Es raro que se perciba la verdadera dimensión, el sentido de las cosas, cuando se están viviendo. Es el tiempo, que no tiene parangón puesto a asignar lugares en la memoria, lo que dispone el recuerdo de cuanto lo merezca, el sitio en lo venidero. Es el tiempo, inigualable puesto a dictar sus sentencias, el que, al mirar atrás, nos permite ver aquello que en su momento no vimos.
El momento estelar propiamente dicho había tenido lugar el 26 de noviembre de 1976 en el Winterland Ballroom de San Francisco. Cualquiera hubiera asegurado que aquello fue una cena en la que se dieron cita 5.000 amantes de Verdi: el escenario reproducía un decorado de La Traviata, aquel en el que sus intérpretes, divirtiéndose en París, durante una fiesta nocturna, cantan el célebre Libiamo.
Ciertamente, fueron 5.000 cubiertos y hubo bailes de salón. Pero aquello tenía muy poco que ver con el bel canto. Todo lo contrario, se trataba de una exaltación del rock & roll con motivo de la despedida de uno de los grupos que más brillantemente lo había cultivado en los últimos años: The Band. Los valses quedaban reducidos a los temas de apertura y cierre de la cinta, interpretados en estudio por la formación, en el del final, acompañado por una orquesta. Muy probablemente, el vals, el último vals que da título a la película, no se tocó en el concierto que el filme nos muestra. Fue un añadido en montaje por Scorsese.
Hubo un motivo para que la fecha elegida para la despedida fuera el día de acción de gracias, festividad de mucho arraigo en el calendario estadounidense. Aunque canadienses de origen, The Band —Rick Danko (bajista), Levon Helm (batería y vocalista), Garth Hudson (multinstrumentista), Richard Manuel (teclista) y Robbie Roberston (guitarrista)— hicieron carrera en la escena estadounidense. Volaron tan alto que, 16 años después de sus primeros conciertos, a veces en burdeles de carretera, cuando aún eran conocidos como The Hawks, estaban cansados. Pero también estaban tan agradecidos al favor que les había dispensado el público que querían brindarles el concierto más largo de la historia del rock. Dejando a un lado Woodstock y festivales como el de isla de Wight, en Gran Bretaña, puede que aquel de El ultimo vals, en efecto, fuera el más extenso. Se prolongó durante cinco horas. Pero, en realidad, todo era un dicho. Porque, salvo los 5.000 que estuvieron presentes en aquel largo adiós, el mito de aquel concierto, estaba empezando ahora, casi dos años después, con su segundo momento estelar: el estreno del filme de Scorsese en la cartelera.
El cineasta, para añadir aún más nostalgia al asunto, empieza por el final, por la canción del bis. The Band vuelve al escenario. “Una más y se acabó”, anuncia Robbie Roberston advierte al respetable e interpretan Don’t Do It. Lo que sigue es un flashback en que las entrevistas a la formación se intercalan con los invitados. Acompañantes de Bod Dylan desde su primer concierto eléctrico, los canadienses llegaron a instalarse en Woodstock para vivir más cerca del futuro premio Nobel y poder ensayar más cómodamente. En efecto, han pasado 16 años desde que empezaron acompañando a Ronnie Hawkins. En esa etapa que cerraron el día de acción de gracias del 76, hicieron amigos como Muddy Waters, Paul Butterfield, Neil Young, Joni Mitchell, Van Morrison, Dr. John, Eric Clapton y el resto de los que se subieron al escenario aquella velada. Y allí se escucharon piezas de The Band como Up on Cripple Creek, The Night They Drove Old Dixie Down; entre las de sus invitados: No Reason To Cry, Forever Young o I Shall Be Released y el largo etcétera.
Fueron tantos los que animaron aquella velada postrera que El último vals ha quedado como la última manifestación del rock de una época: los años hippies, los recuerdos del pelo largo. Unos meses después, en Londres, la catarsis punk se yergue contra el rock que El último vals representa. Y ya en la primavera de 1978, en las primeras proyecciones comerciales de la película de Scorsese los espectadores más observadores, aquellos cuyo interés no se cifraba en si Neil Young iba puesto al entonar Helpless, conscientes de la catarsis a la que estaba asistiendo el rock en Londres vivieron su propio momento estelar al asistir a la última gran manifestación del rock de los años 70. Todo era nostalgia
Reciente aún el aplauso conseguido por Taxi Driver (1976) o New York, New York (1978), Martin Scorsese demostró con El último vals ser tan amante del rock como buen cineasta y cinéfilo. Desde entonces ha seguido rodando documentales sobre música. De hecho, junto con D. A. Pennebaker —Dont Look Back, 1967—, es uno de los grandes especialistas del género. Pero la capacidad evocadora de El último vals, ese embrujo del carácter retroactivo de las cosas, en la despedida de The Band alcanza el paroxismo.
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