Hoy día, a mitad de la tercera década del siglo XXI, nos puede parecer extraño —e incluso heterodoxo— que un poeta tan joven como Antonio Díaz Mola se atreva a celebrar y/o cantar un amor (casi) conyugal a la manera de los mejores y más clásicos poetas de los años 40 del pasado siglo. Y es que la nueva y excelente hornada de poetas malagueños, que agrupa nombres tan presentes en la vida cultural de la ciudad como los de Ángelo Néstore, Alejandro Simón Partal, Pedro J. Plaza o Antonio Díaz Mola —todos ellos con obra en marcha, señeras y merecedoras de la atención crítica más exigente y especializada—, se ha convertido, por derecho propio, en la digna sucesora de aquellos otros nombres de las últimas décadas del pasado siglo XX que, en su momento, contribuyeron a situar la ciudad de Málaga en el mapa de la mejor poesía española contemporánea —desde Alfonso Canales, María Victoria Atencia, Rafael Pérez Estrada, Rafael Ballesteros, José Infante, Francisco Ruiz Noguera, Rosa Romojaro y Fernando Merlo hasta los más jóvenes Álvaro García, José Antonio Mesa Toré o Aurora Luque—.
En esencia, la trayectoria poética de estos cuatro jóvenes poetas, que, formalmente, cultivan poéticas muy diversas, se corresponde con algunas de las preocupaciones más visibles de la generación a la que pertenecen: Ángelo Néstore (Premio Hiperión de Poesía 2017 y Premio de Poesía Emilio Prados 2019) abunda en cuestionar los tradicionales roles de género, Alejandro Simón Partal (Premio de Poesía Arcipreste de Hita 2017 y Premio Internacional de Poesía Hermanos Argensola 2019) parte de la cotidianeidad para reflexionar críticamente sobre la fuerza del instinto y/o el poder de las emociones, Pedro J. Plaza (Premio Valparaíso 2023 y Premio Andalucía de la Crítica 2024) ajusta cuentas con el dolor que lleva aparejado la asunción de la madurez, y Antonio Díaz Mola (cuyo segundo y excepcional poemario, El aire dividido, ha recibido un accésit al Premio Adonáis 2023) celebra felizmente las delicias del amor.
Cuestionar, reflexionar, ajustar cuentas y celebrar son, por ello, probablemente los ejes básicos sobre los que gravitan las preocupaciones fundamentales de una nueva generación de poetas —bautizada como Generación Reset por el propio Pedro J. Plaza—, que, como todas las anteriores, no acaba de sentirse cómoda con el sitio que le ha sido asignado. Pero, paradójicamente, entre los cuatro ejes señalados, el más subversivo de todos ellos quizá sea el de celebrar. En principio, porque el verbo celebrar siempre ha carecido del prestigio intelectual —y elitista— que impregna a los otros tres, y, en segundo lugar, porque la humanidad está hoy enfrentada a uno de los momentos más difíciles e inciertos de su historia reciente, cuando la guerra asola tierra europea y el Oriente Próximo se halla inmerso en una terrible y violenta crisis humanitaria. No parece precisamente lo más oportuno echar ahora las campanas al vuelo y, festivamente, celebrar —sea lo que sea lo que haya que celebrar—. Y tal vez tras esta paradoja se esconda la clave que sostiene El aire dividido, último poemario de Antonio Díaz Mola. El poeta, al igual que hiciera Mondrian ante los horrores de la Primera Guerra Mundial, siente también la necesidad instintiva de poner orden en el caos y apostar por la cordura. Cuando todo se tambalea, Díaz Mola, con todo el arrojo de la juventud, elige enamorarse y cantar. Porque siempre nos quedará la poesía.
Y, por ese motivo, esta celebración del amor, que aparentemente puede parecer tradicional —un amor revivido entre versos clásicos—, quizá responda a un propósito determinado: el poemario, al igual que los lienzos de Mondrian, aparece milimétricamente ordenado, desde la estructura general a la elección de versos y estrofas. A través de las tres partes en que se divide el texto —«El aire dividido», «Dos sextinas» y «Escenas de nocturno»— el poeta recorre los tres posibles estadios —no necesariamente consecutivos— del amor: el deslumbramiento, la reflexión y el sexo. No obstante, además lo hace utilizando versos endecasílabos y heptasílabos —los más frecuentados por la poesía clásica—. A simple vista no hay nada dejado al azar —pese a que el amor sea siempre azaroso—. Las líneas rectas, las formas simples y los colores primarios de Mondrian tienen, así, su correspondencia con la cadencia rítmica del mejor verso clásico y la palabra neta y limpia de Antonio Díaz Mola:
Te toco. Se confirma el argumento:
el mundo es tan real
como decirlo y ver que estás al lado.
