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El daño se mueve - Zenda
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El daño se mueve

Es uno de los retos más importantes: conseguir que el daño recibido no se convierta en tu daño hacia otro. Para eso hay que vigilarse mucho. Uno de los personajes de Pavese dice: «habiendo sufrido una injusticia, correspondía con esta injusticia, como ocurre en este mundo, no a la culpable sino a otra”. Y por...

Es uno de los retos más importantes: conseguir que el daño recibido no se convierta en tu daño hacia otro. Para eso hay que vigilarse mucho.

Uno de los personajes de Pavese dice: «habiendo sufrido una injusticia, correspondía con esta injusticia, como ocurre en este mundo, no a la culpable sino a otra”.

Y por la injusticia de aquel amor, llevó a esa otra al suicidio.

En el mundo intelectual se producen a menudo violentos ataques de unos u otros a la vanidad o al ego de los adversarios ideológicos. De pronto, es como si un tsunami de opinión adversa cubriese de improperios a la personalidad cultural que se haya puesto a tiro. A todos se nos ocurren casos de intelectuales que, con toda probabilidad, se han debido de sentir zaheridos y degradados por ese tipo de ataques.

"Mario Vargas Llosa dejó de apoyar la Revolución cubana para convertirse en uno de sus más relevantes detractores, aunque ha conseguido no permitirse manifestar (al menos en público) un resentimiento reaccionario hacia quienes le vituperaron entonces."

Mario Vargas Llosa reconocía en 1971, en una carta dirigida a Carlos Fuentes reproducida no hace mucho por la revista Letras Libres: “A diario me llegan recortes donde algún camarada cuadriculado me arreboza de mierda. Es sabido que la derecha hace las cosas más canallas, pero en decir canalladas la izquierda gana”. Mario Vargas Llosa decía esas palabras sobre la derecha y la izquierda en el contexto de su “adhesión” a la Revolución cubana, que poco antes había declarado “profunda” pero no “incondicional”. Y habían sido, en efecto, sus críticas (autocríticas) al apoyo dispensado por el gobierno de Fidel Castro a la intervención soviética en Checoslovaquia las que habían provocado las primeras infamias contra él (según carta del propio Mario Vargas Llosa a Roberto Fernández Retamar, de marzo de 1969), ahí los primeros insultos y las primeras descalificaciones de una izquierda que exigía la adhesión total, absoluta, sin asomo de espíritu crítico, a la Revolución.

La historia ya la conocemos: Mario Vargas Llosa dejó de apoyar la Revolución cubana para convertirse en uno de sus más relevantes detractores, aunque ha conseguido no permitirse manifestar (al menos en público) un resentimiento reaccionario hacia quienes le vituperaron entonces, por discrepancias ideológicas, o hacia quienes lo vuelven a hacer cada poco; y, mucho menos, hacia quienes no tienen la menor culpa (que sería lo grave y es lo que se observa continuamente en otros casos).

"A veces, las víctimas son aún peores que sus verdugos, y, me temo, no con sus verdugos sino con sus propias víctimas."

Saber encajar es importante, pero no todos los intelectuales son igual de capaces (sólidos) cuando se enfrentan a un descrédito de proporciones nacionales o internacionales. Y es entonces cuando la izquierda y la derecha crean (con sus ataques) verdaderos monstruos a su medida. Cualquier progresista se puede quedar, en un momento dado, a la derecha de la pureza ideológica que unos pocos defienden, y, una vez en esa intemperie, tener que defenderse desde ese lado del espectro político lo puede convertir en el mayor reaccionario de la tierra. Es un camino común, ese de Vargas Llosa, deriva de izquierda a derecha tras el duro afeamiento de la izquierda pretendidamente pura. Pero también se produce el camino inverso con personas que, tras sufrir el daño de los ataques de la derecha, se vuelven militantes fustigadores desde la izquierda.

