El escritor, fotógrafo y, en general, artista Édouard Levé falleció en 2007 a la temprana edad de 42 años. En sus archivos se encontró una gran cantidad de textos inéditos, algunos tan potentes como perturbadores. Ahora se traducen por primera vez al castellano de la mano de Matías Battistón.
En Zenda reproducimos el arranque del Prólogo escrito por Thomas Clerc a Inéditos (Eterna Cadencia), de Édouard Levé.
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PRÓLOGO
En su diario, todavía inédito, en la entrada del 26 de junio de 1995, Édouard Levé escribe: “Esta noche he decidido dejar de pintar”. En esa época, la misma en la que lo conocí y nos hicimos amigos, Édouard cultivaba un estilo de pintura monocromática inspirada en Mark Rothko, compuesta por grandes paneles con óleos de colores vivos, cuyo aspecto decorativo no lo convencía, sobre todo por el hecho de gozar de cierto éxito entre el público aficionado. Ese malentendido lo inquietaba: no es que desconfiara del éxito (se había graduado de la Essec, una prestigiosa escuela de comercio), pero sus criterios estéticos le impedían mostrarse complaciente con los demás, y menos que menos consigo mismo. Como era un crítico especialmente agudo y un buen conocedor de la historia del arte, no ignoraba que seguir los pasos de Rothko sin adherir a una especie de misticismo era una mentira, ni que el pintor estadounidense había querido dejar de hacer cuadros solamente para que los ricos los colgaran después en sus salones o los expusieran en lugares inaccesibles para la gente común. Insatisfecho por el desfasaje entre su ambición artística y el rápido éxito de sus ersatz de obras maestras, Édouard Levé prefirió ser coherente: destruyó la mayoría de sus lienzos, escondió el resto y no hizo ninguno más. “A la pintura, como a Jesús, hay que negarla”, escribe también en su diario. Édouard superó esta grave crisis existencial cuando entendió que la identidad única del pintor podía ser una trampa terrible para alguien que, además de ser artista, quería escribir. Rechazó la etiqueta de “pintor” y, peor aún, la de “pintor-artista”, que le parecían limitadoras e incompatibles con su propia creatividad, tan dinámica, tan abierta, tan inventiva. Édouard era un artista, pero el género “pintura” solo le convenía si iba a traicionarlo o a rechazarlo. El arte conceptual fue su salvación.
Esta problemática quizá les parezca una minucia a los filisteos; lo cierto es que, mucho antes que él, otro artista, al que Édouard no podía ignorar, había pasado por los mismos tormentos, elegantemente ocultos por el velo de ironía literaria que era la marca distintiva de su obra. Me refiero desde luego a Marcel Duchamp, que en Joven triste en un tren (1912) se despidió discretamente del arte de los pinceles y el aguarrás. No hay que subestimar la melancolía de esta despedida. Lo que Édouard Levé rechazaba, como Duchamp, era el carácter antiintelectual de cierto misticismo pictórico y el culto al artesano-artista que trabaja por instinto. Al igual que el inventor del ready-made, Édouard tenía una sensibilidad tanto literaria como plástica. La comparación con Duchamp (que también era escritor y, dijera lo que dijera, mostraba un gran interés por el lenguaje) puede parecer excesiva, pero a fin de cuentas no hay tantos escritores-artistas en la historia de la literatura francesa. Y es más fácil de entender esta comparación si la pensamos en el contexto artístico y literario de los años noventa, donde él y yo nos formamos y donde nació “Édouard Levé”. En aquella época, cercana y lejana a la vez, y que no puedo recordar sin nostalgia, la pintura estaba en su momento más bajo. Dos de los artistas franceses más importantes de la actualidad, Claude Closky y Pierre Huyghe, cuya evolución Édouard seguía como se sigue siempre a los contemporáneos, con una curiosidad para nada inocente, habían empezado como pintores antes de orientarse hacia un arte netamente cerebral. Al mismo tiempo, escritores y teóricos del grupo Perpendiculaire, como Jean-Yves Jouannais y Nicolas Bourriaud, mostraban interés por una concepción literaria o filosófica del arte. La frase de Duchamp, “estúpido como un pintor”, tuvo un impacto importante a lo largo del siglo xx, aunque hoy ha perdido algo de lustre, considerando que la pintura, debemos admitirlo, ha cobrado mayor importancia en el arte contemporáneo, y considerando también que la dimensión conceptual, en cambio, está perdiendo su prominencia, si es que no se volvió ya obsoleta, después del aluvión de imitadores de Duchamp, por lo general demasiado perezosos o irónicos. Pero si se analiza la historia cultural de Francia de los últimos cuarenta años, es innegable que en los noventa el movimiento conceptual fue realmente prometedor, liberando a un gran número de artistas del dictado expresionista de la pintura “visceral” encarnada por los partidarios de la figuración libre (como el prolífico Combas), y liberando a los escritores de la renovada obsesión con el estilo o las historias bien contadas. Si la pintura es, en las célebres palabras de Leonardo da Vinci, cosa mentale, había que explorar otra forma de hacerla, y eso es lo que Édouard Levé (y otros artistas de su generación) se propusieron, no tanto desarrollando una pintura conceptual, sino más bien prolongando el arte pictórico a través de la fotografía y el dibujo, abordando ambas prácticas desde la revolución intelectual y estética que entonces se identificaba con el arte más plenamente contemporáneo, es decir, el arte más consciente de sí mismo y de su historia. Pero Édouard Levé todavía no sospechaba que le esperaba una segunda revolución, cuando se volvió hacia la más conceptual de todas las artes: la propia literatura.
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Autor: Édouard Levé. Título: Inéditos. Traducción: Matías Battistón. Editorial: Eterna Cadencia. Venta: Todos tus libros.
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