Pepe Jordana había trabajado toda la vida en el mundo audiovisual, hasta que un día dijo basta, cogió el coche y se refugió en una aldea de La Rioja en la que, además, montó un refugio para escritores al que ha bautizado como El refugio de Pepe. Más claro, agua.
En Zenda hemos pedido a Pepe Jordana que nos explique cómo se monta un refugio para escritores. Este making of es el resultado de esa petición.
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Ojalá se acabe el mundo de una puta vez, para que pueda yo tener un poco de paz, por fin, y estar a mis cosas, escribiendo tranquilamente durante horas, días, semanas. Calculo que solo necesito un mes para terminar mi libro, dos a lo sumo, aunque siempre pasa algo que da al traste con mi plan de sentarme a escribir. Me hago unos planes cojonudos. Que nunca se cumplen.
El ruido de los coches, las llamadas y las notificaciones del móvil, pero también el repartidor de Amazon que trae un paquete, el inevitable cumpleaños de un amigo, esa reunión de vecinos ineludible porque el capullo del segundo quiere impedir que instalemos un ascensor, el bebé que llora porque tiene hambre, o sueño, o caca, o fiebre, o todo a la vez, esa amiga que necesita consuelo porque todos los novios la dejan, un email con alguna estupidez súper urgente. Ruido es todo lo que se mete en mi cabeza sin permiso.
Cada vez que vuelvo al folio tengo que repetir todo el ritual: hacerme un cigarro y releer lo ya escrito, rezando para que no haya más interrupciones. Luego un segundo cigarro, como para coger aire antes de saltar sobre el teclado, pensando en volver a intentar, una vez más, escribir de noche, cuando la ciudad duerme, a pesar de ser yo un pájaro mañanero. Nada me hace más feliz que empezar el día antes de que amanezca, enfrentándome a la hoja en blanco, en absoluto silencio, y llenarla de palabras, diagramas, subrayados, ideas que se van conectando solas sobre el papel. Nunca tacho ni descarto nada, tampoco tiro las hojas a la papelera. Las acumulo, las voy amontonando, por si decido dar marcha atrás y releerlas en busca de nuevas ideas, algo que casi nunca hago.
He nacido para esto, me digo a veces para animarme, incluso siendo consciente de mis muchas limitaciones, especialmente esta cosa de la concentración y la disciplina. Porque fracaso una y otra vez, estrepitosamente. Me distraigo, no puedo evitarlo. La vida me reclama y yo acudo raudo, solícito, me dejo llevar. Incluso el vuelo de una mosca puede despertar en mí el interés suficiente como para aparcar lo que estaba escribiendo. Así llevo años, décadas ya, distrayéndome con cualquier cosa mientras secretamente deseo que se acabe el mundo, o por lo menos que se apague unos meses. Tal vez otra pandemia me vendría bien para, por fin, sentarme a escribir de seguido. Porque la anterior no pude aprovecharla. Una vez más, la vida me pasó por encima.
Yo tenía un plan perfecto. Al menos fue perfecto durante media hora. Estaba dispuesto a dar un giro a mi vida, un volantazo de 180 grados. No hizo falta. Ella sola se dio la vuelta, aunque no en la dirección que yo tenía pensada. La vida es eso que pasa mientras hacemos planes, dijo alguien. Mi plan se veía estupendo en aquella hoja en la que había pintado un calendario con todos los pasos a seguir en las siguientes semanas. Primero dejaría el trabajo, luego metería todas mis cosas en un guardamuebles y después me iría a buscar una pequeña casa frente al mar en la que poder concentrarme en escribir. Ilusionado, me fui a contárselo a mi madre, puesto que formaba parte del plan. Ella podría pasar temporadas conmigo en la costa y yo con ella en la ciudad, para así visitar a mis hijos. Nos cuidaríamos el uno al otro y yo podría escribir. Ya encontraría algún trabajo, de lo que fuera, para ir tirando. A mi madre le pareció un buen plan. Recuerdo que era domingo, ocho de marzo, día de la mujer. Había una gran manifestación en Madrid.
