Dupont estaba que trinaba. Hacía un calor de mil infiernos en esa Murcia de sus angustias. Si Pepe Botero tuviera que soportar un verano allí como él, pedía traslado al núcleo de la Tierra. El bochorno era viscoso. Se adhería a la piel cual babosa pringosa. Siempre tenía en su despacho dos mudas para cambiarse cuando el sudor empezaba a dejarle surcos en la camisa: eran insuficientes. Por respeto a su cargo acudía con traje y corbata. Carmela le había pegado en la puerta del ropero una tabla con la combinación de colores de camisas, corbatas, calcetines, pantalones y americanas que debía llevar. Y sus zapatos a juego.
Para más inri, el aire acondicionado se había estropeado. Sólo funcionaba el aparato de la sala de los agentes. Y renqueando. Todo quisque se había instalado allí. El comisario incluido. Se había hecho colocar su mesa justo enfrente de la salida del aire. Habían desplazado las de los policías que recibían las denuncias. Por algo era el jefe.
Acababa de hablar con su Cucurruchina, lamentándose de que soportaban 43 grados a la sombra: ella le respondió que en Sevilla padecían 45. Le daba envidia que él estuviera más fresquito. Intentó replicarle que el calor de Murcia era más húmedo, más pegajoso que el de Sevilla porque tenía un río que no sé qué, no sé cuánto. Ella lo calló recordándole que el Guadalquivir era más grande que el Segura y el bochorno igual o más de insoportable. Era un pupas, un quejica que siempre estaba lloriqueando. Si quería calor seco, que se pidiera traslado al Sahara. Le mandó un beso y le dijo que iba a dormir la siesta con las Hormiguillas. El aire a todo meter.
Dupont mentó todos los muertos del capullo que lo desterró allí. Sacó del cajón un tarro de sales de frutas: en el Pencho, el bar que lindaba con la comisaría, tenían de menú olla gitana (una especie de cocido pero sin carne: ¡delicioso!). La acompañaban con un remedo de alioli hecho con calabaza cocida, aceite y mucho ajo. Se había calzado dos platos y, de segundo, sangre frita con cebolla y orégano. Regado con una frasca de jumilla y dos gaseosas. De postre, dos natillas y un belmonte bien cargado de coñac. Estaba más hinchado que el capón que le servían al cura de los Pazos de Ulloa por Nochebuena.
Intentó concentrarse leyendo el aconcagua de informes que tenía ante sí. Carlos, su secretario, un homosexual con más estilo que Audrey Hepburn y lo más eficiente que se había encontrado jamás, los cribaba y se los colocaba en pilas, con un posit encima, según la temática y la urgencia con la que tenían que ser firmados.
Dupont no podía quitarse de la cabeza la bronca que le había echado esa mañana el Delegado del Gobierno: era un carnero, lacayo de una de esas sectas con ramificaciones hasta en el Vaticano. Un inepto que no había terminado ni la FP, pero que, a base de lamer rabadillas, había sido alcalde de su pueblo y ahora Delegado. Era un zote, un esjraciao, como decían los murcianos. A su comisaría le había caído el asesinato de un docente de una universidad privada, ligada a varios miembros del gobierno regional y central. Era un asunto muy turbio. Al frente de la investigación estaba Solozábal, la mejor de sus inspectoras. Confiaba ciegamente en ella, pero el caso era intrincado y no se avanzaba según los deseos de los politicastros. El Delegado lo había abroncado delante de todos en el funeral de un guardia civil muerto en acto de servicio: Dupont no se lo perdonaría. Ese ovejo no sabía con quién se las estaba jugando: si ETA no había podido con él después de dispararle dos tiros, un politicucho que no sabía hacer la o con un canuto tampoco lo haría.
Volvió a tomar otro trago de cazalla. Las sales de fruta parecían haberle quitado algo de ardentía. Carlos le trajo un caffé en un vaso de cartón desde Il Baretto, una cafetería que regentaba un siciliano con más mala leche que Al Lechone, pero que hacía los mejores cafés de la ciudad. Llevaba un chorro de grappa, generoso, le susurró el administrativo. El comisario se lo agradeció con la mirada y con un esbozo de sonrisa.
