Cuando crees haber cartografiado la historia del cine, descubres a Robert Bresson, un cineasta del espacio exterior que te obliga a escribir una historia del cine solo para él. Cuando crees conocer ya las obras maestras del mainstream e incluso las del arte y ensayo, descubres que hay otras que juegan en una liga propia, como Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est echappé, 1956), Pickpocket (1959), Al azar de Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966), Mouchette (1967), El diablo probablemente (Le Diable probablement, 1977) o El dinero (L’argent, 1983). Cuando en el catálogo de lo visible crees haber visto hasta lo que había visto el replicante Roy Batty (Rutger Hauer) en Blade Runner (1982, Rildey Scott), descubres que aún te faltaba ver por desvío (con el oído, con los músculos, con la piel, con el corazón o con lo que consigas imaginar si no te despistas), una lección fácil de aprender viendo las películas de Robert Bresson.
Los títulos de crédito de Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagné, 1950) se encadenan con la imagen de una mano que abre un cuaderno en cuyas páginas un trozo de papel lleno de borrones oculta un texto que enseguida podremos ver pero que aun así una voz en off lee para nosotros: «No creo hacer mal anotando aquí, día a día, con franqueza absoluta, los modestos e insignificantes secretos de una vida sin misterio». Al texto, en un fundido encadenado, le sigue un cartel de carretera donde puede leerse el nombre de la localidad de Ambricourt. Y al cartel de Ambricourt, también en un fundido encadenado, le sigue un plano medio del protagonista (Claude Laydu), un joven cura que seca el rostro porque es verano y él ha estado pedaleando en su bicicleta desde hace rato. Unas palabras escritas y recitadas se convierten en la imagen de una intimidad que nunca veremos pero que en adelante presentiremos en todo momento. Un lugar se reduce al cartel de carretera donde se anuncia su límite territorial. Y un cura expresa fatiga después de un viaje en bicicleta, para llegar ante su nueva casa, en su primera parroquia. En adelante la película consistirá en una combinación de estos tres temas: el diario, un lugar del que apenas veremos nada (como si fuera un fantasma que sólo se insinúa), y un personaje (modelo o cuerpo) que —como muy pronto sabremos— está a punto de morir sin que nadie lo sospeche, mientras casi todas las personas con quienes se encuentra le tratan despectiva, distante o autoritariamente.
El cine —parece susurrarnos Bresson— es solo un mediador, nosotros —los espectadores— debemos ser los médiums.
La llegada del nuevo cura a la localidad de Ambricourt sirve para observar un clima en el que la religión se entremezcla con la brutalidad del entorno. Una joven empleada del hogar que acude siempre a misa aunque nadie más lo haga, le cuenta al protagonista las humillaciones a las que la someten en su trabajo. Durante la catequesis una niña perversa se burla de él. El rico de la zona lo trata con displicencia y pocas contemplaciones, incluso al regalarle dos conejos que acaba de cazar. A un airado feligrés no consigue hacerle entender los costes para preparar una misa, ganándose a cambio insultos y un amenazador golpe de puño en una mesa, con la tácita advertencia de que el próximo podría ir dirigido a su cara. Ni siquiera un cura mayor muestra delicadeza al hablarle durante una visita que le hace el protagonista, a quien le explica que la razón ya no es suficiente y hay que utilizar la fuerza de la razón. Según parece, todo lo que necesita el nuevo párroco es mano dura a no ser que no le importe seguir siendo humillado por la gente de su parroquia. Mientras tanto la muerte avanza en el cuerpo que nos guía en la pantalla, que ya no puede tolerar ninguna comida a no ser pan migado en vino. Es una muerte lenta en torno a la cual se mueven los odios, las intrigas, los adulterios y la gangrena que sufre una sociedad endurecida después de la guerra, con la fe coagulada en su sangre, más alejada que nunca de otros seres humanos, más ensimismada y desconfiada, menos proclive a dar la bienvenida a desconocidos como el personaje principal de esta película.
