En toda biografía intelectual hay presencias que parecen llegar tarde a las costas de la vocación. Bien lo expresó Agustín de Hipona cuando meditando en su propio itinerario espiritual, escribió aquello de “Tarde te amé belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé”. Sucede que, a la hierofanía de las grandes revelaciones —como a los buenos amores—, a uno le parece que siempre llega tarde: “¿por qué tierras vagaba yo, que no me había percatado de ti?” —resuena en nuestra conciencia—; el resto del camino es una larga gratitud.
Alguno podrá preguntarse: ¿A qué viene este argentino con pretensiones de connubio con nuestras plumas? ¿qué obsesión corroe su intimidad al citarnos tantas veces a Ruano, a Camba o a Umbral o a Gistau? La respuesta no requiere demasiada elaboración: porque España es la dueña del idioma, de la sagrada lengua en la que aprendí a decir “mamá”, “pan”, “amor”, “lluvia” o “gorrión”; y porque, además, se aprende a escribir en la escuela de los mejores y el articulismo español supo concentrar en su prosa, la profundidad y el lirismo, el humor, la belleza y la mala leche.
La cita obligada en la lectura de Chaves Nogales, cae de maduro: A sangre y fuego y allí su prólogo, que del mismo modo que el de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, son en sí mismos verdaderos opúsculos aparte.
El corazón del Prólogo de A sangre y fuego, la idea gravitacional, es ya conocida: el hombre que encarnará la España superviviente de la Guerra Civil, surgirá merced a la ininteligente selección que hace la guerra: hundir en sus pozos de sangre a los mejores. No importa el sustrato doctrinal que esos hombres encarnen, a la ceguera bélica le es indiferente. De esta afirmación, se desprende otra con hondo correlato personal. Escribe Chaves Nogales:
“De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos o por los otros”.
Esta afirmación, ninguneada por las izquierdas y las derechas, cuando no tildada de mediocridad acomodaticia, aparece ante nuestros ojos como prudencia, aquella Φρόνησις que decían los griegos, y que se define como la regla recta de la acción. Lo de Chaves Nogales es para nosotros —y le pedimos prestado un término al danés Kierkegaard—, una “neutralidad armada”. Sus armas son un par de ojos desvelados y una pluma afilada.
Pero nosotros, queremos concentrarnos en otro punto del Prólogo de A sangre y fuego y que se expresa en la pluma del sevillano con tono grave:
“[…] mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contra el Espíritu Santo”.
¿Por qué un hombre libre de toda sospecha a la afición de los cirios y el incienso habla del “pecado contra el Espíritu Santo”? Porque es lógico, por necedad querida y oposición consciente a la verdad: “[…] porque el Espíritu es la verdad» (1 Juan 5:6).
La ideología, que es la miopía de la conciencia, la cómoda almohada sobre la que se echa a dormir la inteligencia, no solo esconde en su seno una siempre presente voluntad de poder, sino que nos entrega el mundo ya interpretado y por ello nos hurta la capacidad crítica.
Chaves Nogales escribe desde un hotelito parisino, pero se resiste a sumarse a esa “legión triste de los desarraigados”, por eso escribe, para ganarse la vida, sí, pero sobre todo para mantener su “ciudadanía española puramente espiritual” que ningún color político podrá sustraerle.
El “otro” Prólogo de Chaves Nogales es el que no habla de política ni de guerra, de rojos ni de blancos, de católicos ni de judíos, de marxistas ni de liberales; habla del compromiso de la conciencia con la verdad, que es una lección para todo escritor.
Andrei Tarkovski, quizás el director que llevó más alto que ninguno la poética visual del cine, creador y mártir de la Unión Soviética, apuntó en su obra Esculpir en el tiempo:
“El trascender en nombre de un quehacer superior una verdad “baja”, experimentada en toda su crueldad: esa es la verdadera misión del arte, que en esencia es algo casi religioso, una toma de conciencia sagrada de un alto deber espiritual”.
Se ha reclamado ad nauseam, que el Prólogo de A sangre y fuego sea lectura obligatoria en los colegios españoles. Todo se une aquí, porque en verdad, son dos los pecados terribles: pecar contra el Espíritu Santo y escandalizar a los pequeños.
En mi Patria Argentina, un “prócer” muy de moda en estos tiempos escribió en una carta: “Si es preciso, la historia con los papeles de la verdad se envuelve. Haga usted como Maquiavelo, mienta a los vivos y mienta a los muertos”. Así vamos.
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