Bastaría con señalar que es una mujer —y antigua discípula de Susan Sontag en la Universidad de Columbia—, haciendo cine de acción a la manera del Hollywood de los últimos 40 años —una pantalla que por violenta se considera masculina— para incluir a Kathryn Bigelow en cualquier nómina de la heterodoxia del cine estadounidense actual. Pero sería decir muy poco de una realizadora de la que cada una de sus imágenes merece las mil palabras y más. En tierra hostil (2008), la cinta que le valió el Oscar a la mejor dirección es una de las películas más reflexivas, y críticas, con el conflicto que retrata: la guerra de Irak. ¿Qué pensarían al verla todos aquellos que sostienen que la mirada femenina es tan dada a la reflexión como la masculina a la acción?
Se dijo entonces que el imprevisto obedeció a que Hollywood necesitaba premiar por primera vez a una mujer como la mejor directora, y nada mejor que hacerlo frente a su exmarido. Pero Bigelow nunca ha ejercido de mujer cineasta. “Si hay una resistencia específica a que las mujeres hagan películas, simplemente elijo ignorar eso como un obstáculo por dos razones: no puedo cambiar mi género y me niego a dejar de hacer películas. Es irrelevante quién o qué dirigió una película, lo importante es que respondas a ella o no lo hagas”, suele comentar preguntada sobre la escasez de mujeres realizadoras”.
Hay algo en Bigelow que convence a quienes en el Hollywood actual recelan de sus pares. Particularmente, lo que más me interesa de esta realizadora es su acercamiento al miedo. Esa puede ser una de sus claves: hace cine de acción, pero a diferencia de esta pantalla, en la que se nos repite que quienes no tienen miedo son unos irresponsables, pero raramente se nos muestran sus padecimientos. El miedo en Bagdad de los soldados estadounidenses, el miedo de los afroamericanos que van a ser asesinados impunemente por la policía en Detroit (2017) y el miedo de Caleb Colton (Adrian Pasdar), el enamorado que no quiere acabar de convertirse en vampiro en Los viajeros de la noche (1987), mi favorita de las cintas de esta realizadora.
Quienes alaban a la Kathryn Bigelow que hace cine de acción, suelen encomiar Le llaman Bodhi (1991), toda una liturgia de la adrenalina en la que, un grupo de surfistas, medio místicos y liderados por el tal Bodhi (Patrick Swayze), se dedican a atracar bancos para ir de playa en playa, e busca de la “gran ola”. Johnny Utah (Keanu Reeves) es un agente del FBI encargado de desenmascararles. Puesto a ello, se enamora de Tyler (Lori Petty), una chica de la playa de los presidentes —los atracadores, en sus asaltos, ocultan sus rostros tras las caretas de distintos expresidentes— que enseña a Johnny la práctica del surf. La realizadora nos cuenta el enamoramiento que surge entre ellos en una serie de planos cortos, breves y concisos, acompasados con el tema musical. Exactamente igual que hubiera podido hacerlo el James Cameron de Terminator (1984). Por cierto, productor ejecutivo de Le llaman Bodhi.
Sin embargo, en la Kathryn Bigelow de Los viajeros de la noche percibo una pulsión próxima al Richard Matheson de The Big Time Return, un relato que el maestro de la ciencia ficción publicó en 1976 y Jeannot Szwarc llevó a la pantalla un lustro después bajo el título de En algún lugar del tiempo. Asocio esta historia a Los viajeros de la noche porque las dos nos hablan de amores entre eternos, más allá del tiempo. Mae (Jenny Wright), la no muerta que muerde a Caleb en Los viajeros… es la vampira más dulce desde que Ingrid Pitt recreó a Marcilla, Carmilla y Mircalla Karnstein —tres nombres para una misma condenada— en Las amantes del vampiro (Roy Ward Baker, 1970). Muerde a Caleb, pero no le desangra, para seguir siendo amantes hasta el fin de los tiempos.
Los viajeros de la noche es totalmente diferente al escaso cine de vampiros producido en los años 80, por un Hollywood más atento al slasher. Caleb, el tipo que se está transformando, solo bebe la sangre de Mae. Ya digo, le da miedo desangrar a la gente y, por eso, la pareja ha de enfrentarse al resto de los no muertos. Hay secuencias meramente de acción, como aquella del bar de carretera, en las que escuchan canciones tristes de cowboys —la historia sucede en Texas, en los sembrados de Texas y en las brumas de sus sombras—, pero Los viajeros de la noche, con un impresionante score de Tangerine Dream, es una historia romántica. Y como las mejores historias románticas —recuérdense las Leyendas de Bécquer, los aparecidos de Zorrilla, por no irnos al verano de Villa Diodati— es un cuento de miedo. Esa del amor de los eternos, que seguirán vivos cuando el fin de los tiempos, es la Kathryn Bigelow que más estimo.
La primera vocación de esta heterodoxa que acabaría por ser la primera mujer distinguida con un Oscar a la mejor dirección por la ortodoxia del cine estadounidense —la academia de Hollywood ni más ni menos— fue la pintura. Estudiante de Arte en el San Francisco de 1970, dos años después se licenciaba y conocía la bohemia en la que han de sobrevivir los artistas diletantes. Compañero de aquellas miserias fue Julian Schnabel. Antes de ingresar en la escuela de cine de la universidad de Columbia se desempeñó como agente inmobiliaria y como policía. No hay duda de que debió de ser entonces, formando parte del cuerpo, cuando se familiarizó con la violencia. Desde luego, sabe rodarla mejor que muchos hombres.
Singular donde las haya, llamó la atención como cortometrajista con su práctica de la universidad de Columbia, The Set-Up (1978), una deconstrucción de la violencia que desde sus primeras proyecciones causó sensación. Tras asistir a una de ellas, Milos Forman se convirtió en su primer valedor.
Dos personas con las mismas inquietudes artísticas, difícilmente pueden convivir. Su matrimonio con James Cameron —prolongado en algunas colaboraciones profesionales— apenas duró un par de años (1989-1991). El cine de uno y otra nunca ha tenido nada que ver.
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