Ocurrió hace poco más de un mes en un hotel de Pordenone, una pequeña y agradable ciudad del norte de Italia. Estaba cansado. Llevaba trabajando desde las cinco y media de la mañana en la revisión de un capítulo de la novela que tengo entre manos —veintiún folios sobre la mesa, llenos de correcciones y notas—, y además de mancharme como un imbécil los dedos con tinta de la estilográfica, había cometido un error serio: el principal personaje femenino se me escapaba de las manos, y el diálogo que mantenía con otro personaje no encajaba con lo que yo había ido mostrando hasta ese momento. Era otra mujer la que aparecía en esas líneas. Más vulnerable, más convencional. Más vulgar, incluso. Decepcionaría al lector como me decepcionaba a mí.
El Moderno, que tal es el nombre del hotel, era muy correcto, el desayuno era excelente y casi todas las mesas estaban desocupadas, pero no encontré leche templada —no tomo café desde hace veinte años—. Tampoco había ningún camarero por allí. En ese momento, una señora alta y guapa, de cierta edad, vestida con traje pantalón negro y con el cabello gris recogido en una coleta, cruzó el salón con dos tazas en las manos. Se movía con calma y distinción, y no se trataba de la ropa sino de la forma de comportarse: serena, correcta, impecable. Al principio me pareció una cliente más, pero vi que despejaba una mesa; así que me acerqué y prudente, temiendo equivocarme, le pregunté: «Discúlpeme, señora, ¿trabaja usted aquí?». Me miró sorprendida —tenía los ojos tan grises como el pelo— y respondió, mostrándome las tazas: «No creerá que esto lo hago por gusto».
Obtuve mi leche tibia, acabé el desayuno, y al terminar me puse en pie y abandoné el salón, que ya estaba vacío. En el pasillo, justo al pasar ante la puerta que daba a la cocina, me encontré de nuevo con la señora, que me dirigió la sonrisa convencional que suele dedicarse a los clientes. Entonces me detuve a su lado. «Temo haberla ofendido hace un momento —dije—. Pero es que no me pareció usted una camarera».
Me miró primero con sorpresa y luego me dedicó una sonrisa distinta, menos profesional que la otra. Un gesto que iluminó sus ojos y su boca. Pareció pensarlo un momento y después, acentuando la sonrisa, respondió: «No es un trabajo fácil. Procuro enfrentarme a él lo mejor que puedo». No dijo hacerlo, sino enfrentarme a él –utilizó el verbo affrontare–. Y añadió: «Gracias por fijarse en eso». Mientras le devolvía la sonrisa respondí: «No, en absoluto. Gracias a usted por hacer mi desayuno más elegante».
Eso fue todo. O no completamente todo, pues en los cuatro días que aún permanecí en el hotel nunca faltó leche tibia en la mesa –il vostro latte tièpido, signore–, sin necesidad de pedirla, cada mañana que bajé a desayunar. Pero lo verdaderamente notable fue que el primer día, cuando después del desayuno subí a la habitación y me senté de nuevo al trabajo, la escena de la novela que se me había atravesado de tan mala manera pudo aclararse de pronto, y la mujer que por un momento, a causa de mi torpeza, había dejado de ser la que era para convertirse en otra diferente, convencional y vulgar, que poco tenía que ver con el personaje en el que yo llevaba siete meses trabajando, recobró las palabras y actitudes adecuadas. Y el torpe párrafo de diálogo original desapareció del texto, sustituido por éste: La frase se le apagó en los labios. Su habitual serenidad pareció vacilar bajo las nubes sucias que ya estaban sobre ellos, veteadas de plomo. Un sector del cielo se desgarró igual que un trozo de lienzo oscuro, apareció un espacio de sol, y cuando se cerró de nuevo cayeron gotas aisladas de lluvia, gruesas como monedas… Y por una de tantas extrañas carambolas que depara el oficio de imaginar y contar historias, eso fue posible aquel día gracias a la camarera elegante del hotel de Pordenone.
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Publicado el 24 de mayo de 2024 en XL Semanal.
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