La publicación de Mil ojos esconde la noche ha silenciado el mundillo literario español. Juan Manuel de Prada ha publicado una novela monumental y ahora toca leer en la butaca este homenaje al panorama literario y artístico de la España de la primera mitad del siglo XX. Se trata de un proyecto literario del que ahora aparece el primer tomo.
En Zenda reproducimos las primeras páginas del título inicial, “La ciudad sin luz”, de Mil ojos esconde la noche (Espasa), de Juan Manuel de Prada.
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1940
I
Todavía, en sueños, vuelvo a caminar entre tomillos y jarales por la Dehesa de la Villa, hasta el terraplén donde se amontonaban los cadáveres de los fusilados en diversos grados de descomposición, comidos de gusanos y pecados mortales que no habían podido confesar. Todavía, en sueños, vuelvo a vivir la noche de mi ejecución, rasgada de relámpagos como cicatrices que envolvían la ciudad en lontananza con un sudario fosforescente. Vuelve la lluvia, tupida y dolorosa como metralla, a empaparme la camisa; vuelvo a ponerme de rodillas para suplicar clemencia; vuelvo a respirar el aliento de coñac de Pedro Luis de Gálvez, que se acerca al gurruño de carne que yo entonces era y se saca de la canana una bala que me introduce entre los dientes. Vuelvo a escuchar su voz lúcida y beoda, como un rugido entre los truenos, mientras escupe por el hueco del colmillo; vuelvo a morder la bala, para amortiguar el castañeteo de los dientes; vuelvo a probar su sabor de pólvora y de sangre antigua, mientras escucho una y otra vez, mil millones de veces, sus palabras desabridas:
Y vuelven a sonar los truenos, como si Dios se estuviese jugando mi vida a los bolos. Entonces despierto y descubro que mi camisa no la empapa la lluvia, sino mi propio sudor, como un río desmandado; descubro que los tomillos y jarales de la Dehesa de la Villa se vuelven las sábanas rasposas de mi cama; descubro que la noche ardiente de junio ya claudica en el ventanuco de mi buhardilla de la calle Froidevaux y que los truenos son en realidad el cañoneo de los alemanes, que ya están a las puertas, que ya saludan alborozados a la ciudad en fuga.
Desde el ventanuco de mi buhardilla contemplé el cielo de París, que se había vuelto de repente una ciudad sin luz, encapotada por una nube espesa de humo que de vez en cuando cruzaban golondrinas alocadas, como flechas que hubiesen extraviado su rumbo. No tardé en comprender que eran humos artificiales lanzados por los gabachos, que así aturdían el vuelo de los aviones alemanes y aseguraban la evacuación de la capital. Me lo contó un rato después la portera, reviradilla y legañosa de orzuelos, que estaba liando sus bártulos en el chiscón del portal y de vez en cuando se pegaba un lingotazo de calvados:
—Los boches están al caer, monsieur Navales. Los boches nos van a degollar a todos, como no nos apresuremos. ¿Usted no se marcha todavía?
—Todavía no. Tal vez mañana.
Aprendí en los meses de supervivencia en el Madrid rojo que nunca hay que fiarse de los porteros, y mucho menos de las porteras, que son cuzas y eruditísimas en delaciones, porque nada ambicionan más que mudarse del chiscón del portal al piso principal donde vive el señorito, después de darle pasaporte a la checa. Yo no vivía en el piso principal de aquel edificio, sino en un cubil de miseria, pero igualmente me callaba o le mentía a la portera, que parecía dispuesta a abandonar el edificio antes que los inquilinos. Los porteros, aparte de chivatos y fisgones, son el colmo de la pretenciosidad y se creen directamente amenazados por la Gestapo.
—Pues como no se dé prisa van a ficharlo los boches, monsieur —me advirtió, en el fondo deseosa de que me arrastrasen a la mazmorra, o tal vez al paredón—. Esa gente no se anda con chiquitas.
—Los boches tendrán cosas más importantes que hacer. Además, los españoles estamos a partir un piñón con ellos —dije, con una sonrisita aviesa que la estremeció—. Au revoir, madame.
