Imagen de portada: Carl Gustav Carus, Woman on the Balcony, 1824.
En algunas raras ocasiones se puede intuir con claridad el futuro, anticipar cuál será la suerte de alguien que escribe. Y en la Escuela de Imaginadores tenemos la certeza de que Pablo Rubio ha venido a la literatura para quedarse. Para sorprender, brillar y deslumbrar.
El imaginador Pablo Rubio Ortega (1995) estudió Filosofía pura en la Universidad de Granada. En los últimos años ha publicado relatos en revistas como Preternatural o Papenfuss, y en antologías como Visiones 2020, de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror (AEFCFT). Hoy traemos a Zenda su cuento inédito «La vida privada de Inesita», que dará una idea de la delicadeza y exactitud de su prosa, de su sutil manejo de lo fantástico y de su particular manera de situarse ante las historias y el mundo. Por supuesto, como debe ser, este relato es también una reivindicación.
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La vida privada de Inesita
Dondiego de Noche, apodado así por los estrafalarios y coloridos trajes que gustaba de ataviar en los convites nocturnos, entró por la puerta de la salita de estar. En un principio, tenía la intención de hacer constar a su mujer su inminente salida hacia el Grand Café ―por mera finura, sin provecho de buscar su compañía, pues bien conocía la indolencia apesadumbrada que la regía―. Sin embargo, solo sirvió para ver cómo la figura de ella se precipitaba por la ventana que daba al jardín.
―¡Inés, Inés! ―gritó.
Pero allí no había nadie. Tan solo la lluvia caía con parsimonia sobre el césped engalanado, de vez en cuando, con algún rosal de variedad asiática.
―¿Qué ocurre, cariño? ―susurró una voz con deje meloso que provenía de algún lugar de la estancia.
Su mujer estaba sentada sobre la mecedora de color verde oliva. Parecía importunada. Se refregaba los ojos con delicadeza, como recién levantada de una larga siesta.
Dondiego observó de nuevo el jardín a través de la ventana.
―Acabo de ver cómo te arrojabas ―dijo incrédulo.
―¿Qué dices? ―respondió ella con cierta ingenuidad.
―Sí, sí, lo que escuchas. ―Se acercó a la cómoda y apoyó su espalda. Sentía sus sienes bombear con fuerza―. ¿Cómo puedes estar ahí tan tranquila?
Inés se acomodó el vestido al que parecía que los espasmos de la duermevela habían arrugado. Se recogió un mechón por detrás de la oreja con la yema de los dedos, dándose tiempo para encontrar qué decir, y le miró intensamente con sus ojillos de avispa.
―Será el fantasma que ven las criadas.
Dondiego se estremeció.
―¡Cómo quieres, mujer! Ya sabes mi opinión respecto al tema. Esto nada tiene que ver. Lo he visto claramente: tu cabellera avellanada, tu vestido con florituras color crema, regalo de la primavera pasada… De hecho ―dijo, separando su cuerpo de la cómoda―, estás mojada.
Acercó la mano hacia su mujer, pero Inés, antes de sentir su contacto, la apartó de un revés. Inmediatamente, se ruborizó por haber empleado maneras tan impropias en ella. Desvió la mirada hacia el suelo y mordió su labio inferior.
―Ay… ―suspiró.
―Explícame, mujer, ¿qué es lo que está pasando? ―El golpe recibido había otorgado cierto poder a su insistencia.
Ella permaneció con el rostro enfocado en el suelo. En su cabeza se arremolinaban las palabras y sus significados, pero ninguno le pareció lo suficientemente satisfactorio para esclarecer lo acontecido.
―Inesita… ―siguió, intentando acceder por la vía de la ternura.
Inés levantó la mirada, y volvió a ver a su marido con las pintas de bujarrilla callejero. Almidonado con tejidos violetas, verdes y amarillos que lo acercaban más al arlequín medieval que al pretendido galán nocturno.
―No sé por dónde empezar…
―Eso ya es un comienzo, por favor, sigue ―exclamó él, remarcando su comprensión, pero también su impaciencia.
Inés miró hacia la ventana. La lluvia seguía cayendo suavemente sobre el jardín. La tarde se oscurecía. Sin previo aviso, con descaro, algo insólito en ella, más acostumbrada a habitar el silencio y la reticencia, dijo:
―Llevo lanzándome desde el día anterior a nuestro casamiento. A estas alturas me trae sin cuidado que te parezca bien o no.
Y se impulsó con las piernas, jugando nerviosa con las idas y venidas de la mecedora. Como una mocita que, tras ser obligada a visitar al confesor, se encuentra de improviso reconociendo un grave pecado.
