Estar a la altura. Lo intentamos todo el tiempo, incluso cuando sabemos, o intuimos, que el asunto va a ir regular. He pasado los dos últimos fines de semana en Madrid, en su Feria del Libro. Las dudas me asaltaban: que si mi último libro ya salió el año pasado, que si va a llover mucho o que si lloverá demasiado poco: reventaremos de calor y la gente preferirá irse a la piscina; que si habrá fútbol y no vendrá nadie, que si ya he ido perdiendo el ímpetu de la juventud y que no les voy a parecer ni tan lista como me gustaría ni tan simpática como debería ser. ¿Se darán cuenta de que me transformo, de que al escribir no soy yo? Porque hace tiempo que comprendí que, cuando escribo, me deshago de este cuerpo y me convierto en alguien diferente y mejor. Sospecho que los lectores, al verme en carne y hueso, se sentirán decepcionados.
Y supongo, además, que esta sensación persigue a muchos creadores. Porque yo, amigos, he visto cosas que no creerían: escritores que venden miles de libros por temporada, aterrorizados con la mera idea de llegar a la caseta de El Retiro y no encontrarse a nadie; o lo que es peor, grandes autores que venden poco o de forma muy desperdigada, y que saben a ciencia cierta que pasarán gran parte de las dos horas charlando con el librero. Una copa para templar el ánimo antes de acceder al gran parque; ¿solo una? Qué demonios, mejor dos. Como si la simple idea de que ningún paseante pudiese venir a interesarse por nuestras historias pudiese hundirnos en un terrorífico incendio, del que saldríamos con quemaduras que nos marcarían de por vida: «mira a ése, nadie lo lee».
No crean que estoy lloriqueando. He firmado mucho y me ha ido realmente bien, pero podría no haber sido así, y tampoco habría pasado nada. Me habría fastidiado, desde luego, pero he aprendido a saber perder. Estar a la altura no significa estar en el candelero todo el tiempo. Y más ahora, en que tengo la sensación de que se percibe el oficio como un conjunto de fuegos artificiales en el que se desdibuja lo que somos y nuestro verdadero objetivo, que es el de crear buenas historias, atemporales y potentes. Sabemos de nuestra mortalidad e insignificancia, pero contar lo que somos y dar sentido a los breves destellos de la vida es lo que a algunos nos vuelca sobre el teclado. Otros exploran el mundo, algunos pasan de puntillas y unos pocos lo mejoran.
En todo caso, hoy, ahora, que todavía les queda este fin de semana para perderse por el Retiro, les voy a pedir un favor: paseen despacio, piensen rápido y den a algún escritor desconocido una oportunidad. Tal vez lo vean sonriente, o con semblante resignado y fingiendo ojear con urgencia su teléfono móvil, pero quizás haya creado un poema, un relato o una novela que, de pronto, suponga para ustedes un inesperado punto de inflexión. Una de esas historias que, aunque la haya escrito un desconocido, lleva escrito nuestro nombre. Yo misma comencé siendo una sombra, hasta que alguien me pidió leer quince líneas de mi primer manuscrito; me convertí en una de esas suaves brisas de verano que, aunque no tienen fuerza, logran que el pequeño velero comience a navegar.
Por supuesto, visiten a también a sus escritores elegidos, hagan amigos en las colas de espera, descálcense en el parque y siéntense sobre la hierba; se me ocurren un sinfín de percances posibles, pero si sale bien, el esfuerzo de vivir durante ese rato habrá valido la pena. Lo sé porque lo hice la semana pasada, y fueron los cinco minutos de sosiego más felices.
Y a todos los escritores de las casetas, algunos amigos, otros desconocidos: la Feria del Libro de la Madrid no es la de las vanidades, sino la del encuentro. Si la jugada sale bien, a celebrar. Y, si sale mal, quemaremos las palabras y arderemos con ese fuego hasta escribir la gran historia que sople las velas de este barco. Aunque haya naufragado muchas veces, nunca veremos a un verdadero marinero que haya dejado de navegar.
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