Los griegos nos conocen por «sátiros». «Faunos» nos llaman los romanos. Unos tenemos patas y cuernos de macho cabrío, otros colas y orejas de caballo. Somos velludos y enredadores. Cargamos un falo, siempre travieso, que se yergue saludando al sol ante una hermosa moza, ninfa, cabra u oveja de dulces grupas. A falta de zagalas, buenas son pécoras. Tanto nos da la especie con tal de saciar nuestra lascivia, mal que la pícara Afrodita ordenó a su hijo Eros que asperjara entre nosotros.
De esta jodienda nació el primero de los sátiros. Nuestro divino progenitor nos contagió su proverbial impudicia. Bueno era el Zeus: poco después de lo de Amaltea, aprovechando las escasas ocasiones en las que podía salir de la gruta, siempre en noches sin luna, y tomar algo de aire junto a las ondas del mar, se puso tierno de más. Se hizo una gallarda por soleares, bulerías y soleás, a puerta gayola. Tal fue la polución que sus simientes volaron más de 60 millas náuticas y fecundaron el mar Egeo. Engendraron las islas Cícladas, un edén de aguas límpidas como los ojos del Cronida.
Somos mortales pero nuestras vidas no se miden por años humanos. Si no sufrimos algún accidente o ningún desgraciado se emburra en poner fin a nuestros días por haber montado a su mujer, haciendo que ésta reniegue del acoplamiento con el sosainas de su marido y nos busque encebuznada, podemos vivir cientos o, incluso, miles de primaveras.
En los albores de nuestra era, cuando los dioses aún hollaban los mismos caminos que los mortales, los campesinos nos tenían aprecio: protegíamos a los rebaños, manteníamos alejadas a las alimañas y hacíamos más fecundas tanto a las pécoras como a sus mujeres e hijas. Éramos y seguimos siendo buenos preñadores. Encrucijadas de los campos estaban llenas de altares en los que los aldeanos nos depositaban ofrendas en forma de botas de vino y cestos de frutas.
Dionisos, al que en Roma llamaban Baco, nos hizo conmilitones de su thiasos. En cuanto cortejo participaba había una caterva de sátiros pululando a su alrededor. Con él estábamos cuando inventó el vino en aquella gruta del Nisa, en la que las ninfas lo protegían de la ira de Hera. Lo escoltamos en la peregrinación que realizó de oriente a occidente evangelizando a la humanidad con el don del vino, acompañado por ménades y sátiros en comunión ebria con él. Proclamamos a los 8 vientos el amor por el dios y su néctar y la pasión por la vida. Sileno, el más viejo, sabio y borracho de los nuestros, fue tomado por él como padre adoptivo y lo colmó de bendiciones.
Los dioses dejaron de frecuentar a los mortales, espantados de los males que estas criaturas efímeras eran capaces de perpetrar. Son unos cínicos: crearon a la humanidad a imagen y semejanza suya y los pecados que castigaban en las crías de Prometeo eran los mismos que albergaban ellos en su inmortal naturaleza.
Nos abandonaron a nuestra suerte. El lugar que dejaron fue ocupado por otros dioses. Del mismo modo que nuestro señor Dionisos desde el oriente catequizó el occidente, expandiendo su culto, otros dioses arribaron desde el levante, desde Palestina y La Meca. Borraron a nuestras viejas divinidades, arrumbándolas en cuadros, libros y demás, arrasando sus templos y estatuas. Cancelando su memoria hasta casi hacerlos desvanecerse.