Dondiego balbuceó. Se llevó la mano a la frente y cerró los ojos, calibrando la gravedad de la sentencia.
―¿Qué intentas decir? ―preguntó.
―Si quieres que te lo cuente, siéntate. No vaya a ser que tengamos un disgusto. ―Acto seguido señaló la silla griega junto a la ventana.
Él obedeció sin separar la mano de su frente, adoptando una posición entumecida mientras se sentaba, impropia del dandismo que le solía definir.
―Has escuchado bien. Todo empezó hace diez años, el marcado día ―prosiguió ella, ahora con la batuta del diálogo―. Si lo recuerdas, era una tarde de lluvia muy parecida a esta, perezosa y tranquila. Me subí al butacón en el que estás sentado y salté. Si te soy sincera, no lo pensé mucho, simplemente lo hice. ―Guardó silencio por unos segundos para constatar la reacción de su marido, pero este seguía hundido en la silla griega―. Entiéndeme, no es que te tuviera ojeriza, quería casarme contigo. Pero tenía dudas. Me gustaba mi vida de soltera, ¿sabes? Encontrarnos en el jardín y jugar a los pajaritos con las manos. Eso me entusiasmaba. No quería acabar sirviéndote por nada del mundo. Con unos niños corriendo de aquí para allá, tirada sobre este lecho de muerta en vida… Entonces, no sé cómo ocurrió, estaba sentada donde ahora mismo estoy y sentí un hondo pesar, justo aquí.
Inés se llevó el dedo índice y corazón al pecho, en el huequecillo de la clavícula. Él levantó la mirada, una mirada de aturdimiento, pero siguió sin mover el cuerpo.
―Fue como un mal trago, amargo, como si se me clavara una hojilla de cardo seco y, puedo decir, que aquel sentimiento me obligó a saltar. Miré a la ventana. Estaba abierta. Y no te lo creerás, pero fue como si ella, de verdad, me llamara. Como si la luminosidad tenue de tormenta y las gotitas que, de vez en cuando, introducía la brisa en la estancia, susurraran que las debía acompañar.
Dondiego estiró su cuello para observar la ventana, buscando algún tipo de animismo del todo inexistente en sus formas.
―¡Esa fuerza, cariño! ¡Esa fuerza con la que la tierra te atrae! Fue del todo inesperada para mí. ¡Es tan portentosa!, jamás había sentido nada como aquello… ―Advirtió que su entusiasmo podía herir los sentimientos de su marido e intentó matizar―. Entiéndeme, es parecido al enamoramiento, pero más intenso, magnético, no sé si me explico.
Él seguía escrutando la ventana. Su expresión revelaba un interés profundo.
―Sentí las gotitas de lluvia erizarme la nuca y, cuando volví a abrir los ojos, vi a mi madre junto a la prima Caro entrar por la puerta. Seguía sentada en esta mecedora. ―Alzó las muñecas sobre el reposabrazos y las volvió a dejar caer como un peso muerto―. Los primeros meses no lo hice, eso te lo juro, pero después no sé qué me pasó. Entiéndeme. Para mí fue como un sueño. No me creía que aquello hubiera sido real. Pero tú, y con esto no quiero culparte, bien sabes que yo nunca quiero que tú sientas pesar ni pena alguna, te distanciaste, con el negocio, con las jaranas y los cafés, esa vida que a ti te gusta. Y yo, que soy más reservada, me aburría, no sabes cómo, siempre en casa mirando a esa ventana como una maceta mustia… Hasta que uno de esos días volví a sentir el amargor del cardo en mi pecho, la ventana volvió a susurrar, y comprobé que no se trataba de un sueño, que esa sensación iba a estar conmigo para siempre, justo aquí, en casa, en nuestra salita de estar, para volver a ella cuando quisiera.
»Desde entonces, lo fui haciendo más a menudo, al principio de una caída a otra había meses, te lo prometo, meses de distancia, te digo, pero luego… Tienes que entenderme. Haz el esfuerzo. Esta abulia es lo peor que puedo sentir. Ya sabes que soy una sentimental, tú mismo me lo dijiste, que para mí los afectos son los que hacen que el mundo se mueva. Dios sabe que lo dijiste. No puedo estar así, tirada en la mecedora, viendo la vida pasar. ¿Y no es normal? Ni un ataque me ha dado en todos estos años, que tú te extrañabas, porque sabes bien los achaques histéricos que tienen las mujeres de tus amigos, y yo sé que habláis de eso, que una de tonta no tiene un solo pelo. Yo ni uno, ni un achaque, ¿me escuchas?, y te digo que fue gracias a esto. Imagínate, solo por ponernos en la situación, siendo yo tan así, confirmado por ti, ¿eh?, que tú lo dijiste, qué cosas podría haber llegado a hacer. Hasta se lo tienes que agradecer a la ventana y al cardito que tengo dentro del pecho, que si no yo no sé…
Dondiego se llevó la mano al cuello en un intento de encontrar las hojas secas de la planta que su mujer no paraba de mentar. Parecía que cada palabra le llegaba mucho más tarde de ser pronunciada por ella.