Miró con desasosiego el reloj: si estuviera en Sevilla, al caer la fresca se iría por cualquiera de sus tabernas de Triana a jalarse unos caracoles o unas cabrillas, un adobito bien servío, unas chacinas de la Sierra de Huelva o unos chocos de Isla Cristina. Pero, ¡por los cuernos del toro que empitonó a Manolete!, aquí no había caracoles… Le vino a la mente el Gordaco, un profesor de instituto que los asesoraba con unos textos en griego que aparecieron en el cuerpo de la víctima del crimen. Cuando se quejó ante él de que no encontraba ningún tugurio que le sirvieran caracoles, éste lo llevó a su pueblo, en la Sierra del Segura: allí sí que comían. No eran como los suyos, pero estaban deliciosos. Se apuraron media docena de platos, más sus respectivas raciones de rabo, oreja de cerdo, tomates y pepinos del terreno… Se le saltaron las lágrimas de éxtasis. Agarraron tal cogorza que se hubieron de pillar una habitación en el Moreno.
El Gordaco… Un pringao: se había separado porque su mujer lo pilló empitonándola. Ahora vivía con su padre viudo. Era un buen tipo: un tío de ley. Se lo había llevado de jarra varias veces por las tabernas de su barrio y se habían puesto como el quico: patatas asadas con ajo, morcillas, salchicha seca… Esos murcianos sabían disfrutar de la vida. Si al final iban a ser hasta buena gente: el Gordaco era un pedazo de pan. El único amigo que tenía.
Entró una patrulla con tres detenidos. Tras el primer agente apareció una mujer capaz de poner enhiesta hasta a una bandera a medio asta, de levantarle el mástil a un descapullado: una mulata a la que Antonio Machín hubiera cantado una coral. La seguía un anciano con perilla, elegantemente vestido y tocado con un borsalino. Cerraba el trío un negraco más cuadrado que un armario, pero con el rostro lívido.
Se detuvieron a su derecha, ante la mesa del agente de guardia, Botías. Éste los invitó a sentarse y a identificarse mientras leía el informe que la patrulla le pasó.
—Salustiano del Rey y Solana, catedrático de griego jubilado, natural de Caravaca de la Cruz, para servir a Dios, al Caudillo y a vuecencia —comenzó el vejete.
—¿Autillo? ¿Qué es autillo? ¿Quién es vuecencia? —Botías era de esa generación que todas las neuronas las acumulaban en bíceps de gimnasio: mucho músculo, pero ningún seso. Y encima, más tatuado que el culo de un pirata.
Dupont se quitó las gafas de ver y prestó atención a la escena. Contreras, el inspector en jefe, acudió al quite.
—Ha dicho «caudillo», Botías. Ca u di llo. ¿Se refiere usted a Franco, don Salustiano?
—Al Generalísimo, en efecto.
—Siento decirle que lleva muerto más de 40 años. Ni siquiera reposa ya en el Valle de los Caídos.
—¿Está seguro? Es y seguirá siendo mi General. Vivo, muerto o fantasma. Sepa usted que combatí con la gloriosa División Azul para liberar al mundo de la horda comunista.
—Yo pensaba que no quedaba ya nadie vivo de entonces.
—¿Cuántos años me echaría usted?
—No sé. ¿75?
—Quiá… El próximo mes cumplo 97.
—Me deja usted muerto, don Salustiano.
—Sólo uso el bastón para subir las cuestas. ¿Podría decirle a su oficial que me lo devuelva?
Contreras echó un vistazo al informe.
—Mucho me temo que por ahora no puede ser: el bastón ha sido el arma de una agresión.
—¡Una agresión! Fue un acto de legítima defensa. El orangután de aquí me agarró del cuello y me habría estrangulado si no lo noqueo con un bastonazo en la región testicular. Querer amedrentarme a mí, que sobreviví a las batallas del Voljov y del Ilmen. Este moro no sabe con quién se ha metido.
—No soy moro —respondió con voz de pito el mastodonte—. Vengo de Cuba.
—Un comunista: lo que yo le decía. No pudimos exterminarlos a todos en Rusia.
Dupont acercó su silla y se dispuso a disfrutar del espectáculo. Contreras siguió con el interrogatorio mientras Botías tomaba nota en el ordenador.
—¿Podría explicarme, don Salustiano, qué sucedió en el Afroditas?
—Mire usted, vuecencia: ya le he dicho que soy de y vivo en Caravaca. Allí me conocen todos: durante más de 40 años ejercí la enseñanza en sus institutos desasnando alumnos con el griego y luego con el latín. Además, presido la Muy Pía y Pontificia Hermandad del Santo Prepucio. O sea, ejerzo, por así decirlo, de fuerza viva.
—Comprendo, creo.
