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Editor, estás despedido - Zenda
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Editor, estás despedido

Ahora que lo pienso —al borde del trampolín del texto—, creo que tengo más amigos editores que amigos escritores, anomalía que quizá hiciera las delicias de un buen psicoanalista. ¿Qué es un editor? ¿Tienen rasgos comunes todos los editores que en el mundo han sido? ¿Por qué publican lo que publican y por qué algunos,...

Ahora que lo pienso —al borde del trampolín del texto—, creo que tengo más amigos editores que amigos escritores, anomalía que quizá hiciera las delicias de un buen psicoanalista. ¿Qué es un editor? ¿Tienen rasgos comunes todos los editores que en el mundo han sido? ¿Por qué publican lo que publican y por qué algunos, una vez que cesan en su actividad, se quedan tan solos? Son algunas de las preguntas que pretendo hacerme en este artículo.

Quizá el primer editor de la historia fue Aldo Manuzio, deliciosamente retratado —por cierto— hace no mucho por Javier Azpeitia en su novela El impresor de Venecia. En efecto, el origen de esta profesión hoy en día un tanto aristocrática (el editor es el que manda, el que decide, el que crea éxitos; el que te deja entrar en la discoteca, vamos) tiene mucho más que ver con la posesión de una imprenta que con la posesión de un criterio (un marxista podría tirar con gracia de este hilo), aunque Manuzio contara con ambos. El editor, por tanto, siempre fue un empresario y, como puede constatarse en el clásico de Balzac Las ilusiones perdidas, su obsesión no era la inmortalidad del arte literario, encontrar grandes obras o descubrir excelsos escritores, sino vender lo que se iba amontonando en un almacén.

"El editor que conocemos hoy poco tiene que ver con el publicador primitivo. Básicamente hay dos tipos de editor: el que ocupa ese puesto y el que se arroga ese puesto a sus expensas."

El editor que conocemos hoy poco tiene que ver con el publicador primitivo. Básicamente hay dos tipos de editor: el que ocupa ese puesto y el que se arroga ese puesto a sus expensas. Así, uno puede ser nombrado editor de un sello —y, por tanto, también despedido en un momento dado— o puede, si le acompañan las arcas familiares o personales, abrir su propia editorial y ser editor desde el momento mismo de registrar su empresa. O sea, todos somos editores si tenemos un millón de euros.

En realidad, según un estudio que leí hace algunos años, para abrir una editorial bastan algunas decenas de miles de euros.

A partir de ahí —nombramiento, autonombramiento— empieza lo difícil: qué publicar, cómo llegar a las librerías y a los suplementos literarios; cómo conseguir prestigio; y, en el caso de la empresa propia, cómo no hundirse y hasta ganar algún dinero.

"Cuando despiden a un editor vemos realmente lo bueno que era. Hay quien, despedido, deja inmediatamente de ser editor. Nadie le llama."

Si los escritores tienen en los editores a su bestia negra, los editores la encuentran en los libreros. Esto, obviamente, no se lo va a reconocer ningún editor en una entrevista. El escritor necesita que el editor acepte publicar su libro, y el editor necesita que el librero acepte venderlo. Al final todos estamos en manos de alguien, normalmente de una señora que compra o no compra tu libro o el de otro, publicado en tu sello o en el de otro, entrando en tu librería o en la de otro; o en el Carrefour. El único que manda despóticamente en el sector editorial es el lector, y por eso nadie osa nunca meterse con el lector, sujeto colectivo con veinte euros en el bolsillo.

Una verdad como un templo —a veces da hasta gusto rebajarse al cliché— que me dijo alguien sobre los editores es ésta: tienen más ego que todos sus autores juntos. Nunca he conocido a un editor que no se ajuste a este enunciado. Y hacen bien.

Este ego, segregado por la actividad diaria de decir que no o decir que sí a decenas de escritores (amén de a peticiones puramente laborales), se vuelve contra el editor en una situación verdaderamente curiosa: el despido. Cuando despiden a un editor vemos realmente lo bueno que era. Hay quien, despedido, deja inmediatamente de ser editor. Nadie le llama. Nadie le saluda. Nadie le manda ni siquiera una postal por Navidad. A nadie le importa ya una mierda lo que diga. Ése era el mal editor: no dejó nada detrás de sí, ni siquiera cortesía.

"El fin del escritor tiene algo imbatible: en cualquier caso, siempre estarán sus libros en la Biblioteca Nacional. De hecho, casi siempre hay alguien leyendo a cualquier escritor de la Historia."

Esto es así porque el editor, a poco que su sello sea a) de un gran grupo o b) prestigioso (sello independiente), vive en un mundo irreal: todos le tratan bien. Todos le tratan bien porque todos (incluidos los periodistas culturales) guardan en el cajón una novela o el sueño de escribir una novela. Por eso, el caudal de amabilidad, atención y deferencia que se dirige hacia un editor, cuando éste deja de serlo, no sólo se corta de una manera tan abrupta que casi inaugura una nueva textura de silencio, sino que, muchas veces, se tiñe, ese caudal, de desdén, rencor y represalia.

El fin del escritor tiene algo imbatible: en cualquier caso, siempre estarán sus libros en la Biblioteca Nacional. De hecho, casi siempre hay alguien leyendo a cualquier escritor de la Historia, aunque sea una sola persona en un librería de lance durante diez minutos. Ningún escritor es completamente silenciado.

Sin embargo, ¿qué queda del editor que fue? Podría decirse que su catálogo —y puede decirse de Jorge Herralde o de Constantino Bértolo—, pero lo cierto es que casi nadie sabe quién publicó un libro hace veinte años, hace cincuenta.

"Los editores me caen bien justamente ahí: cuando saben que su misma esencia no es otra que resistir."

Esto es injusto y yo creo que dejar de ser editor es mucho más doloroso, en el caso del editor vocacional, que dejar de escribir, porque el editor no está acostumbrado a la soledad. Un catálogo editorial es, en rigor, una pequeña sociedad de amigos, un cóctel de inteligencias, un trabajo en equipo: escritores, traductores, correctores, impresores… Todos hablan con el editor. A diferencia del escritor, el editor está siempre conversando, y el fruto de todas esas conversaciones son los libros que publica, núcleos irradiadores de más conversación. Un editor callado es un editor triste.

Por eso es tan difícil jubilar a un editor de verdad, porque antes tienes que jubilar un ego, jubilar un catálogo. Los editores me caen bien justamente ahí: cuando saben que su misma esencia no es otra que resistir.

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Alberto Olmos

Alberto Olmos (Segovia, 1975) es escritor y columnista. Ha publicado nueve novelas, entre las que destacan Trenes hacia Tokio (2006), Alabanza (2014) o Irene y el aire (2020). Su primer libro de relatos se tituló Guardar las formas (2016), y su primer ensayo, Vidas baratas: elogio de lo cutre (2021). Es premio Ojo Crítico RNE de Narrativa (2009) y I Premio David Gistau de Periodismo (2020). Escribió y locutó el podcast sobre literatura Todo está en los libros (2022). Vive en Madrid.

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