En 1895, Sigmund Freud pasa el verano junto a su familia en Bellevue. Es ésta una villa vienesa, próxima al Kahlenberg —una de las colinas de la ciudad—, que otrora fue un casino. Quiere esto decir que las habitaciones son más grandes de lo que es frecuente, lo que tendrá cierta trascendencia en el sueño que el psicoanalista vivirá en la noche del 23 al 24 de julio, una experiencia onírica en la que la humanidad entera atisbará uno de sus momentos estelares. Casi tanto como cuando comprenda que la infancia es feliz porque en ella se carece de deseo sexual.
Nueve años antes de soñar con Irma, en 1886 —recién casado con Martha Bernays—, el doctor Freud está empleado en su propia clínica: una institución privada donde trata la histeria mediante la hipnosis y el método catártico de su mentor, Josef Breuer. Pero ninguna de estas terapias acaba de convencerle. Han quedado atrás, como sus estudios sobre el uso de la cocaína a modo de estimulante y analgésico. De un tiempo a esta parte ha empezado a interesarse por la asociación libre, que él mismo describe como la “regla fundamental del psicoanálisis”.
“A principios del verano de 1895 sometí al tratamiento psicoanalítico a una señora joven, a la que tanto yo como todos los míos profesábamos una cariñosa amistad”, escribe el doctor en la que será su obra clave, La interpretación de los sueños. “La mezcla de esa relación amistosa con la profesional constituye siempre para el médico —y mucho más para el psicoterapeuta— un inagotable venero de inquietudes. Su interés personal aumenta y, en cambio, disminuye su autoridad. Un fracaso puede enfriar la antigua amistad que le une a los familiares del enfermo”.
La primera edición de La interpretación de los sueños, con el sello de la editorial Franz Deuticke, aparecerá, simultáneamente en Leipzig y Viena en 1899, aunque será fechada en 1900, ya en el siglo XX. Cualquiera diría que sus editores, ya en los últimos meses del XIX, presentían que Freud y más concretamente el Freud de La interpretación de los sueños, marcaría uno de los parámetros de la centuria que empezó en aquel año.
El primer sueño interpretado por el doctor es el de Irma, esa amiga a la que le daba reparo tratar. Ya en la vigilia, nada más despertar, el creador del psicoanálisis, nos refiere en sus apuntes cómo recibe a Irma en su sueño, entre otros invitados, en el amplio vestíbulo de Bellevue. Nos habla de los reproches que hace a la joven, por no haber seguido el tratamiento prescrito y de la infección que padece:
“Nuestro amigo Otto ha puesto recientemente a Irma, una vez que ella se sintió mal, una inyección con un preparado a base de propil, propilena…, ácido propiónico, trimetilamina (cuya fórmula veo impresa en gruesos caracteres). No se ponen inyecciones de este género tan ligeramente… Probablemente, además, estaría sucia la jeringuilla”.
La ventaja que Freud encontró en este sueño, en comparación con otros muchos, prácticamente olvidados al despertar, fue que revelaba “claramente qué sucesos del último día reflejaban”. La que el doctor llamó “la vía regia hacia el conocimiento de lo inconsciente dentro de la vida anímica” acababa de abrirse.
Según la teoría freudiana, los deseos, que a diario pasan sin cumplirse, se ven, si no realizados, al menos exorcizados en la experiencia onírica. Con el tiempo, Stefan Zweig —quien sería un entusiasta corresponsal de Freud— aplicaría sus teorías sobre el inconsciente, los sueños y los conflictos internos a novelas como Ardiente secreto (1911), sobre los deseos reprimidos y los conflictos internos de sus personajes, y ensayos como La lucha contra el demonio (1936), un acercamiento a las figuras de Hölderlin, Kleist y Nietzsche desde la perspectiva freudiana. La dedicatoria de Zweig no deja lugar a dudas: “Al profesor Sigmund Freud, espíritu agudo y sugerente, dedico este triple acorde del espíritu creador”.
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