—Pues bien: estoy felizmente casado con la misma mujer desde hace más de 70 años. ¿Está usted casado?
—Sí, claro que sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Acabamos de celebrar nuestras Bodas de Plata.
—¿Y sigue usted cumpliendo como un hombre y ella como una mujer?
Botías estuvo a punto de atragantarse. Contreras hizo un gesto con la mano indicando que lo intentaba. Dupont sacó la petaca y aguzó los oídos.
—Suerte que tiene usted. A ver si me explico: la gente piensa que cuando uno llega a viejo pierde el interés por el fornicio. No tienen ni pajolera idea. Aquí donde me ve, a mis 97 soy capaz de levantar esta mesa con lo que tengo entre mis piernas. Miren sus señorías: cuando me junto por imperativos sociales con algunos cenutrios de los que tienen la gracia por donde amargan los pepinos, siempre hay un tontucio que, por mor de mi nombre, me rebuzna: “Salustiano, agárramela con la mano”. Lo dejo en su sitio mirándolo serio y alzando la voz para que toda la mesa lo escuche: “En tu caso yo necesitaría una lupa y unas pinzas de depilar para agarrártela. En mi caso, tú tendrías que usar las dos manos”. ¿Saben lo que quiero decir? Aquí la señorita Vanessa es testigo de la potencia que puedo alcanzar. ¿Miento?
Más de uno disimuló un relincho. Todos los ojos y oídos de la sala estaban pendientes del anciano.
—Es decir, que uno tiene ardores varoniles y, siguiendo el sabio precepto de San Apapurcio el Cojo, “la jodienda no merece reprimenda”, espero de mi parienta que cumpla con el santo débito del coito, al menos una vez por semana. Todo iba como la seda hasta que cumplió los 85. A partir de ahí empezó a largarme excusas: que si tenía jaqueca, que si le había venido la regla. ¡La regla a los 85! No se habrá visto un milagro mayor. La van a poner en los libros de medicina: la única paciente con menstruación postmenopáusica. ¿Se lo puede creer usted?
Botías tiene la cara grana. Contreras asiente e invita al anciano a proseguir.
—En fin, que uno sigue siendo un hombre, ya me entiende. Y si mi mujer no está por la labor, pues…
—Pues…
—No me queda otra que acudir a una Magdalena.
—¿Una magdalena? —preguntó Botías.
—Sí, de las de chocolate, agente. De esas con pepitas. Perdone que lo interrumpa, don Salustiano. Arturo Dupont, comisario de esta comisaría, a su disposición. Disculpe al agente: me temo que la sociedad le ha robado los referentes culturales como para saber quién era María Magdalena.
—Acabáramos. ¿No sabe quién era y a qué se dedicaba la Magdalena antes de que nuestro Señor la redimiera?
—Me temo que no.
—¿A dónde vamos a llegar? Bueno, prosigo: como iba diciendo, ante la negativa coyundera de mi esposa, no me quedó otra que acudir al sexo mercenario… Comisario, ¿cree usted que su oficial sabrá qué es mercenario o se lo tengo que explicar? No me gusta usar palabras malsonantes y no sabría cómo hacerlo.
—Vamos, que se va usted de putas —lo interrumpió el agente, algo amoscado.
—Joven, un poco de respeto, que hay señoras delante.
—¿No le da vergüenza? —cortó Salgado, una subinspectora.
Dupont la llamó a su despacho. En privado le hizo saber que ella no era ni cura ni juez: su papel no era ni juzgar ni poner penitencias. Salgado se disculpó entre dientes. Volvieron rápido a la sala común. Parecía que el anciano había esperado el regreso del comisario. Dupont se sentó a su lado, le sirvió un vasito de cazalla e hizo señas a Botías y a Contreras para que continuaran.
—¿Por dónde iba?
—Por lo de la magdalena —soltó aún con cierto resquemor el joven.
—Ah, sí… Pues, como iba diciendo, ante la negatio copulandi de mi santa y, dado que a mis 97 sigo en plena lozanía, con el fin de no escandalizar a la sociedad poniendo fin a un matrimonio ejemplar y feliz, vime forzado a acudir a Aspasias y Mesalinas de pago. Comisario, ¿cree vuecencia que sabrá aquí el mozo quiénes eran esas dos damas?
—Una llegó a emperadora.
