos en tu hombro. Mirá fijo el techo blanco, no te duermas. Decile que tenes algo a las diez para que se vaya temprano. Andate vos también. Caminá por Mendez Alvaro hasta Atocha. Tomate el metro.

Vas a enterarte que salió con otro por un mensaje de whatsapp de tu mejor amiga mientras viajas por la línea 3. Ayer lo vi al quetejeidi con un tipo tamaño crossfit en un bar, te va a escribir. Me chupa un huevo, pasaron cuatro meses, contéstale. Pensá en abrir las puertas del metro y saltar. No saltes.

Bancate los momentos de debilidad. Nadie dijo que es fácil. Tus amigos van a querer frenarte, te van a decir: no seas pelotudo, no quiere saber nada más con vos. Sé un pelotudo. Búscalo. Corré hasta la fiesta donde te enteraste que va a estar. Quédate sin palabras cuando lo veas hablándole al oído al de crossfit, seduciéndolo como te seducía a vos.

Masticá la bronca y saludalo cuando se acerque a la barra. Decile que lo ves bien. Va a agradecerte y va a preguntarte qué haces ahí. Respondé con una excusa, decile que te enteraste por Facebook, que tus amigos están por llegar. Hablale corto. Cuidá las formas, guardate el orgullo. Despedite diciendo que vas a buscar a tus amigos, que después volvés. No vuelvas.

Cuando esa misma noche te mande un mensaje a las tres y media de la mañana preguntando en qué andas, míralo despacio y respondé: acá ando.

***

Relato finalista

Invertido
Marta Querol

Son las tres. Merak ha quedado con Zeta-Chi a las cinco, pero ya le tiembla hasta lo que no tiene. Lleva meses, puede que un año, retrasando el momento. Por miedo.

Ha cumplido los diecisiete años, pero desde niño sabe que le gustan las chicas. No entiende qué ha fallado en su concepción, se supone que eso está controlado y su mal, abolido, pero teme ser el error estadístico de su lote. Nunca se lo ha confesado a sus madres aunque barrunta que lo saben:

―Merak, mi vida ¿no quieres jugar con otra cosa? ―Con siete años se enfrascaba en guerras espaciales interminables―. Esa nave planetaria de Lucita está hecha un asco. Ven, que te peino, te pongo colonia y nos vamos a dar una vuelta, ¿quieres?

Las ha visto intercambiar miradas de inquietud, incluso no hace mucho escuchó a mamá Lina-Rem hablar con gran desasosiego del Centro de Reprogramación Testicular; fue cuando denunciaron a su vecino. Al parecer, lo del cuarentón del decimosexto era una anomalía genética, según había certificado la Comisión de Invertidos ―y había difundido la del piso cincuenta y seis―. Seguía en reparación, no había regresado. 

No quiere preocuparlas, se dice, aunque la realidad es que se moriría de la vergüenza si supieran que es un hetero; no soportaría ver la decepción en su rostro. Ellas, tan tradicionales, tan buenas, tan felices con su vida ordenada. Y tan bien consideradas. No puede afrontar acabar con todo eso. Se siente como una bomba de heliones capaz de desintegrar toda esa estabilidad. En el colegio disimula. El uniforme gris ayuda, lo asimila a los demás, pero también lo pone en evidencia. Desde que cumplió los quince no consigue controlar las reacciones de su cuerpo y la licra inteligente del uniforme muestra sus erecciones en los momentos más inoportunos. Como cada vez que ve a Zeta-Chi. En cuanto lo nota mira hacia otro lado y piensa en el nuevo Nanocraft que le han regalado a Lucita por su cumpleaños y que tanto le gusta. Y, si no le baja, se concentra en el recuerdo de Orion-Ta, un chaval dos años mayor a quien rodearon al salir de clase por hetero y lo pintaron de rosa con spray. Eso se la baja seguro. Nunca se supo quiénes fueron los responsables, nadie habló, a nadie le interesa lo que le pase a uno de ellos, pero él sospecha que los tiene cerca:

―¡Merak! ¿Qué coño te pasa, machito de mierda? ―Pí es algo más bajo que él, pero eso no le impide intimidarlo―. No me digas que se te pone dura mirando a las niñas. ¡Chicos, aquí tenemos un machorro de marca!

