Mondoñedo, vistas parciales
No se detiene ya el autobús en Mondoñedo, que ahora es sólo una visión fugaz bajo el viaducto, y lo lamento porque mantenía la esperanza de aliviar los rigores de este viaje con el raquítico consuelo que suponía esa breve incursión por unas calles en las que he disfrutado extraviándome alguna que otra vez —«Aquí lo más sensato es ir adivinando los caminos», me dijo hace años un estanquero al que acudí en busca de auxilio, cuando merodeaba en busca del lugar exacto en el que habíamos aparcado el coche— y donde siempre acierto a ver más de lo que los ojos normales, o los de quienes pasan por aquí sin haberse iniciado adecuadamente en el misterio, alcanzan a ver. Hay enclaves donde uno termina por forjar una especie de geografía íntima que nadie más que él alcanza a desentrañar, y estoy seguro de que ésta que he venido construyendo en Mondoñedo comenzó a cartografiarse aun antes de visitarla, cuando don Germán nos explicaba en el sexto curso de la EGB que las campanas de la catedral de su pueblo tañían con tanta fuerza que de vez en cuando resquebrajaban los cristales de la plaza. Aquella imagen poderosa me subyugó entonces y la recuerdo ahora que veo la mole episcopal perfilándose a mis pies, extendiendo su planta en el epicentro de un caserío que se arremolina a su alrededor y va tejiendo en torno a ella su entramado angosto y laberíntico, salpimentado aquí y allá con plazuelas inverosímiles y recovecos propicios al ensalmo. Mientras la estampa se va esfumando al otro lado de la ventanilla, voy rememorando los pequeños hitos que han venido jalonando la parte de mi biografía que ha quedado ligada a esta villa: el camarero que atendía la taberna donde recalé una mañana fría de diciembre con mis padres y al que el preadolescente que era yo encontró un parecido irrefutable con Juan Pardo; la noticia del fallecimiento del afamado O Rei das Tartas, que nos dio su propio hijo cuando entramos en su confitería con la intención de conocerlo en persona; la librería donde adquirí una edición de los artículos gallegos de Cunqueiro de la que no me he separado desde entonces; el paseo que nos dimos Álvaro Díaz Huici, Pepe Monteserín, Miguelito Arrieta y yo cuando recalamos en estas tierras de camino hacia Villalba, y la cara que puso el camarero del bar en el que entramos a desayunar cuando le preguntamos por la ubicación exacta de la Venecia mindoniense; la visión alucinada del fresco de los Inocentes que adorna uno de los muros de la nave mayor de la catedral; las horas que pasamos Sofía y yo embaucados por el mago Merlín en las interioridades de su guarida; el rumor del agua al discurrir por los canales que recorren el barrio de Os Muiños; el descubrimiento de ese cementerio que es también parque infantil y donde la suntuosidad de unos pocos panteones mayestáticos compite con la sencillez de la lápida que, a ras de suelo, invoca mil primaveras más para Galicia; el parque en lo alto del pueblo donde se celebró en tiempos el primer homenaje que se le tributó en el mundo al árbol; la célebre anécdota de Jon Kortazar y su esposa cuando fueron a alojarse en el Seminario Mayor; las espléndidas páginas de Nembrot en las que José María Pérez Álvarez traza una genealogía mítica de estas calles donde todo parece estar a punto de ocurrir y en las que probablemente naciese el realismo mágico mucho antes de que Gabriel García Márquez lo cincelara al recordar Aracataca; los esplendores románicos de la iglesia de San Martín, que aunque le digan de Mondoñedo no está aquí —ya he dicho que por estas latitudes cualquier cosa se vuelve no ya asumible, sino perfectamente natural— y que fue, según fuentes bien documentadas, la catedral más antigua de toda España. Concluyo el repaso cuando Mondoñedo ha desaparecido ya y el paisaje desde la ventanilla es una sucesión de praderíos y montañas sobre las que se alinean los generadores de los parques eólicos. La pequeña villa episcopal, pujante hace siglos y ahora cada vez más despoblada, queda anclada en sus profundidades geográficas e históricas y puedo apostar a que ni uno solo de mis acompañantes en este autobús que nos lleva al finis terrae ha dedicado un minuto a su contemplación ni es consciente de los prodigios que acaban de quedar a nuestra espalda, porque hay lugares que parecen obligados a purgar esa condena que obliga a cien años de soledad antes de conocer la ocasión de gozar de una segunda oportunidad sobre la tierra.
