La Revolución Americana fue un acontecimiento que cambió el paisaje al otro lado del Atlántico; pero la Revolución Francesa y sus consecuencias cambiarían para siempre la historia de Europa y del mundo. A finales del siglo XVIII ese cambio estaba a punto de nieve. Todo empezó como empiezan tales cosas: poquito a poco y sin que la peña fuera consciente de la pajarraca que se estaba liando. El pueblo francés (los más desfavorecidos, los de abajo) estaba hasta la línea de flotación de que reyes, cortesanos y aristócratas se pegaran la gran vida a costa de su trabajo, sus impuestos y su hambre. El rey se llamaba Luis XVI y no era mala persona, pero no tenía media hostia en materia de inteligencia política ni de la otra. Y tampoco su legítima (la austríaca María Antonieta, lean la excelente biografía que escribió Stefan Zweig), que era una pija redomada y un poquito gilipollas, fue de las que ayudan en eso. La crisis era social, política, económica y financiera, y para buscar soluciones y calmar los ánimos, el rey convocó en París (1789) los llamados Estados Generales, una asamblea a la que acudieron seiscientos representantes de toda Francia clasificados en tres estamentos: la Nobleza, el Clero y el Tercer Estado (aunque más que pueblo humilde éste era clase media, artesanos, comerciantes, abogados y gente así). La idea inicial fue convertir Francia en una monarquía constitucional al estilo de Inglaterra; pero a partir de ahí, entre vivos debates que la gente y la prensa seguían con pasión, las cosas se fueron liando: el 14 de julio de ese mismo año, el pueblo de París (esta vez el pueblo de verdad) asaltó la prisión real de la Bastilla (las cabezas de los guardias, clavadas en picas, fueron paseadas por las calles), y en las zonas rurales los campesinos cabreados empezaron a incendiar los castillos de la nobleza y a hacer picadillo a sus propietarios cuando podían echarles el guante. La abolición de los derechos señoriales y privilegios aristocráticos, que en la práctica suponía el final del Ancien Régime, no logró rebajar la calentura: al rey y a quienes lo apoyaban las cosas se les iban de las manos. Así que los nobles, oliendo la chamusquina, empezaron a quitarse de en medio y a emigrar. La Asamblea Nacional aprobó la histórica Declaración de los Derechos del Hombre, que habría de tener una repercusión universal y que hoy (aunque muy remendada y maltrecha) todavía colea. Y entonces, Luis XVI y su familia, hasta entonces más o menos tolerados porque tragaban con cuanto les daban a tragar, cometieron el mayor error de sus torpes vidas: intentaron tomar las de Villadiego para huir de Francia, en una fuga secreta que terminó cuando los identificaron y apresaron por el camino (hay una película titulada La noche de Varennes que lo cuenta muy bien). A partir de ahí las cosas se precipitaron. La familia real quedó recluida en Versalles, se declaró la guerra a Austria y Prusia, que conchabadas con los aristócratas emigrados no paraban de tocar las pelotas, y la Asamblea declaró a la Patria en peligro, llamando a una movilización general que fue secundada con entusiasmo por todo hijo de vecino. Millares de voluntarios acudieron de todas las provincias y fueron a la guerra (al principio con más denuedo que fortuna, hasta que la batalla de Valmy detuvo la invasión extranjera) a los compases del Canto del Ejército del Rhin: un himno compuesto durante una noche de copas por un fulano llamado Rouget de Lisle, que al ser adoptado por los voluntarios de Marsella se hizo popular y acabó llamándose La Marsellesa. Y que hoy, para orgullo de los franceses y envidia de algunos españoles entre los que me cuento, es el himno nacional francés (que, por ejemplo, se canta en los estadios de fútbol después de un atentado terrorista). En cuanto a la familia real gabacha, la guerra no hizo sino ponérselo más crudo todavía. Al grito de «pan, queremos pan», una muchedumbre armada, hambrienta y furiosa, asaltó el palacio de Versalles, se cepilló a los guardias suizos que lo defendían y se llevó presos al rey, su señora y sus niños. En septiembre de 1792, la Asamblea proclamó la República Francesa, y tras encendidos debates a favor y en contra se votó la condena a muerte del rey. De ese modo fatal, en enero de 1793 Luis XVI subió al cadalso para ser guillotinado y su cabeza mostrada al pueblo (a María Antonieta también la afeitaron en seco un poco después). Y las cosas como son: aquel rey incompetente, apático y falto de carácter, que tan mal lo había hecho a lo largo de su imbécil vida, supo morir con serenidad y valor, sin descomponerse cuando le pusieron el cuello bajo la cuchilla. Haciendo válido, tal vez, lo que dijo no recuerdo qué italiano, Petrarca o uno de ésos: Ch’un bel morir tutta la vita onora.
[Continuará].
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Publicado el 3 de mayo de 2024 en XL Semanal.
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