El lunes me dispuse a ejecutar el plan. A las diez en punto hablé con mi jefe y le dije que hasta aquí había llegado. Tras siete años enfrascados en un proyecto que solo daba algo de dinero de forma intermitente, cuando por fin habíamos encontrado un patrocinador que nos iba a ayudar a levantar el vuelo, la primera decisión del nuevo gobierno había sido descabezar precisamente aquella empresa que nos iba a patrocinar, echando por tierra nuestro castillo de naipes. Daba la impresión de que aquel proyecto estaba gafado. No tenía mucho sentido empecinarse. Comprensivo, mi jefe me deseó suerte con el plan de irme al mar.
Estuve media hora saboreando aquella sensación de alivio e ilusión a partes iguales, y ya me disponía a buscar un guardamuebles, el segundo paso del plan, cuando me llamó mi madre. Tenía fiebre, por primera vez en su vida. Fui corriendo. Diez días estuve encerrado en su casa con ella, sin conseguir que viniera un médico, abandonados en el pico de la pandemia por un país que colapsaba y se confinaba en sus casas. Murió a los pocos días, abandonada de nuevo, en unas instalaciones que habilitaron en Tres Cantos para amontonar a los viejos que inundaban los hospitales reclamando, sin éxito, su derecho a la atención sanitaria. Tardaron semanas en darme sus cenizas. Tardamos meses en poder enterrarla.
El plan había saltado por los aires. Sin madre a la que cuidar, sin casa en Madrid, el país confinado, los guardamuebles clausurados, yo teniendo que meter en algún sitio dos casas enteras, decidí comprar una casa grande en el campo, en cualquier sitio, la primera que apareciera por cuatro perras y que estuviera para entrar, pues en aquel momento era inconcebible ponerse a hacer una reforma. Así fue como llegué a Valdeperillo, saltándome todas las restricciones de movilidad, con un camión enorme lleno de muebles y recuerdos.
El primer año fue como vivir dentro de un Tetris. Mientras afuera se sucedían las diferentes olas de la pandemia, yo me enclaustré en un descomunal almacén de cajas entre las que apenas podía moverme. Había comprado una casa grande, pensando en todo lo que tenía que meter en ella, pero no calculé bien, pues estaba metiendo dos casas enteras dentro de una que estaba ya amueblada con todo lo necesario, así que tenía de todo por triplicado: sartenes, ollas, aspiradores y fregonas, sillas y sillones, camas, sábanas, mantas y toallas, cuberterías, cuadros y libros, muchos libros. Una locura, aunque afortunadamente solo había un piano. Las cajas se apilaban desde el suelo hasta el techo, encima de las camas, de las mesas y los aparadores. No había un centímetro cuadrado sin cajas. Abrir una caja requería poner su contenido en el suelo y entonces ya no se podía pasar. Una pesadilla. Me llevó todo un año solucionar aquel rompecabezas.
El segundo año me dediqué a acondicionar la casa y hacer algunas pequeñas obras. Cuando vives en una aldea de nueve habitantes, lejos de todo, es una suerte que uno de ellos sea albañil, aunque ande siempre de cabeza solucionando los imprevistos de los vecinos. El portugués, uno de esos tipos que siempre viene bien tener cerca porque sabe de todo, un hombre que, cada vez que se hace un silencio, mira al cielo y entona su frase favorita: “Esto no se paga con dinero”. Porque a él tampoco le gusta el ruido. Por eso decidió quedarse aquí, en este recóndito paraíso, hace ya más de dos décadas. Por eso nos entendemos. Así que nos pusimos manos a la obra, él de oficial y yo de peón. Para calentar motores quitamos una vieja bañera, sustituyéndola por una moderna ducha. Después arreglamos la terraza, que filtraba agua a la casa. Y finalmente, nos lanzamos a nuestro Escorial particular, un viejo corral de piedra detrás de la casa, abandonado, que hacía las veces de cuarto de aperos y almacén de trastos. Tras varios meses de trabajo, conseguimos convertirlo en un precioso cuarto de estar, amplio y luminoso, con una gran mesa para trabajar y cómodos butacones frente a una chimenea. Por fin tengo mi refugio, me dije al verlo terminado. El lugar perfecto para escribir. Nuevamente me equivocaba. La vida siempre tiene otros planes.
