Hube de pedir una cerveza para poder ir al baño. Mal negocio porque supondrá tener que visitar otro local antes de llegar a casa. Un círculo vicioso, una preocupación latente que no suele acuciar pero que nunca desaparece.
Unos adolescentes se aplican a su amor recién estrenado en la mesa vecina.
Las calles están vacías, los inútiles semáforos parpadean. Debería volver aquí de día.
El muchacho se afana en contar su novela o su película. Ella le mira con arrobo, también el aro gris de su nariz. Siento envidia. Iré en metro, acabo de decidir; con lo que me ahorro del taxi podré comprarme mañana un libro que no me apetece pero del que tengo que escribir.
—Lo que tengo es muy visual —susurra el muchacho.
Oigo el ruido de las patas de los taburetes que el indio de la India desplaza para seguir fregando otra hilera de viejas baldosas baratas.
Se levanta un vientecillo que revolotea las hojas de las acacias que caen alborotadas, caprichosas, sin ganas, despertadas de su sueño verde.
Al buscar en la cartera el bono del metro vuelve a aparecer el papelillo del turno de la clínica que no sé por qué conservo tantos días después. Aún faltan siete minutos. En el andén de enfrente muchachos sudamericanos se besan sin complejos bajo el aire viciado.
Tengo frío, o eso me parece.
No sé si aguantaré.
Tengo sueño, estoy cansado, muy cansado.
No sé por qué me acuerdo de Bolaño; quizá porque se sentía igual los últimos meses, siempre destemplado, con un calor que nadie sentía; o eso decían.
Un hombre de larga y muy poblada barba blanca, como las de ZZ Top o Brahms, lee un periódico que se me antoja de hace de varios días.
Sólo faltan dos minutos.
Abro La carta de Somerset Maugham. “Pese a que le habían facilitado las cosas en la medida de lo posible, lo cierto era que estaba en la cárcel a la espera de juicio por asesinato, y no habría sido de extrañar que los nervios le hubieran jugado una mala pasada”.
—Él se cree que con la fruta va a durar cien años —alguien comenta a alguien.
El metro sigue sin llegar. Casi es la una.
No me acuerdo del nombre del color preferido de Francis Bacon. Es compuesto, me viene sólo la palabra cadmio. ¿Naranja cadmio?
Un vídeo muestra en el otro andén fotografías del Machu Picchu. No sé qué hora será allí.
Llega el metro pero prefiero quedarme sentado, esperando al siguiente. Es absurdo pero lo hago. Lo hago porque puedo hacerlo. Por llevar la contraria, por forzar mi organismo, por ponerlo a prueba.
Aparece inusitadamente pronto, no entiendo —por qué ese empeño en comprender las cosas— estos desfases. Un chaval negro que se parece a Iñaki Williams lleva una camiseta, no sé si de imitación, de Iñaki Williams. Podría ser él mismo que ha decido escaparse de la disciplina del Athletic. “Me voy porque puedo hacerlo y si me sancionan, qué”.
Enfrente de mí un criollo, peruano podría ser, escupe en el suelo y vuelve a su letargo. Bebe luego de una litrona que ha sacado como un conejo de una bolsa Lidl. No parece importarle que la cerveza esté caliente ni sin gas.
Más allá, una pareja se pasa una lata de cerveza como la que bebí no hace tanto al cobijo de una acacia.
Estoy seguro de que el criollo es zambo.
Se me ocurre también que a la vista de sus dedos podría haber sido un pianista de discreta carrera nacional, pero es un hombre derrotado, abatido, tal y como predijo Onetti de todos los hombres del mundo a partir de cierta edad. Mueve los labios pero nada pronuncia. Vuelve a beber de la botella que se guarda con delicadeza, como si dejara a un recién nacido en la cuna, como si no tuviera nada más en el mundo.
El criollo viste pantalón negro, zapatillas Levi’s negras muy usadas, chaqueta vaquera también negra que contrasta con mi camisa blanca. Y mi cazadora Delibes y mis zapatillas azules, aunque no sean exactamente zapatillas porque tienen voluntad de zapato. Nunca iré a Machu Picchu, lo sé. No hace tanto me hubiera importado.
Una chica gordita se sienta cerca. Sus pies no llegan al suelo. Se me ocurre que pidió trabajar en un circo tras una depresión. Viste minifalda y es pelirroja.
El criollo se echa otro trago y vuelve a escupir dejando que la baba caiga y vuelva a subir como un yoyó una y otra vez. Termina por alcanzar el suelo, también negro. Vuelve a dormirse.
Somos ahora cinco en el vagón. Tengo aún más frío. Llega, pálido, el sonido metálico de una cancioncilla de juego de móvil. Soy el único blanco del vagón. Me acuerdo de La feria de las vanidades. Estoy convencido de que vamos a descarrilar.
Final del trayecto. El criollo sigue dormido. El agente de seguridad que husmea todos los vagones mira desde el andén que todos hayamos bajado. Se acerca más. No tengo ninguna excusa para quedarme allí y ver lo que va a pasar.
En mi calle coincido con el camión de la basura.
Apenas he goteado.
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