―¡No digas gilipolleces! ¿No tienes nada mejor que hacer?

―Venga, Merakito, si se te marca como una láser al verlas trotar durante el partido. ¿Qué te han enseñado en tu casa?

―Déjame en paz…

―Degenerado, picha brava, anomalía humana…

Así un día y otro y otro. Pí se ha dado cuenta, a pesar de los esfuerzos por no delatarse; nunca se le ha escapado un comentario sobre lo buena que está Casiopea o las tetas que tiene Claria, les ríe los chistes aunque algunos le dan náuseas e incluso ha forzado algún «qué culo tiene mengano» con voz atiplada. Pero no ha evitado ser el rarito de la clase.

Sin embargo, Zeta-Chi siempre ha sido amable con él. Nunca se ha burlado y, podría jurar que, cuando la roza, ella se ruboriza. Se le hace imposible no amarla en sueños, pero el temor a las consecuencias no le ha permitido, hasta ese día, quedar con ella a solas. Ayer se decidió. Coincidieron al salir de la instrucción y, mientras quitaba el cordón bloqueante a su propulsor, le preguntó si podían verse al día siguiente. A las cinco. ¿Dónde? En el Museo de Antropología. Ella le replica:

―Hay cosas horribles, nunca va nadie.

―Por eso…

―Ah. ―¿Se ha ruborizado?― Entiendo. A las cinco.

―Sí, en la sala del siglo XXIV.

La cobardía le había pasado factura en los primeros tiempos de su descubrimiento. Su TEI (Técnico en Equilibrio Interior) de la Clínica Monte Lunar le diagnosticó una úlcera nerviosa que solucionó al instante. Lo mismo ocurrió con el insomnio y la ansiedad, superados con chutes periódicos de láser Radisens. Pero esa noche ha vuelto a no pegar ojo. ¿Y si ella no es de los suyos? ¿Y si luego se lo cuenta a todos? ¿Y si es una trampa? No sería el primero en sufrir una humillación pública preparada.

Suda. El mando regulador le ayuda a reducir el exceso de sudoración, quiere tener buen aspecto, pero lo que en realidad necesita es un chute de láser y ahora no puede desplazarse para que se lo den. Con el propulsor a la espalda, Merak vuela hasta el museo. Su camiseta inteligente le avisa de un exceso de tensión arterial ―«tranquilo, no pasa nada»―. Negativo: en cuanto entra en la sala del siglo XXIV y ve a Zeta-Chi frente a la cortina osmótica, las palpitaciones redoblan. Duda. Teme.

Solo al mirarla de frente el pulso vuelve a su ser. La sonrisa más bonita, lo ojos más dulces, el cuerpo más… y las hormigas juguetonas invaden sus sentidos.

Se saludan, pero no se besan, hay cámaras. En el siglo XXX es difícil esconderse.

Acodados sobre la barandilla que mantiene a los visitantes a una distancia de las escenas expuestas, sus brazos se rozan, sus pensamientos también. Merak busca las palabras adecuadas, visualiza frases en la mente, quiere ordenarlas, pero la emoción se lo impide y tiene poca práctica en la transmisión directa, acostumbrado a evitar siempre que le lean el pensamiento. Pero no le cuesta nada leer la de Zeta-Chi, clara y serena, plena de orgullo:

―Pensé que nunca te atreverías a dar este paso, Merak. Me quieres, te quiero. ¿Qué mal hay en ello? Y no, no estamos solos.

―Lo sabías…

―Ahora sí.

―No podemos.

―Podremos. No van a cambiarnos. Tenemos derecho a ser felices.

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