―Por ponerte un ejemplo, así hablando a lo loco, que de ellos no faltan ―siguió Inés―. ¿Te acuerdas cuando contrataste al profesor de clavicordio para que tuviera al menos un entretenimiento? Pues ese mocito, que tenía buenas maneras y rostro como el de los antiguos, que sabes bien es el que a mí me gusta, ese, te digo, lo intentó. Que una sabe este tipo de cosas. Las ve venir. ¿Pero yo? No. ¡Ay!, no, no, no, eso te lo juro por Dios. Ni un acceso de coquetería me he permitido en todos estos años y, esto perdóname, pero ya que nos ponemos hablar nos lo contamos todo, que no es que no me hicieran falta, como a toda mujer joven y agraciada, si me permites la presunción; sino que esas emociones se me hacían vacuas, bobas y menores ante la gran pulsión de caer por la ventana. ―Se humedeció los labios, unos labios finos que, hasta entonces, solo habían logrado secarse en los soliloquios de su soledad, y continuó―: Después, fueron semanas, y ahora… pues cada vez que llueve. Y, ¿qué quieres? Le he cogido el gusto que se le tienen a las cosas prohibidas. Pero solo cuando llueve, ¿sabes? Lo he intentado en los días soleados, pero ¡ay!, no, no, no, ahí no me verás. Eso lo puedes tener claro. El roce de los rayos del sol es como el tacto de un anciano voluptuoso, ni me atrevo a asomarme por la ventana, eso sí que no lo soporto… Ya ves, no sé qué más decirte, al menos no me dio por el brandy, que ese miedo yo sé que lo tenías.
―El fantasma que ven las criadas… ―fue lo único que pudo musitar Dondiego, que seguía agazapado sobre la silla griega, sopesando el disparatado discurso de su mujer.
―No sé qué más decirte, cariño, en serio te lo digo… si quieres te lo puedo mostrar, nada más se me ocurre.
Inés hizo un amago por levantarse. Aquello fue lo que él necesitó para reaccionar. Se puso en pie de un salto y, antes de que su mujer pudiera hacer nada, volvió a hundirla en la mecedora con el peso de sus palabras.
―Intento comprenderte, Inés, siempre lo he intentado, tú lo sabes. Sabes que como yo pocos, poquitos, que se pongan en tu situación, que te regalen las libertades que yo te otorgo, que te den tanto amor a cambio de tan poco. Bien sabes todo eso. Pero esto… ―Estiró los brazos para mostrar la envergadura del problema.
―Claro que sí, cariño, lo sé cómo la que más ―interrumpió ella―, pero ya te digo que no tiene nada que ver contigo. Empezó con el hondo pesar y sigue por divertimento o, más bien, no lo sé, para librarme de este profundo tedio. Lo único que se me ocurre es repetirlo, hacerlo delante de ti. Todavía llueve afuera, déjame mostrarte cómo es. Dos veces en un día tal vez sea demasiado para mí, pero por ti, ya sabes, lo que sea.
Se levantó con determinación y aceleró su paso hacia la ventana. Su marido se interpuso en el camino, agarrándola por las muñecas.
―¡Inés! ¡Por favor!
En un primer instante, pareció detenerse; sin embargo, los ojillos de avispa volvieron a posarse sobre él. Sintió su amargo aguijón y, entonces, sus fuerzas se aflojaron, los brazos se zafaron, e Inés fue con su cabellera avellanada y su traje de florituras color crema hacia la ventana. Se encaramó en la silla griega y miró un momento a su marido.
―No te preocupes. Ahora nos vemos.
Y dio un brinco, uno pequeñito, de damisela acostumbrada a saltar a la comba en las salidas campestres de los domingos, pero suficiente para superar el dintel de la ventana y precipitarse hacia el césped del jardín.
―¡Inés! ―gritó Dondiego.
No escuchó el impacto. Volvió su mirada hacia la mecedora con la esperanza de encontrar a su mujer, de que todo lo que había dicho tuviera algún sentido, pero estaba vacía, aún marcada por la oscura y cálida huella del entresueño. Se apresuró hacia la ventana y apoyó las manos antes de asomar la cabeza.
―Inesita…
La lluvia había cesado. Entre las grises nubes se filtraban los últimos rayos de sol de la tarde, iluminando apenas el cuerpo de Inés.
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