El tercer año empecé a pensar que ese refugio que habíamos construido no era para mí. Casi sin darme cuenta me había habituado a pasar muchas horas escribiendo en un rincón de la casa, en la habitación más pequeña, apenas un vestidor, sin ventana, la primera que acondicioné para poder poner mi ordenador y tener mis papeles a mano. Ese pequeño zulo se había convertido, sin planearlo, en mi santuario, el sitio perfecto para refugiarme, un hueco donde apenas cabemos yo y mis pensamientos, el oasis donde encuentro la calma y la inspiración. Mi refugio. Así fue como empecé a sentir que me sobraba casa y que ese corral recién arreglado podía ser el refugio perfecto para cualquiera que, como yo, necesitara huir de la ciudad para encerrarse, concentrarse y escribir, o pintar, componer o incluso trabajar en grupo. Es amplio, está inundado de luz natural a través de sus ventanas en el techo, es confortable, tiene una gran mesa y también sillones y un sofá. Pero sobre todo, un silencio maravilloso y ninguna distracción exterior más allá de pasear por el monte o ver pasar los corzos. Está internet, claro, pero doy por sentado que uno no se va hasta el fin del mundo para hacerse trampas a sí mismo. Tiene que haber más gente como yo, me digo, gente que necesite este silencio. Pero ¿querrán venir hasta aquí? Entonces me vino a la mente Elías Querejeta.
Hace mil años tuve que entrevistar a Elías Querejeta. Andaba yo escribiendo un trabajo de investigación sobre los introductores del sonido directo en el cine español. Para mí ese señor era Dios, y recuerdo perfectamente cómo se defendía cuando le decían que hacía cine de autor, minoritario, raro. “Yo no soy tan raro”, decía, “calculo que en España debe de haber más o menos un millón de personas a los que les gusta el mismo cine que a mí, así que yo hago cine para ese millón de personas. Y no me va mal”. Extrapolando la fórmula Querejeta a mi situación, decidí que yo tampoco soy un tío tan raro y que debe haber al menos unos cientos de personas, incluso miles, que necesiten aislarse y rodearse de silencio sin distracciones para poder dar rienda suelta a su imaginación y volcarla sobre el teclado. Creo que es para ellos para quienes he construido este refugio que pensaba que estaba haciendo para mí, aquí, en el fin del mundo.
El fin del mundo está cerca, entre Soria, Tudela y Logroño, justo en el centro del triángulo de las Bermudas de la despoblación, siguiendo una pequeña carretera que une Arnedo y Cervera. De ella sale un desvío que solo lleva a tres pueblos prácticamente deshabitados y finalmente, del último de ellos, sale una pequeña carretera bacheada hasta una pequeña aldea. La carretera termina aquí, en Valdeperillo, el nuevo Finisterre. Nadie pasa por aquí. El ruido no llega. Aquí he encontrado el silencio y la felicidad, al final del camino. No es una metáfora, no tengo intención de morirme todavía. Al contrario, mi plan es quedarme aquí mucho tiempo, escribiendo un poquito cada día. Pero ya sabemos lo que pasa con mis planes. Si aquella idea de una pequeña casita de una planta frente al mar se ha convertido en una casa de tres pisos encima de un monte, tampoco descarto que cambie lo de escribir por tocar el piano, o que esta idea de un refugio de escritores acabe convirtiéndose en llenar el corral de ovejas de nuevo. Desde luego sería el corral más bonito y confortable del mundo. Digamos que el plan es que no hay plan. Y que pase lo que tenga que pasar. Qué más dará, si sabemos que el fin del mundo está cerca.
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