En España se observan algunos ejemplos: intelectuales, periodistas o escritores que se orillan a sí mismos hasta un extremo de descrédito todavía mayor, incluso, que el que esa progresía moralmente beligerante o esa derecha militante y extrema le achacaban en un primer momento; como si el rencor (el daño, el resentimiento) hiciera de ellos la peor versión de sí mismos: una versión degradada, caricaturesca, desprestigiada. Tal vez el dolor por el vituperio resulta en una reacción del mismo feo cariz. El fustigue, legítimo o no, se convierte en fustigue, legítimo o no. El daño se propaga. A veces, las víctimas son aún peores que sus verdugos, y, me temo, no con sus verdugos sino con sus propias víctimas. Y ahora, en la era de Facebook y Twitter, todo ello se produce de manera más súbita, con una virulencia inusitada, con mayor zafiedad, pornográficamente. El descrédito público puede ser casi instantáneo. La horda devasta el prestigio de una persona durante el pico informativo de turno, y luego sigue camino, pretendiendo dejar al humillado con su sufrimiento. Es lo de antes, lo experimentado por Vargas Llosa a finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo XX. Esto sí, cada vez duele menos. Con la velocidad con que se produce y pasa, relativizamos el daño, le restamos importancia. No es lo mismo recibir una carta –un sobre con una misiva y un recorte de prensa—, que recibir un link, una ristra de mensajes de twitter, una línea de diálogo en los comentarios a una noticia, pudiendo además rastrear en cuestión de segundos las acciones y reacciones ante todo ello.

Lo veloz —parece— pesa menos.

"A menudo descubrimos que tras un horror hay otro horror: un horror antiguo, escondido en el pasado; aunque nos cuesta encontrar la relación entre el primero y el segundo."

Por otro lado, suele decirse que “sufrir nos hace fuertes”, aunque yo lo que observo es que nos hace peores personas. No más fuertes, sino más duros, incompasivos, crueles, egoístas, marrulleros. Y por eso da tanto miedo hacer daño, y, sobre todo, por eso es que la posibilidad de agredir a alguien impone tanto respeto (sobre todo si es físicamente). Cualquiera no se lo piensa. Y, quien no se lo piensa (y se deja llevar contra alguien porque sí) recibe la reprobación de los demás. Hay que defender a la víctima para que esta no se convierta en verdugo. Pero en internet parece salir casi gratis, y se descuenta que habrá quien defienda al dañado, o no, quien se enfrente a los agresores en su defensa, o no, y, aún, quien lama sus heridas en privado, en compadreo o camaradería ideológica, o no. Y sin embargo, aunque lo parezca, el daño nunca sale completamente gratis, solo hay que atender a las enseñanzas de la Historia. El daño infligido se propaga y, también, regresa sobre quien lo ha infligido; vuelve a su origen, por un lado, y, por el otro, se extiende a través de los inocentes.

A menudo descubrimos que tras un horror hay otro horror: un horror antiguo, escondido en el pasado; aunque nos cuesta encontrar la relación entre el primero y el segundo. Pero allí están, precedente (si no causal), y posterior (si no consecuencia, si no reacción). El eco del daño es terrorífico, extiende el dolor en ondas imprevistas, invisibles, incontrolables. Es como si haber sido víctimas nos legitimara para empujar a otros al mismo sufrimiento. Al principio la víctima goza de cierto amparo cuando agrede; se comprende su agresión, se le perdona. Es un peligro, porque aprendemos rápido y no toda víctima es tan lúcida como para recapacitar y darse cuenta y detenerse a tiempo, antes de transmitir un daño que se extenderá a otros. La víctima ni siquiera se da cuenta de que agrede por haber sido agredida antes, en otras circunstancias, por alguien que, posiblemente, ni siquiera sea el objeto de su agresión.

Leyendo las columnas de opinión de muchos periodistas, escritores o intelectuales españoles no resulta difícil detectar el producto de un daño antiguo. Solo el resentimiento puede llevarnos a sostener con zafiedad determinadas ideas. Hay mucho canalla que ha sido primero víctima, o que vuelve a ser víctima en cuanto se pone a tiro. Hay en la prensa española hasta adictos a ese daño que les es infligido y que infligen.

Aunque parezcan aguerridos, el daño los consume, los va borrando con cada artículo que escriben.

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Nicolás Melini

Nicolás Melini (La Palma, 1969), es autor de una quincena de libros, entre los que se encuentran las novelas cortas El futbolista asesino, La sangre, la luz, el violoncelo y El estupor de los atlantes (esta última traducida al francés y al georgiano), libros de cuentos como Pulsión del amigo y Talón, y de poemas como Cuadros de Hopper y Los chinos. Ex programador de La noche de los libros y en la actualidad director del Festival Hispanoamericano de Escritores, reside entre La Palma y Madrid. @MeliniCoLaPalma

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