Álvaro Colomer sigue empeñado en desvelar el mito fundacional oculto en la biografía de los escritores, es decir, indagar en los orígenes de su vocación, en el germen de su despertar al mundo de las letras, en el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo todavía más poderoso: la literatura.
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Hernán Díaz empezó a escribir antes de que le enseñaran a hacerlo. Ya en su primera infancia, cuando todavía no había pisado un colegio ni aprendido los fonemas representados en el alfabeto, el futuro ganador del premio Pulitzer garabateaba signos ininteligibles en papelotes y después corría hacia su madre mientras gritaba: «¡Mira, mamá! He escrito un cuento». La progenitora fingía entonces que lo leía y, al terminar, felicitaba al artista con un enorme beso. Luego lo observaba mientras se alejaba ufano por el pasillo y, quién sabe, se preguntaba eso que todavía hoy enfrenta a genetistas, psicólogos y ambientalistas del mundo entero: el escritor, ¿nace o se hace?
Últimamente Hernán Díaz también se hace esa pregunta. Ha descubierto que, cuando escribe, su hija aprieta con demasiada fuerza el lápiz, de suerte que su trazo acaba formando relieves en el reverso del folio. Los profesores han tratado de advertir a los progenitores sobre el peligro para la mano que entraña este vicio, pero no han percibido una gran preocupación por parte del padre. Antes bien, lo contrario; parece que le divierte. Lo que los maestros no saben, claro, es que él tenía la misma costumbre cuando era pequeño y que, además de parecerle ridícula la idea de que te puedes lastimar la muñeca por presionar la punta del lápiz, le hace ilusión pensar que ha trasmitido a su hija un hábito que ya ni siquiera tiene. Es más, cuando reflexiona sobre este acontecimiento un tanto extraño, se le ocurre que tal vez en esa reiteración, en ese eterno retorno de ciertas costumbres que uno creía olvidadas, en ese reseteo que se produce en el mundo cada vez que nace un hijo, se encuentre la clave para saber si nosotros, todos nosotros, nacemos o nos hacemos.
Fue el investigador británico Francis Galton quien se inventó la expresión que aquí nos ocupa, la de si uno «nace o se hace», y lo hizo tras analizar las características psicológicas de más de un millar de personalidades «eminentes» en diferentes campos. Pretendía demostrar que la genialidad es un rasgo hereditario y, por tanto, más dependiente del árbol genealógico que de la experiencia vivida, al tiempo que deseaba imponer la idea de que, propiciando ‘matrimonios juiciosos’, es decir, combinando los genes no por amor, sino por cálculo, la raza humana mejoraría. Hoy sabemos que Galton se equivocaba, que la teoría de la reproducción selectiva solo sirve para crear eugenistas y que incluso los padres honestos pueden engendrar hijos capaces de asegurar que la inteligencia es exclusiva de una élite selecta.
Que el talento no se hereda es algo que en el fondo todos sabemos, pero que podemos ratificar leyendo Sexo, libros y extravagancias (La Esfera, 2024), ensayo en el que Alberto Zurrón nos recuerda, entre muchas otras cosas, que también Ernest Hemingway cayó en la trampa de la genética. Creyó que su hijo Gregory —que años después habría de transicionar a Gloria— era su vivo retrato: se le hinchaba la misma vena del cuello, ganaba concursos de tiro al pichón contra profesionales adultos e incluso mereció el primer premio del certamen de relatos convocado por el colegio donde estaba interno. Y fue este último hecho, el de sus dotes narrativas, el que abrió los ojos al padre. Porque algún tiempo después, cuando el cuento salió publicado en la revista del centro, Ernest reconoció, palabra por palabra, cierto relato del novelista ruso Iván Turguénev, y quedó tan decepcionado con el plagio de su hijo que él mismo lo denunció ante el director del colegio.
Pero en este apunte biográfico sobre Hernán Díaz falta un dato que tal vez demuestre de un modo definitivo que si unos escritores se hacen, hay otros que realmente nacen. Y es que hace poco, durante una mudanza, encontró un poema que él mismo escribió a los seis años en honor a un familiar que atravesaba un mal momento, y al releerlo ya con ojos de adulto, reparó en que todos los versos, todos sin excepción, eran octosílabos. El niño que era entonces compuso aquella pieza de un modo intuitivo, sin saber que existía un conjunto de reglas llamado métrica, simplemente escuchando la musicalidad de las frases que sonaban en su cabeza, y resultó que en su inocencia estaba intuyendo lo que otros estudian durante años.
El octosílabo y el endecasílabo son las unidades de pensamiento más habituales en quienes emplean la lengua española, de ahí que nuestros poetas las usen con tanta frecuencia. Pero resulta asombroso que un niño de seis años sea capaz de detectarlas de un modo inconsciente. Asombroso o propio de gente que nace con la literatura metida dentro.
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La última novela de Hernán Díaz es Fortuna (Anagrama).
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