En la noche oscura del alma madrileña, un grupo de treintañeros arde en antros de perdición entre el éxtasis y la frustración, entre interminables tiros de cocaína, lengüetazos de eme, sexo, espídicas confidencias, baile y música, mucha música. Nos encontramos a principios de la segunda década del siglo XXI, la gran crisis ha despedazado vidas y esperanzas y estas 72 últimas horas de juerga parecen ciertamente un final. Y sin embargo, nos encontramos también justo en vísperas de aquel 15 de marzo de 2012 en el que las plazas de todo el país rugieron con fuerza. Pero este grupo de amigos treintañeros aún no lo sabe.
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—Lo primero de todo: tengo que confesarte la fascinación del reconocimiento. ¿Qué treintañero madrileño no acabó alguna madrugada de los locos años 2000 en el infecto Jazz puesto hasta arriba? ¿La caída del imperio es el epitafio de nuestra generación?
—En parte sí, efectivamente está bien definido como epitafio grandioso y antiheroico. Ascenso y caída. Pero al mismo tiempo la novela se sitúa justo antes del estallido social del 15M, sin llegar a contarlo, con lo cual podría ser el epitafio para un renacer: de arder en las cenizas al ave fénix dispuesto a levantarse. He querido contar la catarsis de esa generación que estábamos ardiendo en garitos infectos y, de pronto, salimos a la calle, al sol, quemamos nuestra piel como los vampiros y la dejamos ahí. La catarsis de la crisis.
—Por cierto, no dejaba de pensar una cosa al leerte: todas estas conversaciones veloces y brillantísimas entre tus personajes exhiben muy bien esa sensación de genialidad discursiva que uno siente con las drogas, pero que, seguramente, vista por un espectador externo, se parecería más bien a una insoportable y repetitiva cháchara, ¿verdad?
—La idea es que tú tienes que estar drogado como ellos, que la novela te coloque como están colocados los personajes, porque efectivamente el espectador externo no vería esa brillantez que ellos creen estar viviendo. De hecho, en una escena hay un personaje que se dedica al menudeo, él no está colocado y le da la turra un cocainómano. Un poco como esos anuncios de las drogas. Lo que tú crees que está pasando y lo que está pasando en realidad.
—¿Cuánto sudor te has dejado en escribir una novela tan compleja que, sin embargo, se deja leer con tanta facilidad, que te arrastra como un vendaval, donde rápidamente ya adivinas siempre qué personaje está hablando aunque no se le nombre?
—El proceso ha sido tan pantagruélico como el resultado. Se ven perfectamente las cicatrices, las heridas, las arrugas. Escribir La caída del imperio me ha llevado prácticamente ocho años muy intensos, tan intensos como lo que se cuenta. Y es cierto, creo que se consigue al final esa fluidez, ese vendaval, esa avalancha que te arrastra. Esto, como sabes bien porque escribes, no es fácil de conseguir. Necesita de una constante reescritura, de muchas pasadas por la novela, donde vas puliendo. Me lo puse muy difícil a mí mismo, porque quise hacer una novela polifónica, coral, darle un nombre a cada uno de los personajes, un tono, un acento, una manera de hablar, no identificarlos de manera clara, porque también quería que el lector viviera la confusión que da la noche. No recuerdas quién ha dicho qué, dónde estabas exactamente, las conversaciones se cruzan caóticamente. Busqué que el fluir de la conciencia fuera también el fluir de los diálogos.
—Te imagino escribiendo en una habitación llena de «posits»…
—Es verdad que la estructura es complicada porque implica avanzar siete historias a la vez en solo tres días. No me he vuelto loco empapelando una habitación con «posits», pero sí he tenido que parar muchas veces a respirar, salir de la fiesta, mirar desde fuera y regresar ya después para seguir construyendo y entrelazando las tramas.
