Recurrir al siempre agradecido anecdotario también es una manera, tan legítima como cualquier otra, de ganar adeptos para la Literatura. No todo va a consistir en atenerse al rigor del texto literario, de manera intrínseca, sin otras consideraciones de corte más íntimo y humano. El Ulises, de James Joyce, podrá ser, al margen de una indiscutible obra maestra, uno de los libros más aburridos del mundo, pero cuando se cuenta, pormenorizadamente, cómo se gestó, lo que sufrió su autor para escribirlo y, luego, para poder publicarlo y encajar las despiadadas críticas que le llovieron desde todas partes, las cosas cambian radicalmente y, de inmediato, sentimos una cierta simpatía por esa obra de tanta complejidad.
Con una amplia documentación sobre la mesa, que arranca de autores contemporáneos del propio autor de El rayo que no cesa, como Juan Guerrero Zamora, Díez de Revenga, con el que he colaborado durante todo este proceso de búsqueda e identificación, ha llegado a la conclusión, irrebatible, de que García Lorca y Miguel Hernández se encontraron por vez primera en la ciudad de Murcia, en la calle de la Merced, lugar aledaño a la Universidad y a la popular Plaza de Santo Domingo, en el segundo piso de un inmueble, ya desaparecido, situado en el actual número ocho.
El encuentro fue propiciado por el escritor y periodista del diario La Verdad Raimundo de los Reyes, quien llamó a Orihuela a Miguel Hernández para que corrigiera en su propia casa Perito en lunas —era la mejor manera de que no se extraviaran las galeradas—, su primer libro de poesía, repleto de imágenes barrocas y gongorinas. García Lorca, por su parte, andaba por entonces en la ciudad de Murcia porque recorría España con su Teatro de La Barraca. Alguna foto ha quedado de aquella breve estancia, en la que aparece ataviado con el típico mono de la compañía teatral, paseando alegremente, con una amplia sonrisa dibujada en su boca, por Trapería, la conocida y muy transitada arteria cercana a la catedral.
El encuentro tuvo lugar el lunes 2 de enero de 1933. Y no fue, precisamente, eso que llaman un “momento mágico” en el que saltan chispas y volutas de amor en el aire; si bien el granadino no escatimó elogios al nuevo libro, aún por publicar, del oriolano. En cualquier caso, nos quedó para siempre el testimonio de un testigo como Raimundo de los Reyes que pudo ver y escuchar cómo Miguel Hernández, al verse de frente con García Lorca, abrió exageradamente los brazos y gritó: “¡Con que soy el primer poeta de España!”. A Federico, siempre tan delicado, no debió de sentarle demasiado bien el exabrupto, la candorosa e ingenua broma de Hernández, con ese carácter huertano y esa “aspereza cereal de la avena segada” —así definió en un poema su manera de ser Pablo Neruda—, que era, por entonces, un simple cabrero impetuoso que viajaba en coche de línea y vestía pantalones de pana y alpargatas. García Lorca, mucho más templado —era doce años mayor y ya un autor muy conocido en el panorama literario español—, sonriente, aunque algo nervioso, reaccionó de inmediato y le espetó: “No tanto, no tanto…”.
Fue el principio de una corta enemistad —Lorca fue asesinado sólo tres años después— porque, aunque Federico prometió hablar bien a todo el mundo en Madrid del libro que estaba a punto de publicar Hernández en Murcia, Perito en lunas, lo cierto es que ni siquiera se dignó a responder a todas sus cartas que, con el paso de los meses, fueron agriándose y poblándose de agravios contra el autor de Romancero gitano: “He pensado, ante su silencio, que usted me tomó el pelo a lo andaluz en Murcia —¿recuerdaaaaa?—”. Y, ciertamente desesperado, apostilla, más adelante, en esa misma e impaciente misiva: “He maldecido las putas horas y malas en que di a leer un verso a nadie”.
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