Pero no consiguieron arrancarnos del alma del vulgo. A las ninfas las llamaron hadas, lavandeiras, alojas, elfas. A nosotros nos denominaron trasgos o duendes. Nos fueron arrinconando en lugares remotos, siempre a orillas de algún río o arroyo. Ahora únicamente nos pueden ver aquellas personas con una sensibilidad fuera de lo común. Gentes con síndrome de Down u otra cualidad que los haga especiales, seres tocados por las musas con una capacidad particular: pintores, escultores, músicos, escritores…
Una tarde sesteaba a la vera de un río francés, en el corazón de un monte cuajado de bucolismo. Me había pasado la mañana holgando con pastoras y náyades, que, cosa extraordinaria, sucumbían a mi lujuria sin muchos recatos. Ahíto de sexo, me enjuagué el gaznate con un buen trago de vino, no sin antes hacer la debida libación a Baco. Me tumbé a la sombra de un aliso y sucumbí a la modorra. Algo turbó mi sueño. Me sentía observado. Me levanté con las orejas de punta, temiendo alguna acechanza de marido burlado. Agarré una tranca y preparé mis cuernos para embestir y mis patas para cocear. Busqué a mi alrededor y al fin lo descubrí. Escondido tras un juncal un hombre me observaba. Había vigilado todos mis movimientos, coyundas incluidas. Me sonrió con picardía. Bajé mi guardia: era un poeta. Se puso a emborronar unos pliegos con unos garabatos que luego se convirtieron en poema. Lo llamó L’après-midi d’un faune. El susodicho se llamaba Stéphane Mallarmé.
Al cabo de los meses volví a sentirme acechado. El rapsoda había traído consigo a otro espécimen de los suyos. Imaginé que sería otro de los tocados por la Musa, pues en caso contrario no podría verme. Éste también tomaba notas, pero en un pliego de papel diferente. Me acerqué, curioso, y le pregunté qué tipo de papel era. “Un pentagrama”, me respondió. “Claude Debussy, para servir a vuestra divinidad”. Sacó una flauta e interpretó una pieza que, decía, había inspirado mi siesta. Varios de mis congéneres, alguna ninfa y dos centauros acudieron al reclamo de la música. “Otro Orfeo”, exclamó uno. La obra acabó convertida en un concierto y me dijeron que se tocó en todo el mundo como Preludio a la siesta de un fauno.
No todos nos trataban con la misma cortesía. Recuerdo un valle en lo más profundo de Castilla. Corría el siglo XIII o XIV del nuevo dios al que llamaban Cristo. Había un majestuoso convento de la orden de los dominicos, los DOMINI CANES, los perros del Señor. Nos manteníamos alejados, pero los habitantes de los valles y cumbres acudían en nuestra búsqueda, sobre todo las féminas, soñando con un buen revolcón.
Los monjes de la abadía no paraban de reprender a los rústicos por seguir practicando rituales ancestrales. A alguno incluso lo acusaron de brujería y acabó en la hoguera. Nos tenían hartos: subían a buscarnos y nos hisopeaban con agua bendita, pero no consiguieron atraparnos. Aunque más de uno agarró una pulmonía de tanto ser rociado. Dijeron que éramos Satanás, su diablo, y comenzaron a llenar los muros de sus iglesias con representaciones nuestras como si fuéramos el maligno. Ni aun así consiguieron que dejaran de frecuentarnos los lugareños.
Quien más se afanó en exterminarnos fue su abad, un tal fray Bernardo de Covarrubias. No paraba de organizar romerías para atormentarnos. Una tarde de primavera cometió el error de subir solo a lomos de una mula vieja. Mi compadre Gamimenos, un morueco de los de tomo y lomo, lo arrinconó en un barranco: lo arregló por el orto y por el ocaso. Lo puso mirando para Cuenca y para Finisterre.
Tardó jornadas en poder sentarse y en volver a encajar la mandíbula, pero fue mano de santo… De macho cabrío, mejor dicho. Bueno, más que mano fue bálano. Se acabaron las persecuciones, los hisopos y los kirie, eleison. Subía con frecuencia a encontrar a Gamimenos o a cualquier otro. Cambióse el nombre de Bernardo a Bernardino. Aquel monasterio no tuvo nunca mejor abad.
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