Todo ese cúmulo de incidentes, en manos de ciertos directores, sería suficiente materia narrativa para un serie o una película coral de estructura tentacular, rizomática; Bresson, sin embargo, no sólo sabe reducir cada cosa a su esencia, sino que además se las ingenia para que —por encima del nivel de crueldad de los acontecimientos y la impotencia cada vez mayor del protagonista para reaccionar ante ellos— las secuencias tengan una enorme claridad expositiva: breves, sintéticas y veloces, con tiempo aun así para detenerse en transiciones en las que el protagonista ve lo que nosotros, los espectadores, no podemos ver pero podemos oír en fuera de campo. No hay, por así decirlo, nada accesorio. Cada plano es significativo, aunque en adelante las películas de Bresson tendiesen a ser de menor duración porque su particular método, hecho de metonimias y elipsis audaces, iría avanzando: destilando más la escenografía, acelerando más el ritmo, y prescindiendo de todo accesorio (consiguiendo gracias a ello una extraña perfección y el extraño efecto de alcanzar a través de un ritmo hipnótico y un distanciamiento estético eso que Paul Schrader llamó «estilo trascendental», que para otros cineastas es más una cuestión de puesta en escena y arquitectura narrativa). En las películas que Bresson haría después de Diario de un cura rural, una explosiva combinación de serie B y cine de autor, no hay siquiera tiempo para el pathos (o la epifanía), algo difícil de detectar en muchos compañeros de profesión, a no ser Mikio Naruse y en algunas ocasiones Roberto Rossellini.
Pocas veces se menciona una sola palabra acerca de la capacidad de Bresson para encadenar sucesos o acerca del enorme número de secuencias que se obtienen de una découpage de cualquiera de sus películas. Mucha gente le confunde con un esteta o con un minimalista a quien le gusta demorarse en la nada, extasiado. Nada más falso, claro. Posiblemente hay pocos cineastas tan narrativos como él. Del mismo modo que en esta película no hay un momento para el respiro, tampoco en el resto de su obra se pierde jamás el tiempo. Hay demasiadas cosas que contar, siempre. Lo que diferencia a Bresson de muchos otros realizadores es que él reduce al máximo cada cosa. Gestos, actos, sucesos… Eso provoca una aceleración en el ritmo que no permite caer a los espectadores en periodos de desinhibición. Si en sus películas posteriores se observa un aparente distanciamiento, su velocidad nunca deja de ser trepidante. Ni siquiera los actores (a quienes enseguida sustituyó por no profesionales) pueden ofrecer el repertorio habitual, sacando el máximo partido expresivo a cada plano, porque apenas atraviesan los encuadres, sujetos a las leyes de la acción. «Considero que sólo la acción tiene importancia, o sea que le pido a los actores que se limiten a ejecutarla», dijo el propio cineasta, con la seguridad de quien sostiene una misma teoría que llevase probando hace años. Algo así en Diario de un cura rural ya prefigura sus técnicas con los intérpretes de sus películas posteriores, a quienes solía pedir que se limitasen a ser personajes en función de sus papeles y de los movimientos implícitos en éstos, sin intentar añadirle expresividad por su cuenta, ejecutándolos pero sin dramatizarlos al hacerlo.
Aquí buena parte del metraje vemos al protagonista en tránsito, entre acciones, entre lugares. Unas veces está a punto de entrar en su propia casa, otras está asomado a la ventana. Hay a su alrededor algo que lo encierra o lo mantiene fuera, aislado, en su diario o ante una comunidad que no lo quiere, ante una señal que no recibe, ante sus inseguridades y su salud quebrada. De algún modo, es un prisionero, alguien excluido del mundo pero todavía en él. Alguien que, como si de un antiguo héroe se tratase, está librando una gran batalla, contra la muerte y contra sí mismo; alguien a quien nadie ayuda porque tampoco podría hacerlo, un ser que se está convirtiendo en hombre, un nuevo hombre, sin darse cuenta de que esa condición —mantenerla con integridad y con fortaleza— sería tras la guerra —y ahora más que nunca— la gran aventura, quizás la única aventura posible, ante un cuerpo débil y un espíritu confundido ante un mundo que ya todo lo experimenta como un ejercicio de supervivencia, en el que dar ya solo significa carecer y confiar ya sólo significa morir.
Robert Bresson murió en 1999, casi centenario. Mucha gente cree que pasó los últimos 16 años de su vida inactivo, pero no fue así. Dedicó mucho tiempo a conseguir financiación para dirigir Génesis, que iba a ser su película más cara y la más ambiciosa. El gran productor Paulo Rocha consiguió finalmente el dinero, no sin esfuerzo. La primera semana de rodaje fue complicada porque se tuvo que llevar a todos los animales del zoológico de Marsella a una playa cercana, donde debían caminar juntos sobre la arena. Varias aves huyeron; uno de los leones, bajo los efectos de un poderoso calmante, se durmió; los elefantes dejaron un par de cadáveres tras de sí. Una cuarta parte del presupuesto de la película se desvaneció en aquella semana. Bresson, sin embargo, estaba entusiasmado. Él no quería rodar a los animales mientras caminaban de manera alborotada, rumbo al arca de Noe, sino sus huellas en la arena de aquella playa.
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