Mi amiga, espero que lo siga siendo, ha colgado un texto en el que se empodera. Clama a esos cuatro vientos que son las redes sociales que ella es moralmente superior porque es de izquierdas. Sin más. Punto. Es lo que hay.
Es una forma pelín reduccionista, porque presupone una cierta imbecilidad en quienes tenemos querencia a conservar cosas que tememos que solo puedan empeorar si la única razón para agitarlas es que huelen a naftalina.
Como amigo siento en lo más profundo de mi alma, si los conservadores tenemos de eso, no haberme dado cuenta de que vivía enredada en un dolor inmenso, quedo, porque no encontraba el fuego interior con el que fundir las cadenas de la opresión a la que los que son como yo sometemos a quienes son como ella: progresistas.
A lo que se ve, y se lee, ahora sí ya se acabó esta era inaguantable, y miles como ella se alzan contra la ola reaccionaria. No solo en su nombre, qué va. Eso sería egoísta o, como les gusta repetir en salmodia, insolidario. Lo hacen en el de la gente, un concepto tan amplio, expansivo y globalizante que si te descuidas un pelín te incluyen sin siquiera pedirlo.
Porque una de las cosas que caracteriza a los superiores morales (mi amiga lo es por declaración pública que ahorma su íntimo convencimiento), es que no necesitan de nuestro llamado de auxilio, mucho menos de nuestro consentimiento, para arrumbar cualquier cansino debate. No dudan, ¿cómo hacerlo si tu moral es superior?
La verdad es que creo que lo de esta aristocracia del pensamiento, estos sabios humanistas, salvadores del mundo cercano y de los lejanos, no tiene ningún mérito. Al menos yo no les reconozco ninguno y sus dogmas laicos me producen urticaria.
Como carezco de cualquier superioridad, del tipo que sea, sobre cualquiera con el que confronto, reconozco mi bajeza. Convivo con ella, me enfrento a mis dudas cada día y tengo la limitante manía de desconfiar, mucho, de esos mandamientos que se compendian en uno que acojona infinito: lo que tienes que. Vaya, qué fácil, ¿no? Así que lo tienes claro, no te reconcome nada, ningún día te arrepientes porque, claro, tienes una misión y allá valores. ¿Saben? No veo ni valentía, ni justicia, ni siquiera audacia en mi amiga ni sus principios. Quizá porque los míos beben de la misma base: haz el bien y no el mal. Ocurre que ella, porque es superior, desiste de convencer y prefiere imponer, que es lo que hacen los populistas. Mi amiga lo es, aunque le joda que se lo espete cuando alza los brazos en molinillo y le gira la cabeza como Regan McNeill.
La última vez fue a cuenta de mi homofobia no reconocida por mí pero descubierta por ella. Lo soy en su fatua porque resulta que me atreví a dudar de lo que hoy creo que denominan fluido. Se le erizó el pelo y su espalda se envaró hasta parecer que delante tenía a una institutriz británica. Me dijo que “por ahí no” y yo le contesté que “justo por ahí, sí”, que respeto siempre lo que uno se sienta pero no me pueden imponer lo que es. Que tenemos amigos que se sienten mujer, se visten como tal, pero no lo son por una cosa que se llama biología. Me rebatió hablando de sentimientos y respetos, que es precisamente la forma de no mostrar ninguno por tipos tan deleznables como yo, que nos cuesta entender que no se comprenda que aceptamos lo que uno se sienta pero dudamos, por mera observación, que sea lo que afirma ser. Como la cosa se ponía tensa y entrábamos en la fase “Pery, eres un retrógrado”, se subió a su ambón para reclamar que por gente como yo había que regular, legislar y obligar a que acatáramos que hay tantos géneros como personas.
Recordé que uno de mis hijos tuvo una compañera de universidad en EEUU que se sentía gato y que respondía con maullidos, o arañazos, a quienes se le acercaban. “Joder, no es lo mismo, ¿cómo puedes compararlo?”. “Querida, ¿no hemos quedado que esto va de lo que uno siente y no de lo que en verdad es o el resto vemos? Si se siente gato, es un gato”.
No seguimos debatiendo. Preferimos reír y celebrar que nuestra amistad lo resiste todo: su superioridad moral y mi viejuno descreimiento.
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