—Por cierto que la caracterización de cada personaje por su forma de hablar en un corto periodo de tiempo me recuerda a El Jarama, de Ferlosio.
—Me parece una muy pertinente comparación. La escritora Alba Carballal dijo que era una mezcla de El Jarama, de Ferlosio, La estaca, de Lluis Llach e Historias del Kronen, de José Ángel Mañas. La verdad es que El Jarama fue una novela que me marcó mucho. Refleja muy bien la juventud de aquel tiempo, el fulgor, la muerte, el ocaso. Y sí, en un muy corto periodo de tiempo, a través del habla, caracteriza a la perfección tanto el momento histórico como el generacional. Al mismo tiempo, es una novela de juventud prototípica, de final de la juventud como la que yo he intentado escribir. Esa última celebración de pérdida de la inocencia.
—¿Qué te empujó hace ocho años a empezar a escribir?
—El impulso original nace de un momento vital muy intenso y muy emotivo con un grupo de amigos que es, digamos, parecido y que merodeaba por los ambientes que se retratan en la novela. Hubo un momento en que me dije a mí mismo: «Esto que estamos viviendo lo tengo que contar, estas noches locas pueden convertirse en una novela generacional».
—¿Quién no ha pensado eso en una noche de farra? Pero luego hay que ponerse a escribir, claro.
—Ja, ja, ja. ¡Cierto! El otro día vi un meme muy divertido que rezaba algo así como: «Han pasado veinte años de la novela generacional que dije que iba a escribir». También te digo: las novelas generacionales se escriben con veinte años, como hizo Mañas. Yo empecé con 40 y la he acabado casi a los 50. Tal vez por eso empieza siendo una novela sobre el esplendor de la juventud y acaba siendo una novela sobre el ocaso. Después del estallido final comienza a disiparse el humo y sólo ves ruinas. Es la crónica de un derrumbe.
—Se han destacado aquí los juegos tipográficos, pero en realidad no son muchos y están muy medidos, como si de vez en cuando le sirvieras un chupito al lector para que no se acople.
—La novela es una montaña rusa, como lo son las noches de fiesta y sus correspondientes resacas. Pero lo que yo pretendía con esos juegos era, en realidad, convertir el propio libro en una fiesta literaria. Es decir, la fiesta, que es lúdica, que es transgresión, que es diversión, que es liberación, también se debía percibir en las palabras que utilizo para narrarla. Por supuesto, también sirven esos juegos como llamadas de atención. Hay además una provocación en estos tiempos de la desatención absoluta. La novela empieza de una manera difícil: tienes que hacer un esfuerzo para entrar en los cambios de voces vertiginosos hasta que la cabeza te hace clic y, de repente, entiendes. Como si te dieran un juego con su tablero y sus fichas pero sin las instrucciones. A mí me gustan mucho esas novelas como El ruido y la furia, de Faulkner, en las que no te enteras de nada en las cincuenta o sesenta primeras páginas ,pero sigues leyendo por la poesía del lenguaje, por la sonoridad. Y he buscado que La caída del imperio te atrape al principio en esa pura confusión que además intenta reflejar la confusión del primer narrador, que es el acoplado, el que viene de fuera, que es, a fin de cuentas, el lector. Aquí el juego de la noche se convierte en el juego de la novela mediante una especie de caja de herramientas estilística. El cómo cuenta el qué, claro, no es gratuita la utilización de unos recursos que tienen que ver mucho con el mundo del que viene los personajes, recursos del cómic, del cine, de la música, de la radio… Es una novela hija de su padre porque tiene algo muy radiofónico y sonoro. Se trata de una novela ruidosa en la que el hilo musical es el hilo argumental.
—El momento en el que transcurre es también el equivalente al «cuándo se jodió el Perú» del periodismo: la edad de oro quedaba atrás y se abrían las compuertas de la precariedad y el clickbait en el que aún languidecemos. Desde tu experiencia precisamente como periodista independiente, ¿qué se hizo tan rematadamente mal en aquellos años?
