A los pocos días de empezar a escribir en el periódico recibí por WhatsApp el undécimo mandamiento: «No dejes nunca tu camino ni te dejes convencer por nadie», aunque, ahora que lo pienso, el mandamiento no difiere demasiado del octavo: «No darás falso testimonio ni mentirás». Pese a lo que se puede llegar a creer, mentir no es decir algo falso sino decir lo contrario de lo que se piensa. Así que «no dejes tu camino» no es otra cosa que «di siempre lo que piensas, le pese a quien le pese, defiende aquello en lo que crees, no torees para el Siete», y eso es algo que vale igual para columnistas y para toreros, si es que ambas profesiones no fueran, en realidad, la misma.
Me lo mandaba Luis Enríquez y creo que fue la primera y última recomendación profesional que me ha hecho en su vida. Unos meses después, en la pausa de un congreso sobre Miguel Delibes en Valladolid, vi a un señor con outfit de ejecutivo y barba de outsider, una cosa muy suya que consiste en dejar claro que podría ser más pijo que nadie pero que no le da la gana, que aún está decidiendo si coger una Harley para atravesar la Interstate 84 (Pennsylvania–Massachusetts) u optar por crear un fondo de capital riesgo para comprar General Motors. Y colocar la sede en ese mismo tramo. Se abría paso entre un corrillo de gente importante para venir a saludarme a mí, pobre columnista de provincias. Tomamos un café hablando de cosas que no recuerdo, pero que supongo estarían más cerca de salvar el mundo que del tiempo que iba a hacer el puente. Porque Luis habla como un personaje de Fitzgerald, con frases medidas, frases que da la sensación de haber estado ensayando antes frente al espejo. Es como si hubiera vivido cada escena unos días antes, le hubiera dado tiempo a pensar la mejor frase y aprendérsela para, cuando por fin llega el momento, limitarse a interpretar el personaje que hace de sí mismo en su propia biopic. O eso o que el tipo es muy rápido. Y muy intenso. O todo a la vez, la verdad es que no lo sé, es posible que sea una mezcla de lo anterior. Lo importante es que apenas hablamos de nada y que la siguiente vez que le vi —que fue la primera— me sorprendí entrando junto a él a la casa a la que se mudaba ese mismo día, una casa donde no había nada más que libros, un sofá y un tendedero lleno de camisas blancas secándose al sol de El Viso, que es como el de Breda, pero con la ese arrastrada.
Recuerdo que llamó a Sostres para preguntarle si estaba dispuesto a comer conmigo la semana siguiente, a lo que Sostres respondió que por supuesto, que él comería hasta con Bin Laden. Mientras pensaba en el lugar en el que me dejaba eso y buscaba mi Kaláshnikov le ayudé a poner las sábanas en la cama. No nos resultó sencillo, y no solo porque me temo que ninguno habíamos hecho eso desde los trece años sino, sobre todo, porque habíamos tomado algún vino de más en una taberna de la calle Hernani. Es decir, en su barrio. Le dije entonces que tenía que escribir y puso una suite a mi disposición. Allí escribí una buena crónica de ARCO mientras Tom Petty sonaba de fondo. Y la vida encajaba como un puzle. En las siguientes horas comenzó a entrar más gente en esa casa, todos con una botella de Jameson, como si fuera un Belén irlandés. «Blended» —pensé—. «Eso es lo que la vida trae bajo el brazo cuando la reinicias». Conocí a sus hijas, a algunos de sus amigos y me sentí como uno más mientras pensaba en cómo había podido acabar inaugurando la nueva casa de alguien el mismo día que le había conocido.
Decidí irme antes de meter la pata de algún modo, pero sospecho que de ahí no he salido. Nunca he tenido una relación profesional con él, cuando se entra en la casa de Luis, se entra de modo personal. Y la vida es demasiado vulgar para salir voluntariamente de algunos sitios. Uno está cansado de conversaciones de subsecretarios, de mediocridad sin intensidad, de basura postmoderna. Por eso, necesitamos rock and roll muy alto, toros muy bravos, desmarques de Vinicius, destilaciones triples, amores a deshora, fracasos ejemplares, éxitos privados, desplantes de Joselito y una manera de estar el mundo que nos recuerde que esto se acaba, que no podemos perder el tiempo escribiendo como quien hace la declaración de la renta y que es una vergüenza saber que me voy a morir y aún no conozco Buenos Aires. Hace falta gente como él, un poco dandis, un poco bárbaros; un poco lumpen, un poco pijos. Es la única manera de vivir la vida que me interesa: mirándola a los ojos, dilapidando las ventajas para hundir el mentón en pecho y recorrer Sevilla, Dublín o esta epifanía cíclica que es Madrid en mayo sin abandonar ni por un instante nuestro camino. Y sin dejarnos convencer por nadie. Apenas eso.
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