Y la dejé en el chiscón, repentinamente temblorosa y más resuelta que nunca a marchar de París, no fuera que el español de la buhardilla la acusara ante los boches y la deportasen a Berlín, para obligarla a trabajar en alguna fábrica de armamento. Todas las mañanas me hacía a pie el camino hasta el número 11 de la avenida Marceau donde se había instalado la Delegación de Falange, en el palacio donde antaño los separatistas vascos habían tenido su cuartel general, con fondos sustraídos del erario público. Aquellos euscaldunes estaban más apegados a las voluptuosidades del arancel y el privilegio foral que a las sugestiones poéticas regionales; pero, desde que lo incautase la Falange, el palacio se había convertido en una mezcla de local parroquial y escuela de coros y danzas, de la mano del palurdo de Federico Velilla, que tenía alma de tendero. Caminar desde mi buhardilla en la calle Froidevaux, oreada por el perfume de los cadáveres que se pudrían en el vecino cementerio de Montparnasse, hasta la avenida Marceau, al otro lado del Sena, a mitad de camino entre la plaza de la Concordia y el Arco del Triunfo, me llevaba aproximadamente una hora, que yo además alargaba parándome a desayunar en algún café, por llegar un poco tarde al trabajo y así enervar a Velilla. Montparnasse era por entonces un barrio encomendado al milagro, hormigueante de bohemios y cucañistas (muchos de ellos españoles) que vivían a salto de mata, estafando a los turistas y también a los indígenas, porque los gabachos, aunque se las dan de vivos y desconfiados, tienen mucho de pipiolos; y, si el que los estafa es español, apoquinan sin quejarse siquiera, porque temen que el español los raje y se haga con sus tripas una corbata, como cuando la francesada. Montparnasse tenía cielos de Modigliani, góticos y desvaídos, antes de que los alemanes tomaran posesión del barrio y sus cielos se volvieran de feroces cobaltos, como un pintarrajo picassiano. Y sus gentes, siempre ociosas, siempre dedicadas al trapicheo y a la holganza, vivían en una suerte de miseria cómoda o inconsciencia feliz, pasando el rato de café en café, como piojos en costura. Pero aquella mañana Montparnasse parecía desierto, tras el éxodo de los últimos días, y apenas quedaban casas que tuvieran alguna ventana abierta. París se desangraba por los cuatro costados, por las carreteras y las estaciones de ferrocarril; y toda la multitud que había desertado de las calles se hacinaba en el metro, que circulaba siempre lleno desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche, apretado de gentes cargadas de maletas y paquetes y cochecitos de niño. Los autobuses y los taxis habían desaparecido como por arte de ensalmo; y los automóviles que circulaban, procurando no hacer ruido, llevaban el techo recubierto de colchones y de mantas (los ingenuos gabachos pensaban que así se protegían contra las ametralladoras y los cascos de las bombas). París se cagaba de miedo, ante los alemanes que venían a arrollar, saquear y destruir, según se contaba en los mil episodios inventados por la prensa antifascista. Y yo contemplaba la cagalera con indescifrable placer, porque al fin la democracia erigida en dogma se iba al vertedero de la Historia (perdón por la mayúscula), por fin los soldados de Hitler, rubios y apolíneos, llegaban arrasando el legado de Rousseau y Montesquieu, toda esa morralla de parlamentos y separación de poderes y demás paridas para mentecatos que meriendan nardos. La guerra es la única higiene del mundo; y las democracias europeas tenían una capa de roña que ya sólo se podía quitar a bombazos.
—¿Y cómo es que huye la gente? —le pregunté al camarero de La Coupole, donde esa mañana paré a desayunar.
La Coupole era el café más elegante del barrio, con bar americano, un restaurante bastante acreditado donde se descorchaba champán y unas piculinas de cierta categoría que se arrimaban como miuras, para tragarse la espuma en estampida directamente del gollete. Pero aquella mañana no había piculinas que se arrimasen, mucho menos champán.
—Toda la mañana llevan pasando coches y camiones sin cesar —me respondió escamón el camarero, que me miraba como si yo fuese un marciano—. Aquí no se queda ni Dios.
Pero Dios, que sabe los nombres y los separa en las nubes, ya había dejado de su mano a los gabachos mucho tiempo atrás, para que se pudrieran entre los miasmas de su republiquita. Pasaba un camión por delante de La Coupole, abarrotado de bultos y de viajeros, con los niños y ancianos sentados y los demás escrutando el cielo ahumado. Pero los aviones alemanes brillaban por su ausencia, poniendo puente de plata a la cobardía gabacha.
—¿Y el Gobierno no piensa hacer nada? —le pregunté todavía al camarero, haciéndome el longui.
—Si tuviéramos un auténtico gobierno del pueblo, se iban a enterar esos malditos boches —me respondió, con la típica fanfarronería retórica del napoleoncito en ciernes—. ¿O lo pone usted en duda?
—Yo dudo por método —le dije, displicente—. Ande, tráigame un café con leche y un brioche con su mantequilla.
—Tendrá que ser un café solo. La leche ya no llega a París. Se han cortado las comunicaciones con Normandía —me reconoció compungido el camarero.
—Vaya por Dios —suspiré—. Pues un café solo entonces. Pero un auténtico gobierno del pueblo le habría regalado una vaca a cada francés, para que él mismo ordeñara sus ubres.
Al camarero lo encabronaron mis chanzas, pero finalmente miró al soslayo, fuese y no hubo nada. Si en Francia hubieran tenido un auténtico gobierno del pueblo, como anhelaba aquel polluelo, se habrían jiñado todavía más y, al primer gruñido de Hitler, habrían disuelto el ejército y mandado al mundo un mensaje de paz universal. El ingenio prestaba al ansia de fuga gabacha recursos infinitos, echando mano de todo aquello que tenía ruedas: a falta de automóvil, los montparnos menos pudientes recurrían a carretillas inverosímilmente cargadas de muebles que trepaban al cielo como obeliscos descangallados (a los franchutes les gustan los obeliscos porque se creen que son símbolos fálicos, o por delirio de masonazos irredentos), también a bicicletas con remolque incorporado (sin saberlo, estaban inventando el velo-taxi, que tanta fortuna iba a correr en los años sucesivos) y hasta cochecitos de niños sin niño (las cigüeñas de París se habían quedado sin trabajo desde que los gabachos le cogieran gusto al condón), en modelos antañones, muy anchos y voluminosos, donde cabía casi tanto equipaje como en los vagones de los grandes expresos europeos. En algunos carritos iban gramófonos y caniches, que son los dos sucedáneos de niño predilectos de los franchutes de postín.
—¿Y usted no piensa marcharse? —me preguntó todavía el cretino del camarero, mientras me cobraba, sin dejarme siquiera terminar el brioche. Se veía que tenía ganas de poner pies en polvorosa.
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Autor: Juan Manuel de Prada. Título: Mil ojos esconde la noche. Editorial: Espasa. Venta: Todos tus libros.
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