—Y la otra casó con Pericles, el mayor estadista que tuvo Atenas. En fin… Ya les he dicho que en Caravaca soy un referente moral. Sería un escándalo y una falta de respeto a mi mujer, que, por otra parte, es prima del obispo, si fuera vox populi mi “pecadillo”. Aunque en las inmediaciones hay algunos lupanares bien surtidos, es muy arriesgado por mi parte acudir allí. A mí eso del “ternet” me pilla muy viejo y no sé ni encender el cacharro ese que ordena. Pero, gracias a Dios, mi nieto mayor es un hacha en eso. A cambio de 20 euros me busca los mejores y más discretos. Así que una vez a la semana contrato a Pacorro, el taxista, que es una tumba por propio interés: mis buenos cuartos me cuesta la carrera.
—Sí, de correrse va la cosa.
—Salgado, boca cerrada. Prosiga, don Salustiano.
—A sus órdenes, comisario. Soy un alma inquieta y me gusta ir cambiando de lugar. Este domingo mi nieto me habló de un cierto Afroditas, que prometía mujeres que quitaban el sentido. Como usted sabrá, Afrodita es la diosa de la pasión. En el viaje me iban haciendo los ojos chiribitas imaginando las venus que me encontraría. En efecto, la primera impresión fue divina. Entre todo el muestrario de diosas elegí aquí, a la señorita Vanessa, que no me dirá usted que no es una divinidad andante.
—De las de bandera, voto a tal.
—El galanteo inicial fue de fábula. Cuando me besaba era como si estuviera libando ambrosía: me sentí Zeus con la más hermosa de sus amantes. Pasé después a escalar colinas: no me negará vuecencia que turgencias como éstas dejan sin respiración.
—Más que subir al Everest, sin duda. Continúe.
—El problema vino cuando desde las colinas quise descender al valle. ¿Me entiende?
—Será mejor que se lo muestre. Señorita Vanessa, querida, ¿le importaría levantarse y mostrarle a estos señores por qué antes se llamaba Juan Carlos?
La mulata se alzó y sin recato ninguno se levantó la minifalda. No llevaba ropa interior pero sí una tranca que haría palidecer al más afanado garañón. Un murmullo de estupor atravesó la sala.
—¡La Virgen del Pompillo: es un travelo!
—Un respeto, Pérez.
—Quedéme pasmado. De inmediato comencé a golpear el mostrador y a pedir el libro de reclamaciones. Ellos no me hicieron ni caso y exigieron que les pagara la botella de cava que nos habíamos tomado y los servicios que aquí Vanessa me había prestado hasta entonces. Me negué, por supuesto. Exigí que llamaran al Gobernador Civil, compañero de armas otrora. Ante su negativa ordené que hicieran venir al obispo, que es primo por parte materna de mi señora.
—Pero eso supondría poner al corriente de sus escapaditas a su esposa.
—¿Quién se cree que me paga el taxi? Con tal de que la deje en paz en el tálamo marital… Por lo del obispo tampoco hay problemas: somos compadres de tute y, encima, es mi confesor. De su boca no sale ni una regañina.
—Me hago cargo.
—La cosa se fue poniendo cada vez más fea. Alguien trajo a este orangután. Me cogió de la pechera y empezó a zarandearme. Mire usted: a un veterano de la Azul no lo zarandea ni Dios. Agarré mi bastón, que tiene un precioso puño de plata en forma de cabeza de perro, y le di con todas mis fuerzas en plena sementera. Llegó como gallo de pelea y lo convertí en pollito de teta. Se puso a piar en el suelo. Uno llamó a la policía y aquí estamos.
—Aquí estamos.
—Comisario, yo no tengo nada ni contra la señorita Vanessa, que es, por cierto, un encanto y en la parte superior una Gina Lollobrigida revivida, ni siquiera contra el cubanito éste: no podía saber el pobre con quién se estaba metiendo. Yo lo que quiero es que denuncien ustedes a los dueños del Afroditas. A ver, uno curtido en los clásicos espera hallar en casas de lenocinio llamadas Afrodita o Venus a señoritas de las de tomo y lomo, completamente mujeres, de arriba a abajo, ¿me sigue? Pero si lo que ofrecen en su local es gente como el amigo Juan Carlos, no llamen al establecimiento Afroditas: llevaría a engaño, como ha quedado demostrado. Que le digan, qué sé yo, Ganímedes, Apolo, Jacinto o, más ingenioso, Dioni-Osos. Todos esos seres gustaban de la facienda con otros hombres. Pero, ¡por todos los dioses del Tártaro!, no los llamen Afroditas… ¡AFROLECHES!
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