—Bueno, yo creo que el periodismo, o la empresa periodística, mejor dicho, renunció al periodismo y algunos periodistas fueron cómplices de ello. Otros no, otros, desde la precariedad y con muchas dificultades, tratamos de seguir haciendo periodismo desde nuestras humildes posibilidades, desde nuestros rincones y grietas. La crisis de credibilidad de los medios, que todavía no se ha restaurado, consistió precisamente en que la ciudadanía empezó a tener la sensación de que el periodismo no hacía periodismo. No se ocupaba de los problemas de la gente.
—Uno de los personajes le dice en un momento dado a otro que es normal que no conozca las noticias porque «las noticias no cuentan las noticias».
—Exactamente. Como tú decías antes, todo aquello ocurrió en un momento de pinchazo de la burbuja informativa que había crecido en paralelo a la burbuja inmobiliaria. De hecho, parte de la propiedad de los medios de comunicación estaba en manos de los bancos que ocultaron el problema que se venía labrando desde hacía tiempo en los medios porque ellos mismos eran parte del problema. Todo eso nos acaba estallando en la cara, las vacas gordas se convierten en vacas flacas y muchísimos periodistas se van a la calle. Pero por lo menos nos sirve de revulsivo, de acicate y muchos medios nuevos aparecen también en ese momento para repensarlo todo.
—Es curioso. Se ve muy bien aquí cómo los años de la burbuja nos despolitizaron a golpes de juergas interminables hasta que llegó la crisis para hacer añicos el espejismo.
—Me parece muy apropiada esa imagen de una realidad que vivía en parte del espejismo de los 90. Pero el espejo se rompe. Es verdad que la fiesta era algo así como evasión y victoria, una contestación a la derrota, una escapada frente a un mundo inhabitable e inaceptable. Pero la fiesta tiene una parte de politización, también es política, el lugar donde uno se encuentra consigo mismo, con su propio cuerpo y el de los demás a través del baile, donde se genera comunidad en un mundo que practica todo lo contrario, o sea, atomizar a los individuos, separarlos, el sálvese quien pueda. Y frente al sálvese quien pueda la noche es el lugar de la tribu, algo improductivo y por ello muy sano y necesario cuando todo se está viniendo abajo. Trinchera y celebración. Porque celebrar que se sigue vivo también es un acto de resistencia.
—Si la crisis fue la resaca, ¿el 15M que estalla justo en el fin de fiesta de tu novela fue una nueva esperanza que a muchos nos cogió con el pie cambiado?
—Yo creo que a casi todo el mundo le pilló con el pie cambiado, incluso a los que organizaron las manifestaciones. Nadie se esperaba lo que ocurrió, que ese malestar larvado, y diluido, tal vez en las fiestas, de gente que rumiaba su desencanto, acabara por desbordar de aquella manera que nos sorprendió a todos. El 15M no viene de la nada, allí fraguan muchas luchas previas, por la vivienda, contra el canon digital, etcétera. Y el estallido al final coincide con una crisis global. Grecia, Portugal, Estados Unidos… A la mayoría nos pilló por sorpresa, y eso lo refleja mi novela. Algunos personajes se muestran más claramente politizados, otros están a lo suyo, a sobrevivir. Entonces se dan cuenta: dejemos de arder nosotros y salgamos a quemar las calles.
—De las plazas al Parlamento. ¿Dirías que el éxito político del 15M fue también de alguna forma el principio de su actual liquidación?
