Sonia Martínez era una de esas chicas de sonrisa luminosa, de esas que son capaces de dar una alegría a quien se la dedican; de esas que menudeaban, y tan grande hicieron, el legendario Madrid de los felices 80. Genuina representante de aquel tiempo, tuvo la mala suerte de caer en la peor de sus miserias. Fue una verdadera lástima la fugacidad de su estrella. Diez años le bastaron para dejar de ser la chica del Dabadabadá —uno de los espacios infantiles más recordados de la televisión pretérita— y convertirse en una de las primeras víctimas del SIDA.
En Aullido (1956), el más celebrado de sus poemas, Allen Ginsberg nos habla de cómo había visto a las mejores mentes de su generación en las calles de “los negros”, buscando drogas. En el Madrid de los años 80 aún no había suficientes afrodescendientes como para llenar una calle. Pero, con caras de otros colores, ya había guetos, en las inmediaciones de la Gran Vía ni más ni menos, donde no era raro ver a las mejores chicas de nuestra generación buscando camellos para un viaje.
Sonia Martínez nació en el Madrid de 1963. La suya fue una familia tan normal como el 90 por ciento —si no todas— de las del resto de las chicas que en los 70 cursaron la enseñanza media en el instituto Beatriz Galindo de la calle de Goya. Ella misma era una chica tan normal que su gran afición era el deporte. Una hermana suya —Irene— fue una gimnasta meritoria, integrante del equipo olímpico. A su modo fue una pionera: primera española que participó en una final individual, primera española que participó en una final de aparatos en un torneo de élite…
Por su parte, Sonia fue campeona de Castilla de natación cuando los deportistas no eran referentes de nada ni de nadie y, básicamente, no los tenía en ninguna consideración la clase política. La estrella de la joven nadadora empezó a fulgir en 1982, cuando fue elegida por TVE en una selección de nuevos rostros para conducir un nuevo espacio infantil. La fotogenia, que irradiaba su sonrisa al resto de su rostro, era incontestable delante de una cámara. Destinado a divulgar la ciencia entre los espectadores más pequeños, 1, 2, 3, contacto, el programa en cuestión, contaba con otros tres presentadores. Pero, y sin que esto suponga menoscabar a nadie, por supuesto, Sonia siempre fue la favorita de los telespectadores, o televidentes, que entonces también se les decía.
El favor que le dispensó la antena también fue efímero. Cuatro décadas después, hay que admitir que en aquella conductora de espacios infantiles todo fue rápido, breve. Ahora bien, en su momento, con la rabiosa juventud en su apogeo, cómo advertir, cuando ella sonreía, la fugacidad de todo, muy especialmente de cuanto es bueno. Sin embargo, doce meses después de iniciarse en la pequeña pantalla, Sonia Martínez sustituía a Mayra Gómez Kemp al frente de Dabadabadá, otro programa destinado a la infancia. “La presentadora infantil que gusta a los adultos”, empezaron a llamarla en los reportajes que le dedicaban en la prensa. Los más pequeños disfrutaban al verla junto a Torrebruno, los más mayores imaginaban cosas cuando la sonrisa de ella, que en modo alguno era inquietante o lujuriosa, les iluminaba.
En el cine debutó de la mano de Gonzalo Suárez en Epílogo (1984). Parece ser que, con anterioridad, declinó la oferta de trabajar con Luis G. Berlanga en La vaquilla (1985). Tampoco quiso colaborar con Narciso Ibáñez Serrador en la nueva etapa de Un, dos, tres… Responda otra vez.
Ya convertida en una de las profesionales más conocidas de TVE, con Rafael Romero Marchent trabajó en Violines y trompetas (1984), adaptación fílmica de una obra de Santiago Moncada que, desde su estreno en 1977, venía siendo uno de los grandes éxitos de la escena española. Sonia Martínez fue una chica de su época en toda la extensión de la palabra.
El rollo de septiembre (Mariano Ozores, 1985) fue otra de sus películas. La prematura muerte de su madre, con 43 años, la sumió en una depresión que la llevó a Nueva York con el propósito de aprender inglés y perfeccionar su técnica interpretativa. Algunos, de los pocos que aún la recuerdan, sitúan en la muerte de su progenitora el comienzo de su decadencia.
De vuelta a España, en 1986 trabajó en una coproducción con Alemania, capítulo de una conocida serie policiaca de aquel país —Großstadtrevier— ambientado en Ibiza. Y allí, un fotógrafo le robó unas instantáneas mientras practicaba topless —como tantas chicas de ayer en las piscinas y en las playas de España entera—, en una cala de la Isla. Publicadas las fotos en la revista Interviú, provocaron tal escándalo, básicamente entre los que imaginaban cosas tras su luminosa sonrisa, que RTVE le rescindió el contrato. El asunto alcanzó tales dimensiones que fue objeto de un debate parlamentario. El responsable del ente público, José María Calviño, interpelado por el diputado socialista Francisco Javier Rojo, argumentó que el despido de la popular presentadora obedeció únicamente a razones contractuales.
Ella pleiteó y ganó el juicio. Una vez readmitida, se decidió que presentase La bola de cristal tras la marcha de Alaska. Pero nunca llegó a emitirse ninguna entrega de este celebrado espacio de Lolo Rico con Sonia Martínez al frente. Series como Segunda enseñanza (1986), donde fue dirigida por Pedro Masó, y películas como Los invitados (Víctor Barrera, 1987) siguieron aumentando su filmografía.
Pero su imagen y su actividad profesional comenzaron a verse afectadas por su toxicomanía. Y de Sonia Martínez empezó a dejarse de hablar hasta la noticia de su prematura muerte en septiembre de 1994. Fue toda una chica de los años 80.
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