Volviendo a Compostela
«Siempre estoy volviendo a Compostela», le digo a Ulises Bértolo cuando desde la distancia me da la bienvenida a una ciudad de la que él se encuentra ausente en estos días, y es cierto que tengo la impresión de que hay una tendencia pendular que a lo largo de los años me va aproximando y alejando de algunas ciudades, ésta entre otras. Me trae en esta ocasión una invitación de Camilo Franco, que dirige la Semana do Libro y ha querido que venga a hablar de mi última novela y que me sume a una mesa redonda en la que también participan Javier Rivero, director de Tenerife Noir, y Javier Sánchez Zapatero, uno de los responsables del Congreso de Novela y Cine Negro de Salamanca, que acaba de echar el cierre tras una enjundiosa andadura de dos décadas. A Camilo lo conocí precisamente en la Semana Negra, hace ahora la friolera de dieciséis años, y no habíamos vuelto a coincidir hasta ahora. Me cayó muy bien entonces y compruebo que el sentimiento era mutuo, porque en cuanto nos vemos a las puertas de un bar de la Rua de San Pedro nos comportamos exactamente igual que si hubiésemos estado tomando un café anoche. El abrazo que nos damos es un preludio del reencuentro con la propia ciudad, que luce en la noche ese aspecto fantasmagórico y acogedor que uno siempre espera de ella y que es el que permite disfrutarla sin intromisiones ni apreturas. Arrulladas por la penumbra de esas horas en las que dicen que sale a desfilar la Santa Compaña y conviene encerrarse en casa para no sucumbir ante su embrujo, las calles de Santiago se convierten en el escenario irrenunciable de esas vidas que soñamos y sabemos imposibles. Las fachadas de las iglesias, los muros de los conventos, las calles irregulares de trazado caprichoso que se enroscan unas sobre otras y parecen no conducir a parte alguna, todo induce a demorarse en una sucesión de pasos perdidos en los que no conviene seguir mapa ni brújula, sólo el soplo de una intuición que hace que uno descubra lo que merece ser descubierto y regrese a lo que, visto una vez, merece ser apreciado otra. Resuena el eco de las pisadas en callejuelas desiertas por las que uno aún puede hacerse a la ilusión de que llevan siglos sin conocer más presencia que la nuestra, y se fortalece el ánimo con la expectación sosegada de quien sabe que la maravilla puede aguardar a la vuelta de cualquier esquina. Hay una emoción, sin embargo, que se sobrepone a todas las demás y que me ocupa cada vez que vuelvo a recorrer estos predios tan queridos. Es un sentimiento que se vincula no a la memoria de quienes estuvieron aquí antes que nosotros, sino al recuerdo de quienes anhelaban llegar y no llegaron, esos cientos o miles de personas que fallecieron en pleno tránsito hacia el campus stellae y no tuvieron de Santiago otra imagen que la que buenamente supieron perfilar su imaginación o sus ensueños. Hace años, antes de que el turismo lo echara a perder casi todo, me gustaba tenerlas en mente cuando subía las escaleras del Obradoiro y me entremezclaba con la muchedumbre que contemplaba atónita el Pórtico de la Gloria, ese prodigio en el que un tal Mateo acertó a esculpir la eternidad, pero ahora las escaleras están cerradas a cal y canto y el Pórtico sólo puede visitarse en grupos reducidos y previo pago, como dictamina el signo de una época que prima sobre el valor de lo humano el precio de la mercancía. Ahora he de hacerlo en el centro de la plaza al filo de la medianoche, mientras el éxtasis barroco que ingenió Casas Novoa se eleva hacia una luna que parece colocada a conciencia para rematar una escenografía que es a la vez sobrecogedora y familiar, un embrujo donde se aúnan los asombros de quienes caminaron durante días o semanas o meses o años con el único propósito de alcanzar este destino y la frustración de quienes pretendieron hacerlo y no llegaron, y lo de menos es que sea o no un apóstol quien duerma el sueño de los muertos bajo este suelo que ahora piso, porque al cabo la verdadera fuerza de Compostela, su razón de ser y su carácter, se la han venido dando quienes pasaron por ella y los que siguen pasando, no con la intención de hacer la foto consabida con la que presumir luego en las redes, sino con el propósito sincero de encontrar algo que acaso pretendan divino, pero que es en realidad rabiosamente humano: la toma de conciencia acerca de lo que supone estar vivo; la necesidad de creernos que existe un lugar en el que, sea cierto o no, alguien nos espera.
Chove en Santiago
Me sorprende la lluvia en pleno amanecer y recuerdo que hace ahora seis años, cuando vine a presentar mi anterior novela en la librería Cronopios, me tocó padecer los que seguramente fueron los dos días más lluviosos de la historia en Santiago. Caía el agua como si se estuviera inaugurando un nuevo diluvio universal y al regresar a casa tuve que tirar directamente a la basura mis zapatos, destrozados como quedaron tras varias horas de vagabundeo bajo el chaparrón. En consonancia con la propia naturaleza de la ciudad —Compostela es, a fin de cuentas, el fruto de una gran fabulación—, no viene mal este clima, porque Santiago se ve mejor difuminada, esto es, entrevista tras los cortinajes de la niebla, diluida entre el aguacero que encharca sus calles empedradas y cala hasta los guardapolvos del alma. Lo supo apreciar así Federico García Lorca, que visitó esta ciudad en 1916 —ese año figura en la firma que él mismo dejó en el libro de visitas de la catedral— y volvió a ella cuando escribió, con ayuda de Eduardo Blanco Amor, el madrigal que le dedicó dentro de su pequeña colección de seis poemas gallegos. Los versos se han hecho célebres gracias a la partitura a la que los encaramó el grupo Luar na Lubre, que supo imprimirles una música y un ritmo muy propicio a esas languideces que suelen asaltar en estas latitudes norteñas. «Santiago, lonxe do sol», dice el verso que me viene a la mente ahora que contemplo, desde la terraza del hotel, la fachada del santuario de la Virxe do Portal recortándose sobre el cielo grisáceo, en lo alto del parque de Belvís, cuyas arboledas se agitan por un viento que ha venido a desmentir las liviandades primaverales. No hay queja: igual que hay quienes se van a Cancún a pasar los días en la playa, algunos venimos aquí justamente a ver llover, y lejos de arredrarnos las inclemencias nos animan a echarnos a las calles pese a quien pese y recorrerlas hasta la extenuación, sin excusas ni complejos, por más que el sol parezca estar cada vez más lejos y el temporal amenace con dejarnos sin zapatos.
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