—La revolución permanente no es fácil. Lo que activa la política institucional suele desactivar la calle, el movimiento ciudadano. Es casi inevitable. Se trata de un aprendizaje que hacer después de cada fracaso. Ningún movimiento de rebelión alcanza todos sus objetivos, y hay que recordar que cada vez que apostemos por la democracia representativa en lugar de por la democracia participativa la frustración será cíclica. Delegamos nuestro poder y nuestra responsabilidad como ciudadanos en una instancia superior para que sea ella la que cocine, y acabamos comiendo platos fríos. Pero también hay una visión un tanto derrotista del 15M como una enmienda a la totalidad bienintencionada que olvida que aquel movimiento chocó con una realidad feroz que intentó evitar todo tipo de cambio y, pese a ello, logró un avance social bestial en derechos y libertades, como demuestra, por ejemplo, el feminismo. De hecho, el avance ha sido tan bestial que la reacción está siendo igualmente bestial.
—Un grupo de amigos parecido al de tu libro fundó Podemos y hoy se quieren matar entre ellos. ¿Nos ha enseñado lo ocurrido los últimos años que en la política institucional no cabe la amistad, solo las pasiones tristes?
—Dicen que la política institucional es una trituradora, ¿no? Se le atribuye a Errejón la frase, que no sé si es cierta, pero a mí me la han contado varias personas. Cuando salieron a la plaza del Reina Sofía a celebrar los cinco primeros eurodiputados de Podemos, dijo: «Vamos a hacer historia y a jodernos la biografía». Creo que el problema de Podemos y de movimientos municipalistas como las mareas que brotaron del 15M fue la urgencia. Parecía que la ventana de oportunidad se abría durante muy poco tiempo y todo se hizo con premura y precipitación. Y claro, la precipitación es agotadora, es asfixiante, acaba minando el propio movimiento, cuando precisamente el que yo creo que fue el mensaje más revolucionario del 15M fue que íbamos lentos porque íbamos lejos. No se cambia un país en una semana, ni en un año, ni en una década. Los países se van cambiando poco a poco y a veces avanzan y luego retroceden y hay que volver a avanzar. En ese sentido me parece que la imagen del asalto al Cielo es peligrosa. Empiezas asaltando el Cielo y acabas asfaltando el suelo.
—¿Ha ocupado hoy la extrema derecha los espacios ciudadanos desalojados por la izquierda?
—De hecho es algo que ya ocurrió exactamente hace un siglo, cuando esa partida la ganó en la calle finalmente. En lo que le ocurre hoy a la izquierda hay parte no sé si de renuncia o de falta de inteligencia cuando se deja ganar la calle, las redes, los temas, la estrategia por la ultraderecha. ¿Cómo es posible que dejemos que ocupen nuestros barrios alimentando el odio y el miedo a la incertidumbre? Evidentemente es más fácil que cale un mensaje simplista y populista que un mensaje más sofisticado y complejo, pero no podemos dejar de dar la batalla. Vox parecía al principio un chiste, un meme del que todos nos reíamos, y mira ahora. Vox ha sido el 15M de la derecha que reacciona virulentamente frente a los avances sociales y que ahora además se agrupa internacionalmente con otras fuerzas similares que sí, se sirven de todo tipo de bulos, pero que logran así resignificar y apropiarse de todos los significantes de la izquierda.
—Para terminar, Javier, tu novela es muy madrileña. Qué difícil es cantarle a Madrid, ¿verdad?, esa ciudad donde late lo mejor y lo peor.
—Me preocupa que nos estén robando la ciudad, convirtiéndola en un enorme parque temático a golpe de un turismo masivo que deshace el tejido social de los barrios. Y luego los madrileños sufrimos nuestro propio centralismo, que nos da esa mala imagen en el resto de España. A veces cuando salgo de Madrid me preguntan que cómo la soporto, cómo puedo respirar en esta especie de búnker. Pero al mismo tiempo Madrid es maravillosa, y yo quiero celebrar sus grietas. Madrid es muy excéntrica, absolutamente loca, divertida, a veces incontrolable. Y es una ciudad de acogida de verdad, como cuenta mi novela, en la que cualquiera que llega es aceptado sin preguntas. Y te lo llevas de fiesta.
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