Aunque el poeta no olvida que este es un poemario de amor. Y el amor cantado por Díaz Mola está aún en la primera fase, cuando, primaveral, directo y puro, es el eje sobre el que gravita la existencia. Un amor que corre en paralelo al que siente Calixto por Melibea, instintivo y carnal, o al del mismo Romeo por Julieta, lleno de ternura adolescente; sin embargo, al mismo tiempo, apasionado y terrenal. Pero, claro, estamos en el siglo XXI, sin ese halo trágico que a ambos caracteriza. La imagen de la amada, Melibea o Julieta, es ya de absoluta y despreocupada contemporaneidad:
Frente al escaparate,
te peinas con dos dedos el flequillo,
miras la sugerente oferta de una falda
y sales de la tienda vistiéndola al instante.
Una imagen que parece estereotipada, pero que poco a poco el yo poético irá enriqueciendo y matizando: la amada será también compañera de clases, jornadas y congresos, y rival del ansiado premio final de promoción:
Ponerte por escrito enhorabuena
es un oficio cruel, porque he perdido.
Pero prefiero el arte de ser justo.
Precisamente, todavía está por hacer un primer estudio de la imagen de la mujer del siglo XXI a través de la poesía escrita por hombres.
Si atendemos a la genealogía literaria de Díaz Mola, no es difícil advertir que, además, ha sabido incorporar a su poética personal aquellas características que mejor definen a otros poetas geográficamente cercanos: desde la contención expresiva y la cuidada selección léxica propia de María Victoria Atencia a la capacidad de Francisco Ruiz Noguera de elevar a categoría universal nimios acontecimientos cotidianos o el dominio del ritmo versal de poetas como José A. Mesa Toré y/o Álvaro García.
Por el contrario, el mayor logro de la primera parte, «El aire dividido», que da título al libro, tal vez resida en la honesta frescura que emana de sus versos, en su falta absoluta de pretensiones. Frente al impostado afán de trascendencia, tan presente en la obra de muchos poetas jóvenes —y no tan jóvenes—, se alza la mirada limpia y pura de una voz poética que es capaz de transformar el más sencillo y cotidiano gesto —a la manera barroca— en motivo de reflexión. Porque el amor habita en todo lo que nos rodea y un reloj prestado puede quedar convertido en metáfora del tiempo del amor, y el sabor de un chicle de eucalipto en una imagen inédita de la eternidad:
Me pido tras la muerte la alegría
del chicle de eucalipto en tu saliva.
Las dos sextinas que conforman la segunda parte están trabajadas con absoluta precisión, en la estela de José Lara Garrido. La acertada selección léxica, el dominio del ritmo o los lúdicos juegos de palabras están utilizados con una única finalidad: cantar las delicias del amor doméstico —que, en realidad, no es sino el otro lado de las literarias, oscuras y cansinas pasiones inconfesables—:
Apagamos los grifos de la casa,
las lámparas, la tele; y estar juntos
se vuelve un privilegio de canción
que tarareo al filo de tu luz.
En la última parte, probablemente la más lúdica, libre y desprejuiciada, resuenan divertidos ecos de la literatura clásica grecolatina —esas irónica descripciones de los hechos de amor tomadas de Catulo y en línea con parte de la obra de Luis Antonio de Villena o Aurora Luque—, y también la grácil chispa del mejor Luis Alberto de Cuenca, capaz de convertir en palabra poética el habla más urbana e insípida. Como ejemplo puede servirnos la estupenda y divertida primera estrofa del poema «Fetichismo», una despreocupada e inofensiva salida de la norma. En estos versos blancos el poeta mezcla, con habilidad, el ritmo versal clásico de siete endecasílabos y un heptasílabo con la lúdica ironía de la poesía del siglo XXI:
Te has pintado de rojo
las uñas de los pies, y te confieso
que mi debilidad es el asombro
de ver cómo te quitas los tacones
para pedirme a mí, tu fetichista,
un masaje con cremas hidratantes
y algún beso en el arco de tu planta
donde el amor empieza si respiro.
Metro clásico, ironía, humor, honestidad, frescura, intertextualidad, sentido del ritmo versal, habla urbana y contemporaneidad; con estos mimbres, el joven Antonio Díaz Mola ha sabido cantar el amor sin sentimentalismos, sin rebuscadas trascendencias, sin prejuicios. Le ha bastado acudir a la —tan citada e imprescindible— palabra precisa, al ritmo interno del verso, a la naturalidad de nuestros clásicos —antiguos y modernos— para levantar un poemario, El aire dividido, que forma ya parte de la mejor poesía joven de estas primeras décadas del siglo XXI.
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Autor: Antonio Díaz Mola. Título: El aire dividido. Editorial: Ediciones Rialp. Venta: Todos tus libros.
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